Opinión
Broke Niños Don’t Make Pesos
Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
Estamos en la calle, aunque creas no vernos. Vamos siempre con cadenitas falsas y zapatillas deportivas; algunos llevan también riñonera, aunque sean los menos. Nos gustan las uñas con brillantitos, las gafas de sol pequeñas y las pegatinas en los móviles; nos encantan las botas altas, la ropa rosa y los caballos: por algún motivo, nos gustan mucho los caballos. También nos encanta bromear con nuestra muerte: vivir, fíjate, no nos apasiona tanto.
Tomamos cañas en los kebabs y hacemos previas en las casas; las casas suelen ser sitios lúgubres, con salones sin ventanas y camas de ochenta, donde bebemos vodka de marca blanca y echamos los hielos a medio derretir en la pila – escucha, escucha: seguro que puedes oír el sonidito del agua cayendo por el desagüe –. Imagina follar en una cama de ochenta; imagina romperla; imagina cambiarla por una nueva, aunque la rota tuviera más años que el cenicero de un casino, y que la casera, arpía desgraciada, aproveche la situación para no devolverte la fianza. Imagina tener treinta años, quizá incluso más, y discutir con tu madre por teléfono porque no quieres tener hijos: si ella supiera que desde tu lado de la pared, esa pared tan fina como las uñas de un niño, puedes escuchar perfectamente el clic del mechero de tu compañero de piso, quizá no te insistiría tanto; quizá incluso entendería por qué quieres matarte.
Me gusta mucho un grupo canario, Broke Niños Make Pesos, que nació en el coletazo final de la anterior crisis financiera – hablamos de 2017 –. Era un colectivo de niños rotos, su nombre da alguna pistita, donde artistas como Cruz Cafuné, Choclock o Índigo Jams cantaban al futuro inmediato: la cosa estaba jodida, pero no para siempre; la cosa estaba jodida, pero veían una luz fina y amarilla, como la que quizá ve un recién nacido en un paritorio, al final de un túnel larguísimo. Tenían imaginación, hambre y sueños; tenían esperanza y fe.
Ahora no tenemos nada de eso; ahora mi generación es la de unos niños rotos que llevan chándales viejos y rosarios por fuera que ya no usan: ni siquiera Dios puede cambiar lo que una gran mayoría de hombres quiere mantener. Hemos hecho todo lo que debíamos hacer, pero no ha servido para nada; hemos estudiado y hemos encontrado curro; nos hemos independizado y hemos exprimido de nuestras frentes hasta la última gota de sudor, pero no queda tierra fértil en la que sembrar nuestra semilla de mostaza: todo a nuestro alrededor es ya cemento.
Mientras los gurús económicos pronostican una nueva crisis devastadora en la Unión Europea, los pájaros de la prensa salmón nos avisan de que nos van a poner todavía más palos en la rueda habitacional – la compra de vivienda subirá un 6% en 2025; el alquiler, un 9% –. El alquiler unipersonal hasta en la más destartalada capital de provincia española cuesta ya un SMI al mes; si queremos comprar, cosa que queremos aunque no podamos, debemos ahorrar el 30% de nuestros sueldos durante setenta y cinco años: no aguantaremos tanto antes de que nos puedan las ganas de matarnos, os lo digo muy en serio. La vivienda es vida, y nosotros, parece, no tenemos derecho a vivir.
Lo peor de todo, ¿sabéis?, es que no podemos hacer nada: somos cuatro gatos. Estamos condenados a danzar por las calles con nuestras cadenitas falsas y nuestras zapatillas deportivas hasta que se termine de hundir nuestro casi inexistente poder adquisitivo o, quién sabe, nos volvamos completamente locos y tomemos decisiones que en el fondo no tendrán muchísimo efecto. Somos como aquellos niños del 2017 que le cantaban al futuro, solo que esta vez sin esperanza alguna; somos los Broke Niños Don’t Make Pesos.
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