Opinión
Heredarás la violencia
Por Silvia Nanclares
Escritora
Tenía miedo de sentarse a ver Querer. Son tantas las violencias con las que convivimos, las que ejercemos, las que dejamos pasar, las que justificamos, pensaba, inquieta. Miraba a su alrededor y sabía. Y callaba. Miraba a su interior y se veía. Y tragaba. El trabajo en terapia ayudaba, claro, pero era poco constante. El presupuesto era el que era, la entrada de ingresos irregular, y el ritmo de la vida de madre autónoma, endiablado. En resumen, no sabía si estaba preparada para verla. Pero las reuniones de Navidad reactivan el teatro de los roles, los sobreentendidos, las frases que no se deberían tolerar pero se toleran. Pero sobre todo la protección. Al patriarca. Al que se le perdona todo. Al que se justifica. Ya sabes cómo es tu padre. Cada vez que se le dice eso a un hijo o a una sobrina se le hace comulgar con la rueda del molino más gorda que tragará en toda su vida. Se le hace arrodillarse ante la clave de bóveda del patriarcado, sistema violento por antonomasia.
Así que se atreve, se da de alta en la jodida plataforma que no le apetece, pero lo hace porque sabe que tiene que hacerlo. Porque en esa ficción se están contando cosas que la interpelarán. Porque ha escuchado y leído comentarios de personas que respeta. Y tiene ganas de poder conversar. Y ve los cuatro capítulos casi sin respiración. Entonces pasa: la historia le duele por un sitio que no esperaba. La serie abre la puerta a una certeza. Su atención se queda colgada en una de las derivadas de la historia, que en realidad, al menos para ella, podría ser el meollo. Ella tenía miedo de ver la serie porque creía que le iba a agudizar el radar de las violencias aún sin nombrar que sufrimos en pareja, habiendo sido adolescentes, jóvenes, y sobre todo, de las que formamos parte sin ser protagonistas pero a las que hemos asistido y asistimos en silencio, siendo testigos, cómplices o hasta cooperadoras necesarias. Al dejar pasar un comentario, al bajar la mirada ante un gesto inadmisible, a dar por buena la versión de una historia familiar que todas sabemos tergiversada. Pero no, el foco de la serie traspasó como niña y como madre, volviéndose hacia sí misma. Mostrando cómo se heredan las maneras de ejercer las violencias recibidas y cómo dentro de un sistema familiar violento las infancias siempre son el eslabón más débil de la cadena, y por tanto el más perjudicado. Y con potencial futuro para perpetuar ese mismo sistema. Es como invertir en violencia. Ponerla a plazo fijo. Ya rentará. Ya dará la cara. Y ahí estamos todos, no solo cómo criaturas que fuimos si no como adultos y adultas que ejercemos las mapaternidades.
Nadie te prepara para criar, dicen. Ya. Creía que lo más duro iba a ser la teta, y empalmar noches sin dormir. Ja. Pero no, para lo que nadie te prepara es para ver cómo se activan en ti los mecanismos de la educación. Si te han gritado, gritas, si te han ignorado, ignoras, si te han impuesto los límites y las normas por la fuerza, impondrás por la fuerza los límites y las normas. Si te han ridiculizado, ridiculizas. Si te han agarrado, agarras. Si te han atemorizado, asustarás. Te auparás a ese trono desde el que te hicieron comprender las leyes. Y promulgarás las tuyas. Con cambios. Obvio. Evolucionamos. Algo hemos leído, hablado con las amigas, trabajado en terapia, hay cosas que ya no se pueden hacer. Al menos en público. Y tú quieres hacerlo bien, quieres ponerte a la altura de sus ojos, decirle no con firmeza pero sin autoritarismo, mostrarle los límites de la conducta y de la convivencia dejando a la vez espacio para sus emociones. Validar la emoción, limitar el comportamiento. Lo escuchó en un podcast, lo habló con amigas. Desde entonces usa este mantra de disciplina positiva para tratar de hacerlo lo mejor posible. Quiere querer. También sabe que es una madre latina, que no va a poder reprimir su carácter así como así. ¿Se está justificando a sí misma? Porque esta mañana se ha sorprendido diciéndole a su hija pequeña, que tiene menos de tres años, que aún no comprende, no puede elaborar —su cerebrito es pura amígdala, casi un gato que solo entiende de caricias y noes—, una frase que hacía años que no escuchaba. Casi tantos como tiempo hace que no es niña. Objetivamente no es una frase tan grave. Sal de aquí, le ha dicho. Sal de aquí, le ha repetido, más alto, ante la perplejidad de la pequeña. La nena, sentada de culo como un tentetieso, le ha mirado desde su plano contrapicado, los ojos enormes, el puchero en ciernes. Que salga de dónde. De dónde puede salir una criatura dependiente. ¿De la ira de su madre? ¿Se puede escapar de ahí? Después, por la tarde, ante otra pasada de frenada de la niña mayor, va ya para ocho años, se ha sorprendido a sí misma negándole la palabra, pasando por su lado ignorándola. La ley del hielo se llama. También lo leyó en una newsletter. La niña se ha quedado sin palabras. No ha comprendido. Ha llorado. No entiende que su madre no le conteste, no le dirija la palabra. ¿De qué le ha servido repetir esas frases, esas conductas? ¿De dónde han salido, se pregunta? Le hace sentir como la mierda lanzarlas como un cuchillo contra la pared. Pero son las mimbres de las que está hecha. Son las frases que de las que debió empaparse en su propio crecer.
De lo más potente de la serie también es ver, y no desarrollo para no destriparla, cómo cada espejito biográfico de la violencia se puede romper para poder ser recompuesto desde los añicos. Que con la cuenta corriente de las violencias siempre vienen unas grietas para escaparse, para abrir la ventana. Y cada generación tiene una deuda con esto. Y un trabajo asignado. Hay que romper la cadena de lo recibido, de lo naturalizado, por algún sitio, poner en pie en pared, morderse la lengua, a unas malas, dejarse llevar por el torbellino atávico, y luego, arrodillarse a reparar. Recoger los pedazos del silencio o del grito. Hacerse cargo de esa herencia. Dilapidarla encontrando otras formas de criar, convivir y de ser madre o padre. E ir permitiendo que la moneda de esa violencia deje de ser, y entre todos, de curso legal.
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