El Código Penal español (art.451) - y de modo similar las leyes penales de distintos países - sanciona el delito de encubrimiento. Dispone que lo cometen quienes ayudaren a los ejecutores de un delito a sustraerse a la acción de la justicia, aprovecharse de sus resultados u ocultar sus pruebas. Prevé la imposición de una pena de seis meses a tres años de prisión y, si fuera realizado por funcionarios públicos, de inhabilitación absoluta de seis a doce años si el delito encubierto fuera grave.
La cuestión es especialmente relevante en relación con los delitos de genocidio, lesa humanidad y de guerra porque, respecto de los mismos, existe una vasta normativa y jurisprudencia internacional que establece que la acción penal es imprescriptible y que sus responsables no pueden beneficiarse de norma o práctica alguna que los deje sin sanción. Es decir, ningún Estado puede arrogarse la facultad de dejar a sus responsables sin castigo, como sí pueden hacerlo eventualmente respecto de los de otro tipo de hechos ilícitos.
Lo señalado implica que los funcionarios, entre ellos los jueces, que abusando de sus competencias encubren estos crímenes cometen un delito. En consecuencia deben ser procesados y, en caso de ser encontradas culpables, sancionados con las penas que para el mismo establece la ley.
Los jueces que abusan de sus competencias encubriendo estos crímenes, cometen un delito
Como ocurre con el encubrimiento, las legislaciones de distintos países del mundo reprimen la prevaricación. El Código Penal español (artículo 446) dispone que este delito es el que cometen los jueces que a sabiendas dictan sentencias o resoluciones injustas. Su autor es sancionable con inhabilitación especial para todo empleo o cargo público por un período de diez a veinte años. Todo juez debe conocer que cualquier resolución o sentencia que dicte con objeto de eludir la investigación de crímenes contra la humanidad no sólo es injusta sino contraria a derecho y que, por consiguiente, comete el delito de prevaricación.
El no sometimiento a juicio de quienes encubren y prevarican respecto de estos crímenes favorece que se sigan cometiendo.
No sólo resultan ilesos quienes han lesionado a la humanidad sino también ilesos quienes lo promueven y consienten. La impunidad resulta ilesa. Se cometen crímenes de ilesa impunidad.
Un acabado ejemplo de la perpetración de estos delitos, y sus consecuencias, lo estamos viviendo en España en relación con la investigación sobre los crímenes del franquismo iniciada por el juez Baltasar Garzón.
Como reveladores de la plena conciencia con que se cometen es esclarecedor tener en cuenta los siguientes antecedentes:
El 15 de octubre de 1977 se dictó la ley de amnistía que incluía a quienes hubieren cometido delitos con intencionalidad política (art.1).
Esta ley respondió en su día al reclamo de las fuerzas democráticas españolas para que fueran liberados quienes estaban en las cárceles de la dictadura y pudieran retornar del exilio miles de personas. Ni de su texto se desprende que pretendiera albergar a quienes hubieran cometido crímenes lesivos para la humanidad ni, aunque así se lo hubiera propuesto o se quisiera interpretar, sería admisible: estos crímenes no pueden ampararse legalmente en motivaciones o intencionalidades políticas. Salvo que se entienda que los genocidas nazis, por ejemplo, hubieran podido o pudieran ser eximidos de responsabilidad por esta causa.
Ya existían entonces tratados y resoluciones internacionales como la Convención para la sanción y prevención del delito de genocidio de 9 de diciembre de 1948 , el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 16 de diciembre de 1966, la Convención sobre imprescriptibilidad de crímenes de guerra y lesa humanidad de 26 de noviembre de 1968, o la Resolución de Naciones Unidas de 3 de diciembre de 1973 que respecto de los mismos declaró que donde quiera y cualquiera fuere la fecha en que se hubieran cometido serán objeto de una investigación, y las personas contra las que existan pruebas de culpabilidad en la comisión de tales crímenes serán buscadas, detenidas, enjuiciadas, y, en caso de ser declaradas culpables, castigadas.
Estas y otras disposiciones de similar tenor se han convertido en normas imperativas del derecho internacional, es decir de obligatoria observancia por parte de todos los Estados y contra las que no cabe acuerdo o disposición en contrario. A otorgarles este carácter fueron contribuyendo durante la segunda mitad del siglo XX, y en el transcurso del presente, diversos tratados, resoluciones y sentencias de tribunales nacionales e internacionales.
Entre ellos, y muy señaladamente, los españoles. Desde los últimos años de la pasada centuria sus juzgados de instrucción, la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional vienen dictando autos y sentencias en relación con crímenes en diversos países del mundo de la misma naturaleza que los cometidos en España. Han sentado una valiosísima jurisprudencia nacional e internacional y consolidado una doctrina que, en síntesis, determina que sus responsables deben ser perseguidos en todo lugar, siéndoles aplicable el principio de justicia universal; en todo tiempo, dada su imprescriptibilidad y sin que ley o práctica alguna pueda impedir su investigación, proscribiendo así su impunidad.
Cuando median intereses materiales, ideológicos o políticos hay crímenes que no se investigan
Sin embargo, cuando el juez Garzón resolvió investigar a los responsables del planificado y sistemático plan de exterminio que padecieron millones de españoles, esos mismos órganos judiciales decidieron que estos principios no regían para España. Sangrante paradoja: la Audiencia Nacional sí tiene competencia para instruir procedimientos contra criminales de cualquier otro país, pero no contra los del propio. La misma Sala de lo Penal de este tribunal que otrora, por unanimidad de sus miembros, había declarado su competencia para juzgar a aquellos, abriendo así un invalorable camino en la lucha universal contra la impunidad, resolvió ahora mayoritariamente - con excepción de tres de sus magistrados cuyos nombres merecen ser destacados: José Ricardo de Prada Solaesa, Clara Bayarri García y Ramón Sáez Valcárcel - a través de groseras e insustanciales argumentaciones, que los delincuentes nativos no pueden ser juzgados.
Como se sabe no se detuvo ahí el exabrupto judicial que no tiene parangón en la jurisprudencia comparada y desde luego en la española. La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo - que en su día supo condenar al marino Adolfo Scilingo por asesinatos y detenciones ilegales de personas cometidos en Argentina - acordó procesar al juez acusándolo, ¡a él!, de prevaricación.
Se han dictado resoluciones judiciales por las que se cometen los dos delitos a que se viene aludiendo: por un parte protegiendo a los delincuentes y ayudándoles a preservar el resultado del crimen y por otro dictando a sabiendas una resolución manifiestamente injusta.
La consecuencia que han tenido estos auténticos desmanes judiciales perturban y acongojan. En lo inmediato la suspensión en sus funciones del magistrado, el absoluto desamparo para las víctimas, la paralización de toda investigación penal sobre uno de los mayores genocidios cometidos en el siglo pasado y la advertencia implícita a cualquier juez español que coincida con el sancionado. A más largo plazo, el aviso de que cuando median intereses materiales, ideológicos o políticos hay crímenes que no se investigan y criminales que no se juzgan.
Es imperativo juzgar a estos jueces. Y se hará. Más tarde o más temprano. No sólo porque violaron la ley penal sino también porque lo demandan los derechos e intereses de la sociedad española y los de la humanidad.
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