GUATEMALA
Actualizado:Martín Sánchez, de 37 años, tiene calambres en las piernas. Lleva tres días en marcha, a ratos caminando, cuando puede aprovechando los vehículos que encuentra en la carretera.
Hace tres días estaba en Gualcinse, un pequeño municipio de Honduras. Dice que estaba ayudando a una mujer a cambiar una llanta cuando alguien, en una vivienda, le mostró cómo avanzaba la caravana que acababa de salir de San Pedro Sula y que pretende llegar hasta Estados Unidos. “Voy a probar suerte”, pensó Sánchez. Y se lanzó, con 500 lempiras (18 euros) en el bolsillo y una pequeña mochila. El jueves por la noche estaba en el colegio Santa María, uno de los cuatro habilitados por la Casa del Migrante de Guatemala, y pide un teléfono para hablar con su esposa, que se ha quedado a cargo de su hijo de 17 años, y le repite: “le voy a entrar con todo”.
Sánchez es uno de los cientos, miles de hondureños que se han sumado a la larga marcha que debería llevarles al sueño americano. Es el éxodo de los pies doloridos.
Muchos ya tienen ampollas por los kilómetros caminados. Tienen que andar cuando no encuentran un vehículo al que subirse. Están exhaustos. Pero no tienen intención de dar marcha atrás. Ni siquiera las amenazas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que en un reciente tuit llegó a calificarles como “criminales”, les frena.
Honduras es un país en grave crisis. Según datos del Banco Mundial, en 2016, el 66% de los hondureños vivía en situación de pobreza.
Según la Policía Nacional Civil de Honduras, la tasa de homicidios en 2017 alcanzó los 46 asesinatos por cada 100.000 habitantes. La Organización Mundial de la Salud califica de “pandemia” de violencia cuando este índice supera los 10 por cada 100.000.
Las elecciones de noviembre del 26 de noviembre de 2017 incrementaron la inestabilidad. Se impuso el oficialista, Juan Orlando Hernández, del Partido Nacional (PN), entre protestas y acusaciones de fraude.
Si alguien pregunta a cualquier de los integrantes de esta caravana por qué se pusieron en ruta va a encontrarse con estas estadísticas convertidas en casos personales. Pobreza y violencia, pobreza y violencia. Todos lo repiten. Son dos elementos que se mezclan.
“Lo he intentado todo. No consigo trabajo. Cuando vi la caravana, pensamos que era la mejor forma de llegar”, dice Marvin Ramírez, de 35 años. Estamos en el interior del colegio Santa María, son las 21:00 horas (las 5:00 horas en España). Dos hombres, Ramírez y Sánchez, que jamás se habían visto en su vida hablan sobre la imposibilidad de encontrar empleo, sobre las penurias para pagar la escuela de sus hijos, sobre el miedo que tienen a que uno de sus vástagos termine en “malos pasos”, enrolado en una pandilla.
El interior del gran pabellón convertido en improvisado albergue es un caos. Es un murmullo constante, huele a humanidad. La mayoría está tumbada, algunos deambulan pidiendo una manta, algo con lo que cubrirse, una cena. Los voluntarios de la Casa del Migrante no dan abasto. Aquellos migrantes que llegaron primero lograron un sitio y, con suerte, una de las 1.200 hamacas donadas por algún alma caritativa. Quienes se retrasaron un poco, se resguardan entre cartones. Los últimos, los que llegan en la cola de la caravana, tienen que dormir en el suelo, en la calle, cubiertos con mantas, a merced de la lluvia y de un posible asalto. No ser víctimas de la delincuencia, que es uno de los peligros que enfrenta el migrante, es una de las razones para iniciar la caravana en grupo, protegidos.
El éxodo es masivo. Según Julio Ventura, coordinador de Protección Internacional de la Casa del Migrante, hay más de 4.000 personas solo registradas en los albergues de la capital. En su opinión, la dimensión de la marcha le da un carácter diferenciado. También su composición. Desde niños que no levantan un palmo hasta mujeres embarazadas; desde abuelas con sus nietos hasta jóvenes en edad de trabajar, que suelen ser los que primero se lanzan a la migración. Un dato relevante: el 35% de los caminantes son menores de edad.
“Después de los Acuerdos de Paz es la primera vez en la que estamos asistiendo a una huida masiva de personas de la región centroamericana. Están dando una demostración de que realmente, de ahora en adelante, la migración no va a ser más gota a gota. Va a ser masiva. Así se está obviando el pago a los coyotes, al narcotráfico, al crimen organizado”, dice el sacerdote Mauro Verzeletti, de la misma institución.
La víspera, miles de personas habían quedado varadas en Esquipulas, junto a la frontera entre Guatemala y Honduras. Decenas de agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) bloquearon el paso durante horas. El presidente, Donald Trump, había advertido a sus homólogos del Triángulo Norte que si la caravana avanzaba, estaba dispuesto a cortar las ayudas económicas que llegan desde Washington. En realidad, la ley dice que hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses pueden transitar libremente entre estos países.
Pero lo que Trump estaba pidiendo es que Jimmy Morales, su homólogo en Guatemala, ejerciese de perro guardián. No lo consiguió. Y miles de personas, cada vez más, siguieron su camino.
“La vida es dura en Honduras. Allá está bien pobre el país. Aguantamos hambre. Allá dejé cuatro niños. Por eso queremos conseguir empleo”. Karen Marisel, que aparenta muchos más de los 43 que tiene, es de Tegucigalpa. Trabajaba de 5 de la mañana a 9 de la noche en una tienda de repuesto para teléfonos móviles. Cobraba, al día, 200 lempiras (unos 7 euros). Por eso no le costó dejar su empleo. Porque, para lo que ganaba, prefirió ponerse en ruta. Sobre sus brazos está su nieto, de 12 meses. Llora. El tránsito es incómodo. Son muchas horas bajo el sol o la lluvia (que en esta temporada son frecuentes en Guatemala). “¿Cree usted que la policía nos pondrá escolta? Tenemos miedo de la delincuencia”, dice la mujer, de piel tostada, desde la cancha de la Casa del Migrante, hasta reventar de colchonetas y mantas.
Pobreza y delincuencia son dos caras de la misma moneda. En Honduras, como en todo Centroamérica, hay una guerra no declarada que enfrenta a pobres contra pobres. Están las pandillas, Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13). Está el narcotráfico. Y la miseria el hambre, que también son terriblemente violentas. Lo sabe bien un chaval de 21 años, delgado, casi esquelético, el único que no quiere dar su nombre en público. Lo llamaremos Alejandro. Llega desde Tegucigalpa, colonia 3 de mayo. Dice que tuvo malas compañías, desde los 13 años, que ningún colegio le quería. Que quiere un futuro mejor, que ni siquiera le ha dicho a su abuela, la que le crió, que se había puesto en ruta, hasta llegar a Guatemala.
“Mi familia es muy pobre”. Ever Ulises López Rodríguez, de 26 años, era vendedor ambulante en Yuscarán, departamento de El Paraíso, en Honduras. Un conflicto reciente les dejó sin su puestito. Por eso se ha lanzado a la carretera. Ya pensó en emigrar en otras ocasiones, para sacar adelante a sus cinco hermanos, de los que se hace cargo desde que su madre murió y su padre les dejó tirados. Pagar a un coyote no formaba parte de su presupuesto. “Piden 5.000 dólares, los pobres no tenemos para eso”, lamenta.
Desde que la marcha inició su camino en San Pedro Sula, hace ahora cinco días, el Gobierno hondureño acusó a la oposición, liderada por Mel Zelaya (expresidente entre 2006 y 2009, cuando fue depuesto por un golpe de Estado), de estar detrás del éxodo. Se trata del mismo argumento empleado por Heidi Fulton, agregada comercial de Estados Unidos en Honduras, quien dijo que tras la convocatoria estaban líderes con “intereses políticos y criminales”. “Esto no se trata de política, sino de pobreza. No hay trabajo, uno emigra con sus hijos porque no alcanza. Quien diga que esto es política miente”, refuta María Griselda, una mujer redonda, que se dedicaba a vender marisco de casa en casa y que dice estar harta de tener que pagar la extorsión a las pandillas. “No diga mi apellido, que no quiero que pidan mi cabeza”, afirma.
La larga marcha es una tragedia humana. Pero no parece que en Washington vayan a mostrar sensibilidad hacia el drama. Donald Trump ha amenazado con cortar los fondos con los que se financian diversos programas en Centroamérica. No puede, porque un presidente no tiene capacidad para poner fin a lo presupuestado, pero es una amenaza a sus homólogos centroamericanos. De todos modos, llegar a la frontera de Estados Unidos es aún una utopía. Primero hay que cruzar por México, un país en transición entre el actual presidente, Enrique Peña Nieto, y el futuro mandatario, Andrés Manuel López Obrador. Las imágenes de antidisturbios en Ciudad Hidalgo, que es el primer municipio que sigue a la frontera, generan intranquilidad.
Por el momento, el gobierno mexicano emitió un comunicado en el que planteaba tres opciones para los migrantes: a) cruzar con visa, un requisito que ninguno de los participantes en la caravana cumple, b) pedir asilo, una opción que luego impide la petición de refugio en Estados Unidos pero que muchos de los desplazados están barajando, y c) entrar irregularmente, lo que implica detención y deportación.
Está previsto que el grueso de la caravana se concentre hoy en Tecún Umán, frontera entre Guatemala y México. El objetivo es tratar de cruzarla unidos. Todo son incógnitas y solo una certeza: nadie que ha metido toda su vida en una mochila está dispuesto a dar marcha atrás tan fácil.
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