Este artículo se publicó hace 6 años.
La quiebra de Lehman BrothersCómo la crisis de Lehman Brothers cambió el mundo y nos ha hecho más pobres
La "exuberancia irracional" del capitalismo no tiene límites. Diez años después del estallido de la crisis financiera, el peligro a una nueva réplica sigue latente. Con el agravante de que la brecha entre ricos y pobres se ha ensanchado hasta límites insostenibles y la clase media brilla, aún, por su ausencia.
Madrid--Actualizado a
La primera lectura que se puede extraer diez años después del 15-S de 2008 (cuando en EEUU, la mayor potencia capitalista, decidió nacionalizar el banco de inversión Lehman Brothers y, casi al unísono, las autoridades monetarias de Rusia, cuna y estandarte del comunismo, interrumpía las negociaciones de la Bolsa de Moscú ante la caída libre de los valores de sus cotizadas) es que la mayor convulsión que ha sacudido los mercados en la era moderna se podría volver a repetir. Es decir, que el armazón forjado para resguardarse de futuros tsunamis de extraordinaria magnitud como el de hace un decenio, presenta puntos débiles de calibre. Y no pocas contradicciones sin resolver. Como las proclamas que exigían una tregua al capitalismo, un paréntesis, para tratar de explicar por qué la Casa Blanca estatalizaba su banca y el Kremlin se apresuraba a salvar su mercado de capitales.
El nudo gordiano es que esta catarsis podría surgir de nuevo. Y de forma inminente. A juzgar por las voces inversoras que, desde Wall Street, vislumbran un clima bursátil que recuerda los meses que precedieron al estallido de la crisis. Con sobresaltos inversores por la excesiva volatilidad de los mercados globales. Entonces, el epicentro tuvo un foco indiscutible: los insostenibles avales de liquidez de Fannie Mae y Freddie Mac, las inmobiliarias de EEUU que se hundieron con sus tristemente famosas hipotecas subprime y se llevaron por delante a bancos de inversión como el mencionado Lehman Brothers o Bear Stearns, por su alta exposición crediticia en el mercado de la vivienda americano.
Las subprime se inyectaron a mansalva y endeudaron a familias (en especial, a las de escasos recursos), engatusadas por la permisividad prestamista de contratos que contenían cláusulas abusivas por doquier y que ejercieron su virulencia con el estallido de la turbulencia, cuando los empleos desaparecieron y la disponibilidad monetaria de los hogares se tornó en alarmantes números rojos.
La fulminante caída de Fannie Mae y Freddie Mac contagió, en semanas, a bancos de inversión como Lehman Brothers, icono de la opulencia artificial de los años de bonanza desenfrenada, y comerciales como el alemán Sachsen, o el Northern Rock británico. Y, sin razón de continuidad, desencadenaron, con una urgencia y una virulencia inusitadas, una oleada de rescates bancarios y programas de estímulo económico por todas las potencias industrializadas. No por casualidad, el tsunami había sumergido, por vez primera en su historia, al conjunto de las economías del G-7 en una profunda recesión.
Diez años después, la "exuberancia irracional" de los mercados (como diría el que fuera presidente de la Reserva Federal de EEUU, Alan Greenspan) no ha llegado a los históricos récords bursátiles de 2008. Ni mucho menos. Más bien al contrario, el ciclo de negocio surgido de la crisis ha dado muestra de fragilidad, pese al elevado dopaje proporcionado por las arcas públicas (sobre todo, las de las naciones de rentas altas, las más afectadas por este fenómeno) para costear las multibillonarias recapitalizaciones de las entidades financieras (en especial, las sistémicas, con dimensión global y, por tanto, con una capacidad de contagio sobre la totalidad de la arquitectura bursátil internacional) y afrontar la astronómica deuda absorbida desde el ámbito privado.
Pero el fanatismo inversor por adquirir pingües beneficios, lo que lleva implícito un factor de riesgo extraordinario, permanece igual de inalterable. A pesar de que la primera de las facturas que tuvieron que atender desde los Tesoros del primer mundo, la que se usó para sanear activos tóxicos disimulados en los libros contables de los bancos (productos de alto riesgo como swaps, derivados o estructurados) se valoró en un primer instante, desde el FMI, en más de 2,5 billones de dólares, equivalente al PIB británico, y años más tarde, en más del doble, como el tamaño de la economía japonesa. O de que todavía no se haya desinflado el montante total de la deuda global, que sigue en hinchando los globos en todas las latitudes del espectro industrializado.
Mientras, en el orden financiero, restablecido contrarreloj en medio de urgentes peticiones de tregua en el modus operandi del capitalismo, retorna a la laxitud. Regulatoria y supervisora. Para más inri, la Administración Trump empuja al mundo hacia otra dimensión, tan incierta en lo geopolítico como peligrosa en lo económico.
¿Cómo se puede apreciar, entonces, esta huida hacia adelante? El propio análisis del mercado se afana en buscar las respuestas. Estas son cinco de las encrucijadas a las que se enfrentará el capitalismo en el futuro inmediato. Poco halagüeñas. En gran medida, por su resistencia al orden y a las transformaciones estructurales.
1.- Lecturas que siguen sin entenderse 10 años después
En realidad, la primera interpretación correcta es la vinculación de los ataques terroristas del 11-S, de 2001, y la quiebra de Lehman Brother’s, el 15-S de 2008.
El día en que, por primera vez en su historia, EEUU sufrió un ataque masivo en su territorio nacional, se acabó abruptamente la denominada siesta geo-estratégica. La Pax Global que se inició el 9 del 11 (de 1989) con la Caída del Muro de Berlín que puso colofón a la Guerra Fría y que concedió al mundo más de un decenio de entente cordiale. Si el 11-S convulsionó el planeta y dirigió a las potencias occidentales a guerras abiertas en Afganistán (con el plácet inmediato de la OTAN y sin cortapisas del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, o Irak, con falacias sobre la existencia de armas nucleares y demasiado fervor nacionalista e ínfulas de poder por parte del llamado Eje de las Azores), y al límite de un choque de civilizaciones, el estallido de la crisis corroboró la fragilidad del modelo capitalista en el que se asientan sus patrones de crecimiento y prosperidad. Dos hitos con un mismo daño colateral: una crisis de identidad en el primer mundo sin precedentes.
El colapso de Lehman Brothers aireó una alarmante falta de liquidez. Activos tóxicos sin control se apropiaron de las carteras de inversión y de las finanzas de los bancos dejando sin ahorros ni patrimonios ni acceso a dinero efectivo a familias y empresas. Especialmente a los del primer mundo. La fiesta se acabó, tituló entonces la prestigiosa revista The Economist. Término que utilizó también al analizar el final del mal llamado milagro económico en latitudes como España. El caos fue total. Las acciones se desplomaron por todos los parqués, el mercado inmobiliario de EEUU se hundió, igual que la economía real, a la que dejaron de fluir, sólo en la primera potencia global, más de 2 billones de dólares por restricciones urgentes del crédito.
Los fenómenos se precipitaron. Austeridad económica, el mayor salto en la desigualdad entre ricos y pobres de la historia reciente, desaparición de gran parte de la clase media, inseguridad y precariedad laboral, quiebra de los sistemas financieros y asunción de unos niveles de deuda soberana sin parangón; debido, en una alta proporción, a la nacionalización de las elevadas tasas de endeudamiento privado, de hogares y empresas, a los Tesoros estatales, que asumieron así una losa adicional sobre sus cuentas públicas.
Y, algunos años más tarde, aunque la semilla se propagara entonces, la irrupción del nacional-populismo. Las naciones de rentas altas pueden dar fe de varios vestigios de estos movimientos ideológicos, xenófobos y excluyentes, que rayan (o se jactan, según sus variantes) el nazismo.
Las repercusiones del tsunami financiero aún se aprecian en la actualidad. En EEUU, por ejemplo, una porción de la economía, valorada en 1,4 billones de dólares, el equivalente al PIB español, se ha perdido irremediablemente. Es decir, nunca volverá a formar parte del modelo productivo del país. Su desaparición ha supuesto, cómo no, un castigo a las clases más desfavorecidas.
En un momento en el que su presidente, surgido del populismo más exacerbado, maneja el poder con una diplomacia sin rumbo, a golpe de órdenes ejecutivas, desmantelando los progresos de la era Obama (MediCare o regulación bancaria) y poniendo en cuestión el compromiso de EEUU con el libre comercio y la estabilidad económica. Su doble rebaja tributaria, sobre las rentas y los beneficios empresariales, y su despilfarro presupuestario en el terreno militar tienen en vilo al resto del planeta, al establishment del país y a los mercados. Donald Trump representa, mejor que cualquier otro dirigente, la época triunfal de esta nacional-populismo.
2.- Qué ha cambiado (y qué no)
.Susan Lund, de la consultora McKinsey, explora en cinco puntos determinantes dónde se ha avanzado y en qué se ha retrocedido:
a) La deuda sigue creciendo. A pesar de que los bancos centrales y las autoridades políticas y regulatorias tomaron medidas extraordinarias y fulminantes para devolver a la banca a sus actuales índices de capitalización, por encima de la cota que alcanzaron en meses previos al estallido de la crisis y de que, en conjunto, los virajes económicos, financieros y monetarios hayan dejado menos dinero en circulación en el sistema, los riesgos siguen en el desfiladero. La deuda global combinada de gobiernos, empresas, hogares y bancos ha crecido en más de 72 billones de dólares desde finales de 2007. Sin visos de que pare.
China acapara más de la tercera parte de este incremento. Ha multiplicado por más de cinco veces su deuda, hasta totalizar 29,6 billones a mediados de 2017. En relación a su PIB, ha pasado de significar el 145% al 256 en ese periodo. EEUU también ha catapultado su deuda más allá de la barrera del 100% de su PIB. En cotas desconocidas en tiempos de paz. Es decir, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En general, los gobiernos superan los 60 billones de deuda desde 2008. Con Japón, Grecia, Italia, Portugal, Bélgica, Francia, España y Reino Unido por encima de ese umbral. En los mercados emergentes, la cota es más moderada. Del 46% del PIB, frente al 105% de las economías avanzadas. Pero la mayoría de sus compromisos están denominados en moneda extranjera, con coyunturas monetarias que debilitan sus divisas y ponen en riesgo casi insostenible sus calendarios de vencimientos.
Por si fuera poco, la deuda no financiera de las empresas se mantiene disparada. Se ha duplicado con creces en este decenio. Hasta 66 billones de dólares. Pese a los rescates bancarios y a los programas de estímulos a sectores. Sólo las firmas chinas han elevados sus ratios en 15 billones de dólares. Desarticular la bomba de la deuda es, pues, uno de los retos más acuciantes. De difícil solución.
b) Las familias, menos endeudadas, pero lejos de la calma financiera. La dura recesión, la pérdida de empleos y la contracción del crédito dejó a los hogares en situación precaria. Entre otras razones, porque en los años de bonanza, de 2000 a 2007, el alza de hipotecas fue más que notable. La deuda de las familias en EEUU aumentó por este concepto 28 puntos porcentuales. En Reino Unido, más del 30%, hasta significar el 93% del PIB. La deuda privada en España triplicaba holgadamente el tamaño de su economía. El impago de hipotecas llegó a rebasar el 11% del total de préstamos por vivienda en EEUU.
La buena noticia en este punto es que este decenio las fórmulas de refinanciación, la dación en pago, en según qué países, y la reestructuración de los bancos -rescatados o no- que incluye una valoración más precisa de los riesgos y una merma de las firmas de contratos hipotecarios, ha saneado las cuentas de las familias. En EEUU, el recorte de la deuda de los hogares ha sido del 19%, aunque también ha disminuido la porción de propietarios de inmuebles, muchos de los cuales han pasado a integrar el patrimonio de bancos o fondos buitres. En España, ha sido del 21% desde el máximo, en 2009. Pese a ello, una nueva burbuja se cierne sobre ciertas naciones. La deuda ha subido en Australia, Canadá, Suiza o Corea del Sur. Aunque también ha subido por otros motivos. En EEUU, la cobertura sanitaria se ha encarecido en 400 dólares de media para el 40% de los adultos y los préstamos estudiantiles llegan a los 1,4 billones de dólares, más que la deuda contraída con tarjetas de crédito.
c) Bancos más seguros, aunque menos rentables. El cambio regulatorio elevó la ratio de capital desde una cota algo inferior al 4% en los bancos europeos y estadounidenses en 2007 a más del 15% en 2017. En esencia, las nuevas normas exigían colchones holgados de capital y una cantidad mínima de activos líquidos. La presión regulatoria fue más dura en los primeros episodios de la crisis en EEUU; pero, con posterioridad, las exigencias se han tornado más rígidas entre los bancos europeos. De 2012 a 2017, la industria global declaró un alza de ingresos del 2,4%, frente a los repuntes del 12,3% de los meses antes de la quiebra de Lehman Brothers. La banca se queja de que su reducción de ingresos, tras años de reconversiones de plantillas y recortes de gastos, les está perjudicando su tránsito hacia la digitalización. En general, han reducido su negocio internacional.
Pero este clima regulatorio puede tocar a su fin. Trump quiere restablecer la doctrina neoliberal y prepara el derribo de la Ley Dodd-Frank, creada por Obama en 2010 con el fin de añadir supervisión y vigilancia al sistema bancario y mayor rigor normativo a una industria infectada de activos tóxicos. Las economías anglosajonas ya han mostrado su disposición a seguir la estela americana para no perder competitividad, arguyen.
d) La arquitectura financiera internacional se encuentra menos interconectada. Luego, resulta menos vulnerable al contagio. Globalmente, los bancos han vendido activos por un valor superior a los 2 billones de dólares desde 2008. Algo que deja una evidencia más que palpable: los flujos de capital transfronterizos se han reducido un 53% desde la crisis y los intercambios de inversión extranjera directa han pasado de los 3,2 billones de dólares de 2007 a los 1,6 billones de 2017.
Sin embargo, queda por saber cómo reaccionarán los bancos ante otro nuevo episodio de calado. Porque algo huele en el mercado a los meses previos a la crisis de 2008. La volatilidad reciente por el encarecimiento del crédito y del acceso a liquidez, debido al abandono de las políticas monetarias laxas en EEUU y Reino Unido, especialmente, son buenas muestras de ello.
e) Nuevos riesgos sistémicos. Los niveles de endeudamiento corporativo y la fragilidad de las divisas emergentes. El 40% de la deuda empresarial ajena a EEUU tiene nota BBB entre las principales agencias de rating, un escalón por encima del bono basura, en el que podrían caer cuatro de cada diez de ellas si la Reserva Federal sube dos puntos básicos más el precio del dinero. En total, las necesidades de refinanciación de deuda empresarial pasarán, en los próximos cinco años, de suponer 1,6 billones de dólares a 2,1 billones. Los riesgos inmobiliarios también aparecen en escena. Con mercados en ebullición en San Francisco, Shanghai o Sidney. Por si fuera poco, el aterrizaje, que aún puede calificarse de controlado y suave, del PIB chino suma tensiones. Al igual que una debacle de las criptomonedas. O tensiones geoestratégicas. El retorno al proteccionismo comercial. El incierto panorama de los movimientos nacionalistas. O la proliferación de los algoritmos, que ya han propiciado la pérdida de interés informativo por parte de los inversores sobre los valores a los que dirigir sus carteras de capital.
3.- La desigualdad social aumenta
El arsenal monetario de billones de dólares puesto en el mercado por los grandes bancos centrales para sostener el efecto dominó de quiebras de bancos evitó un credit-crunch mundial. A duras penas. Y con un elevado coste económico. Diez años después, la capacidad económica y el ritmo del comercio están todavía por debajo de sus registros de 2007.
Igual que el MSCI (antes denominado Morgan Stanley Capital Internacional) indicador que mide la evolución ponderada de los fondos de inversión por todo el mundo, permanece un 22% por debajo de su nivel de hace diez años. Aunque está marcando un ritmo alcista desconocido desde 2003. Alerta roja en los mercados. Porque el fantasma de una próxima crisis acecha ante la débil manifestación del ciclo de negocios.
La inflación brilla aún por su ausencia. Es decir, que las subidas de precios permanecen lejos de los límites que los bancos centrales emplean para encarecer los tipos de interés y que la Reserva Federal de EEUU, por ejemplo, se ha saltado a la torera al iniciar un rally alcista sin vestigios claros de presiones inflacionistas. En gran medida, la plana evolución de los precios se han debido al lento aumento de los salarios, la tecla que más y primero tocaron los responsables económicos, una vez más, para afrontar la emergencia global, y que sigue debilitando la demanda interna y retrasando las decisiones de compra de viviendas o adquisición de bienes duraderos.
La OCDE, el club de los ricos, admite que el 10% más pobre que habita en su órbita de influencia -las economías con mayores rentas per cápita y condición de economías de mercado- no serán capaces de recuperarse de la crisis ante la persistente caída de sus retribuciones. La brecha entre ciudadanos con alto poder adquisitivo y los que sobreviven bajo el umbral de la pobreza no sólo se ha ensanchado alarmantemente. Es, para la mayoría de economistas y académicos que han investigado los efectos colaterales de la crisis, la píldora más difícil de digerir para la sociedad global. Los datos son elocuentes. La ONG Oxfam afirma que el 82% de la riqueza que se generó en 2017 la atesoró el 1% de la población más pudiente. Mientras que la mitad demográfica con menores recursos vieron, un año más, reducida su fuente de ingresos. Oxfam enfatiza desde el inicio de la crisis y la instauración de la austeridad que el sistema de la economía global falla sistemáticamente. Tiene demasiadas fallas tectónicas. Entre otras, fugas impositivas, influencias insostenibles de las empresas en la toma de decisiones políticas (los lobbies del sector privado y la industria financiera, mencionan), erosión de los derechos de los trabajadores y recortes de gastos sociales masivos y generalizados. Todo ello está detrás de esta lacra universal.
Oxfam también lo interpreta desde otro punto de vista. El patrimonio combinado de los 85 más ricos del mundo es similar al que disponen el 50% con menores recursos del planeta. Es decir, que las 85 personas con mayor riqueza manejan una cantidad semejante a la que poseen 3,5 millones de habitantes. Los menos favorecidos.
El llamado coeficiente Gini es el método que determina el grado de desigualdad de rentas. Este indicador considera el nivel cero como el estado de equidad absoluta -el ideal de distribución de los recursos- mientras que el uno equivale a que una persona absorba toda la riqueza mundial. Con este barómetro, la OCDE elabora el top-ten de sus socios que más han deteriorado sus ratios de igualdad. Japón (0,336 de índice Gini) en 2018. País que se llama a sí mismo de la clase media ha visto como en el último decenio su emblemático estrato social ha reducido en dos veces su tasa de ingresos medios. Con 3,3 millones de japoneses buscando sólo empleos temporales. La tercera potencia mundial es la décima en desigualdad de la OCDE. Todavía los hay peores. Por orden decreciente, hasta el primero de esta lista negra, el que más ha empeorado su brecha, así queda el ranking.
Grecia (0,337): Su economía, sometida a evasiones tributarias a raudales y manejada con falsas estadísticas, protagonizó la mayor crisis de deuda en Europa. Necesitó varios rescates. Ahora es el país, sólo superado por México, cuya población trabaja menos números de horas al año.
España (0,338): También tuvo que acudir a un rescate -nunca reconocido por su Gobierno de la época- financiero para sanear su sistema bancario. Los salarios se congelaron e, incluso, bajaron todavía en 2014 mientras subían las tarifas eléctricas, de agua o de transporte, entre otras. Con la segunda tasa de desempleo más elevada de la UE, a pesar de la salida de casi dos millones de jóvenes con talento e inmigrantes, sus índices de precariedad laboral son alarmantes. Más del 90% de los nuevos contratos de trabajo siguen siendo eventuales.
Reino Unido (0,341): El coeficiente más alto de los últimos 30 años. Los británicos más ricos son los que controlan el 31% de la renta del país; el 10% más pobre apenas gestiona el 1% de esos ingresos.
Portugal (0,344): Pese a sus progresos. El país, también rescatado, ha recuperado los niveles de empleo y producción económica previos a la crisis. Saltándose la austeridad exigida en Bruselas, lo que le ha conducido, además, a casi igualar la renta per cápita de 2007. Su gran escollo es la pobreza estructural. Histórica y cíclica.
Los cinco con mayor desigualdad son Israel (0,376), con la mitad de las familias musulmanas en declaración de pobreza; EEUU (0,38), cuyo 1% más rico absorbió, entre 2009 y 2012, el 95% de las ganancias de la recuperación económica; Turquía (0,411), junto a Grecia, los países que más han abierto su brecha social, debido a un injusto código fiscal que sitúa la dos terceras partes de la presión impositiva sobre los impuestos indirectos, lo que pagan indistintamente, a gravamen similar, ricos y pobres. México (0,466), con la legislación laboral más dura para los trabajadores de todo el mundo, lo que se traduce en muchas horas de trabajo a cambio de salarios ridículos, y Chile (0,501), al que pasa factura el neoliberalismo de la era de Pinochet con grandes porciones de ingresos que sus ciudadanos deben destinar al pago de créditos estudiantiles o a sus fondos de pensiones privados.
Un caso clínico es el de EEUU. Más de la mitad de la clase media no está en disposición de asumir un gasto extraordinario leve, de 400 dólares al mes, sin acudir a solicitar un préstamos personal.
4.- La globalización, en riesgo de quiebra técnica
El FMI ha contabilizado 124 crisis bancarias de mayor o menor dimensión desde 1970 hasta 2007. Aunque cada vez, de mayor envergadura. En sintonía con los avances globalizadores de los mercados. Quizás uno de los mejores ensayos de esta doble quiebra, de los mercados y la globalización, que ha dado lugar a un nuevo orden geoestratégico y económico internacional, sea el de Ian Bremmer, politólogo estadounidense y experto en política exterior americana. Titulado Nosotros contra ellos (los políticos): El fallo de la globalización, no se cansa de pregonar que la errática diplomacia de la Administración Trump es una amenaza para el orden global, especialmente por los ataques a sus aliados tradicionales. Aunque, a renglón seguido, dice que la globalización, germen del populismo de derechas, es la responsable de la ruptura brusca de la aspiración clásica de las clases medias por desarrollar su trayectoria profesional e instalarse con esfuerzo y trabajo en la prosperidad. Esos estándares -resalta Bremmer- han saltado por los aires.
Por eso la derecha recalcitrante y retrógrada que posibilitó la victoria del Brexit en Reino Unido, el triunfo de Trump en EEUU o la oleada de nacional-socialismo por el Este y el Centro de Europa -también en Italia- está de enhorabuena. Porque han sabido trasladar a la opinión pública el descontento que han generado, básicamente, las elites políticas, económicas y empresariales. Al igual que líderes culturales y sociales. Incapaces de gobernar la globalización. De armar otro contrato social. Más bien al contrario, han generado el abono que han utilizado Steve Bannon y otros acólitos de las fake news.
La exaltación del patriotismo ha llegado a las tres grandes potencias. El America, first, la Madre Rusia o la Revolución Cultural del Gran Timonel chino del Siglo XXI. Son los detonantes del Nuevo Orden Global. Más gasto militar, con escalada atómica, y cambios económicos de calado con el beneplácito de sus sociedades civiles, dominadas por la censura o la post-verdad de las redes sociales y los medios de comunicación.
Bruce Kasman, economista jefe de JP Morgan, traslada este panorama al ámbito económico. La guerra comercial iniciada por este año Trump contra Europa, China y sus socios norteamericanos del Nafta y, más recientemente, a Turquía, a base de órdenes ejecutivas, “induce a preguntarse si no estamos ante el comienzo de la desglobalización”. Porque las subidas arancelarias que se están sucediendo -y que en el caso de la batalla abierta contra China ha traído consigo la idea de Trump de ampliar el encarecimiento de tarifas a bienes que importa del gigante asiático por un valor superior a los 200.000 millones de dólares, además de 360.000 millones adicionales si se contabiliza su intención de obstruir la adquisición de automóviles foráneos-, sus embestidas contra la OMC, a la que dice querer liquidar, y los intentos estadounidense, estos ya reales, de bloquear la renovación de nombramientos de los futuros jueces de la Corte de Apelaciones de esta institución, auguran, al menos, una globalización distinta. “Puede que sea prematuro hablar de una era de la des-globalización pero, desde luego, no resulta descabellado”, aclara Kasman. “La invocación de la Casa Blanca a la defensa de la seguridad nacional para justificar la subida de tarifas legitima espacios jurídicos para promover políticas proteccionistas con mayor barrera de aranceles”, asegura.
Bremmer, además, alerta contra otro fenómeno colateral, la robotización y, en general, la era de la digitalización. Esta llamada Cuarta Revolución Industrial pone patas arriba las relaciones laborales. A su juicio, y basándose en datos de la Unctad, la agencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo, esta transformación en las cadenas de valor de las empresas y en los ecosistemas de comercialización de bienes y servicios, pone en riesgo el 47% de los empleos en EEUU, el 65% de Nigeria, el 69% en India o el 77% en China. A lo que hay que unir los efectos, no cuantificados aún con rigor, del cambio climático, el riesgo de ataques terroristas o la presión demográfica. Para este politólogo, la amortiguación de estos cambios e, incluso, la oportunidad de negocios que pueden generar, pasa por políticas eficaces y activas en áreas como la mejora educativa, la formación profesional de los asalariados, la reestructuración de unos modelos de fiscalidad decimonónicos o el impulso de iniciativas público-privadas para la construcción y la gestión de infraestructuras o redes de abastecimiento y transporte. “Sólo así -advierte- se logra poner orden en el capitalismo, impulsar los mercados y gobernar la globalización”, frente a las falacias nacionalistas y el proteccionismo comercial de los neo-liberales recalcitrantes.
5.- ¿Está Europa preparada para otra crisis?
“Obviamente, debería estar alerta”, dice Lutz Jaede, socio de la consultora Oliver Wyman. Dos de cada tres empresarios la esperan en menos de tres años, según una encuesta entre directivos de grandes corporaciones. Europa es aún demasiado vulnerable. Por su sistema bancario, con riesgos latentes, inestabilidades políticas surgidas de los movimientos nacionalistas, un desapego a la digitalización, que no acaba de generar grandes multinacionales del sector, si se compara con las economías asiáticas o la estadounidense, y una reacción contraria a los proyectos de inversión a medio plazo por parte de las firmas privadas. A la espera de mejores coyunturas para los negocios.
Esas mismas voces de alarma la han emitido también expertos como el financiero George Soros. O Kenneth Rogoff, antiguo economista jefe del FMI y profesor en ejercicio de la Universidad de Harvard. Para Rogoff, “varios de los líderes europeos se niegan aún a reconocerlo, pero su status quo actual no resulta sostenible. O crean una mayor y más efectiva integración fiscal, financiera, presupuestaria y monetaria del euro o el proyecto europeo se resquebrajará”. Sin remedio. En su opinión, y a corto plazo, el escenario, incluso, invita al optimismo. Con el PIB creciendo, hasta finales de 2017, al mayor ritmo en doce años, en medio de un sólido despegue de la actividad, y el tándem Emmanuel Macron y Angela Merkel con mandatos despejados en sus respectivos países, engrasando de nuevo el eje franco-alemán y reanimando la fiabilidad del euro. Pero su suerte -explica Rogoff- está echada. Su misión es “cómo maniobrar para que el euro sobreviva y sea sostenible”. Con mayor integración o permitiendo que estalle por los aires de forma caótica. “Porque es del todo punto improbable que la divisa europea no se enfrente a un nuevo examen de resistencia en los próximos cinco o, a lo sumo, diez años; si no antes”.
De momento, impera el nein de Merkel a una agenda reformista (la de la Comisión Europea con el denominado informe Juncker), secundada por Macron, pero a la que se opone el bloque de contribuyentes netos, con los países nórdicos, Holanda y Austria a la cabeza. No desean ni oír hablar de presupuesto anticrisis, ni completan la unión bancaria con medidas de mutualización de riesgos, como los eurobonos. Ni siquiera de un ministro de Finanzas del euro o de convertir el mecanismo de rescate Mede en el Fondo Monetario Europeo. El empuje de la ultraderecha, cuyo último botón de muestra se produjo el pasado fin de semana en las elecciones suecas, en la que los Demócratas de Suecia, se convirtieron en la tercera fuerza del país, a escasos escaños de socialdemócratas y conservadores, se ha impuesto a los criterios que reclaman, con aplastante dosis de lógica, un paso decidido hacia la supranacionalidad de la UE. Más Europa, en definitiva, para abordar futuras crisis sistémicas. Económicas y políticas. La próxima -y posiblemente última oportunidad- será en la cumbre de jefes de Estado y Gobierno de diciembre. De momento, en junio, claudicó el plan Macron.
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