Opinión
Odio de clase
Periodista
El otro día, Ignacio Echevarría publicaba en Ctxt una nutritiva reflexión sobre el odio de clase. El momento es oportuno. Por una parte, el asesinato de Brian Thompson en Manhattan ha arrojado una nueva luz sobre las artimañas de UnitedHealthcare y pone en la picota la vocación homicida del sistema sanitario estadounidense. Por otra parte, Luigi Mangione ha desatado un inédito torrente de simpatías y ha sido elevado en los foros de internet al estatus de superhéroe justiciero. En un país propenso a las mitomanías, todo crimen ideológico termina dejando una impronta inolvidable en la conciencia colectiva.
El proceso contra Mangione ha generado reacciones contrarias a las que sus captores hubieran deseado. Al estudiar los ajusticiamientos del siglo XVIII, Michel Foucault advierte que el espectáculo del castigo corría el riesgo de volverse en contra de los castigadores. En ocasiones, las masas enardecidas insultaban al gobierno, apedreaban a los verdugos y trataban de rescatar al condenado. Cuando el poder soberano exhibía toda su crudeza, el pueblo podía sentirse mucho más cercano al culpado que a la violencia legal de las instituciones. Quien dice monarquía absolutista dice también aseguradoras privadas.
Así, mientras Mangione acaparaba solidaridades, las empresas de salud cosechaban toneladas de odio. Cundió el miedo en las élites. Las fotografías de los ejecutivos desaparecían de las páginas web. Las reuniones presenciales eran astutamente reemplazadas por encuentros virtuales. Tras el atentado contra Thompson, Elon Musk apareció con su hijo a hombros en la convención de Fratelli d'Italia, el partido de Giorgia Meloni. El dueño de X quiso de esta forma reforzar su mensaje a favor de la natalidad. Las redes sociales, sin embargo, difundieron otra interpretación: Musk ha visto las orejas al lobo y utilizó al chaval como escudo humano.
Echevarría escribe que el capitalismo ha logrado descafeinar la conciencia de clase. O para ser más exactos, que la burguesía ha desactivado la lucha de clases representándola como una forma inaceptable de odio. Los trabajadores son unos resentidos. Unos envidiosos. El poder sabe bien que el odio organizado es un catalizador infalible de los cambios sociales. Al fin y al cabo, la Revolución francesa no fue otra cosa que una articulación eficaz del descontento. Si se me permite la simplificación, los mismos que durante el Antiguo Régimen aplaudían al reo en los ajusticiamientos terminaron poniendo la cabeza del rey en una cesta.
La televisión nos enseña a amar a los ricos. No faltan programas que nos muestran las mansiones más desbordantes y las vidas de ensueño de sus ostentosos propietarios. La crónica del corazón relata las vacaciones de la jet set en la Costa del Sol con un decorado excitante de yates y caipiriñas. Pero hemos aprendido también el autoodio de clase. En una cadena privada, un reality infiltra a un sufrido empresario entre sus empleados, que son presentados como potenciales vagos, ladrones o maleantes. En otro programa de la misma catadura, las cámaras emprenden un safari denigrante por los barrios populares para que reneguemos de sus gentes.
La burguesía sofoca el odio social a fuerza de reducirlo a una categoría moral, dice Echevarría. Ahora resulta que el odio ideológico no solamente nos parece reprobable, sino que además algunos juristas lo consideran un quebrantamiento de la ley. Recordemos aquella circular de la Fiscalía que contemplaba perseguir la animadversión hacia los nazis bajo la coartada del delito de odio. Pero los nazis, los multimillonarios, las aseguradoras privadas o los reyes no conforman grupos históricamente vulnerables. Al contrario. Es legítimo odiar desde la vulnerabilidad al poderoso. Y es legítimo también sentir simpatía por aquellos que comparten ese odio.
Unos días después del asesinato de Brian Thompson, Donald Trump consideró “terrible” que algunas personas admiren a Luigi Mangione. “Es una enfermedad”. Trump, que nunca ha perdido la conciencia de clase, regresará en unos días a la presidencia con la ayuda inestimable de otro magnate consciente como Elon Musk. El otro día, Meloni viajó hasta Palm Beach para visitar a Trump. A renglón seguido anunció que el Gobierno italiano firmará un contrato de 1.500 millones con Musk para el cifrado de telecomunicaciones. Quizá así se entiende mejor por qué el oligarca sudafricano anda aupando a AfD en Alemania y torpedeando la política británica.
La nueva extrema derecha es un proyecto de clase y con conciencia de clase. De la clase dominante, para ser más precisos. Cuando los dueños del dinero sienten que las democracias liberales no garantizan suficientes dividendos, rearman a sus fuerzas de choque y ponen a la clase trabajadora en contra de sí misma. Nos piden que admiremos al explotador y despreciemos al sindicalista. Nos instan a que odiemos al okupa y amemos al gran tenedor. Todo sea por desmantelar la sanidad pública, la educación pública y el sistema público de pensiones. Que no quede una sola oveja que no vote por el lobo.
Dice la prensa de todos los colores que la Unión Europea anda medio preocupada por el auge neopopulista. En Austria, el presidente ha encargado a la extrema derecha del FPÖ que levante un nuevo gobierno. Algunos líderes políticos han salido a la palestra contra Musk. Macron lo acusa de apoyar una internacional reaccionaria y Starmer lo tacha de mentiroso y desinformador. Muy bien. ¿Pero qué han hecho en los últimos años los conservadores y los socioliberales en Europa? ¿Acaso no nos gobiernan los mismos partidos que firmaron las políticas de austeridad? ¿No son los mismos, pongamos por caso, que han privatizado la sanidad a mayor gloria de los inversores privados?
La agencia de noticias ProPublica, en una investigación reciente de Annie Waldman, ha descubierto que UnitedHealthcare sostiene una estrategia para restringir el tratamiento de miles de niños con trastorno del espectro autista. Aunque Kamala Harris proponía la extensión de Medicare, la inercia de las denegaciones sanitarias ha sido posible también bajo gobiernos demócratas. Puede que la conciencia de clase se haya difuminado, pero eso no significa que hayan desaparecido los antagonismos. De hecho, los ricos son bien conscientes de su condición y compran discursos y políticas hechos a su medida. La gente común no los odia por rencor sino por pura supervivencia.
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