Entrevista a David Saavedra"La burbuja de los festivales no ha pinchado porque no hay tal burbuja"
El periodista musical David Saavedra publica la guía Festivales de España (Anaya Touring).
Madrid--Actualizado a
Festivales de España (Anaya Touring) no es una guía al uso. Podría ser una historia de los festivales de España, un libro de entrevistas a músicos sobre los festivales de España e incluso un ensayo que ilustra los factores exógenos y el clima sociopolítico de los festivales de España. Esta última aproximación al fenómeno cultural no extraña en alguien como David Saavedra (A Coruña, 1971), sociólogo de formación, periodista de vocación y una de las voces más respetadas de la prensa musical de nuestro país.
Por supuesto, Festivales de España también es una guía descriptiva que ofrece consejos prácticos para no perderse en ninguna de las grandes citas, pero el material extra hace de su último libro, profuso en fotografías, una obra de referencia en el género. David Saavedra, guionista de Un país para escucharlo (TVE) y colaborador de El País y Rockdelux, selecciona decenas de eventos entre los más de 900 que se organizan cada año, de modo que su labor como fiable prescriptor se suma a su vocación enciclopédica y completista.
Ha llovido desde la primera edición del Canet Rock en 1978. De "la invasión de la cochambre" al bienvenido, Mister Guiri.
Los festivales pioneros eran muy diferentes a los actuales. Precarios y mal organizados, se trataba de manifestaciones contraculturales que respondían a las inquietudes de la juventud emergente que despertaba a la vida, como Woodstock a finales de los sesenta. Aquí llegó con retraso, pero se juntó todo: la movida hippie, el rollo, el movimiento nacionalista catalán, etcétera. Fue un momento de liberación que provocó un colapso cultural y temporal en el que afloraron cosas que habían estado prohibidas hasta entonces.
Además de una guía, ha escrito la historia de los festivales en España.
El libro fue un encargo, porque mi editora, Laura Lopez, pensó que era el momento oportuno de hacer una guía de viajes que recomendase festivales musicales. Una vez aceptado el proyecto, lo hice mío. Además de una guía casi enciclopédica y con una perspectiva global, quise ir más allá. En cada capítulo, además de la descripción y los consejos prácticos, cuento la historia de cada evento, relacionando la música con su entorno y con el clima sociopolítico de la época en la que se fraguó. Y también incorporo entrevistas a músicos para que expliquen cómo es vivir un festival desde un escenario. Creí que así el libro le resultará más atractivo al público.
¿Hay una burbuja? Por una parte, algunos lo niegan. Por otra, Gay Mercader ya lo advertía en 2008. Tiempo atrás, en los noventa, estalló la guerra entre festivales, cuando se pujaba por las estrellas y se pagaban cachés disparatados. También empezaron a programar macroconciertos en las ciudades donde la competencia organizaba eventos. El Summercase reventó el mercado y terminó inmolándose. Vamos, que siempre se ha hablado de la burbuja.
No hay una burbuja, porque, efectivamente, se habla de ella casi desde el principio de los festivales. A finales de los noventa, surge la primera puja por un cabeza de cartel, cuando el Doctor Music, el FIB y el Festimad entraron en disputa para ver quién se llevaba a Beck. Esa práctica se hizo costumbre. De hecho, el Summercase, según sus competidores, había triplicado el caché de los artistas para quedarse con ellos en 2006, cuando actuaron New Order, Keane, Daft Punk o Massive Attack.
Desconozco si sucede lo mismo en otros países, pero aquí las guerras han sido cainitas y casi cruentas desde el comienzo. Ahora la más dura es la que se dirime entre las promotoras del Bilbao BBK Live y el Mad Cool. Ambas se contraprograman continuamente, como ha sucedido con Cala Mijas y Andalucía Big Festival. La cosa echa chispas y el Primavera Sound ya ha anunciado que el próximo año lo organizará en Madrid.
Ahora bien, la burbuja no ha pinchado, porque el Sónar se lleva celebrando desde 1994 y ha llenado en casi todas las ediciones, igual que el FIB, que ha batido récords de asistencia durante años. Primavera Sound y BBK Live no han hecho más que crecer y el Viña Rock está a tope, porque si ha sufrido alguna crisis no ha sido precisamente por la falta de asistentes. Es cierto que algunos han dejado de celebrarse, como el Summercase o antes el Festimad, pero por fallos en la gestión o desencuentros con las instituciones, no porque el público les diese la espalda.
Digamos que no ha habido grandes pinchazos en los macrofestivales. Otra cuestión es que su proliferación pueda perjudicar a los pequeños.
Las instituciones también habrían inflado la supuesta burbuja, porque toda ciudad que se precie ha querido tener su festival. Una política de grandes fastos que no asienta la cultura, pues un gran evento atrae mucho público, pero el turismo musical no crea un tejido cultural local ni beneficia al circuito de salas. Pregunto, no afirmo.
En 1992 hay un cambio y se busca la cultura de grandes fastos para atraer el turismo internacional. El Xacobeo es un ejemplo de la idea de cultura como reclamo turístico, con la construcción del auditorio del Monte do Gozo para captar a las estrellas extranjeras. Como escribió un cronista de The New York Times: "Christian pilgrims and pop stars".
O Son do Camiño no es el único ejemplo de evento apoyado con grandes inversiones institucionales, porque el Andalucía Big Festival ha recibido una polémica y millonaria subvención, procedente de los fondos europeos Next Generation, concebidos para paliar las pérdidas económicas generadas por el coronavirus.
La crítica a esta política es razonable, porque toda la pasta pública se invierte en un espectáculo que dura tres o cuatro días. Y el impacto económico que deja sobre la ciudadanía es relativo, porque el dinero va para los hoteles y para algunos bares. Además, no crea un tejido cultural y deja huérfanas de cultura a las ciudades durante el resto del año. En vez de destinar el dinero a un solo festival, se podría repartir entre los dinamizadores culturales que operan en una determinada zona de enero a diciembre.
Sin embargo, Rodrigo Caamaño, de Triángulo de Amor Bizarro, se considera afortunado por haber tocado en muchos festivales porque, gracias a ellos, "hemos podido vivir de esto". En la entrevista que le hace en su libro, diferencia entre los "artísticos y humanos" y los "ultratóxicos", máquinas de hacer dinero en manos de fondos de inversión.
Exacto, porque no podrían vivir solo de las salas. En todo caso, los festivales han perjudicado ese circuito. Hay artistas grandes y medianos que no tocan ahí porque tienen exclusividad con un festival. Mientras, el público ahorra para ir a uno o dos eventos en verano, pero luego en invierno va a menos conciertos o a ninguno. A algunos les compensa pagar más dinero y ver a diez artistas concentrados, porque ver solo a Primal Scream en Madrid a lo mejor cuesta 60 euros.
Ahora bien, a determinados niveles, lo que dice Rodrigo es cierto: los grupos que se mueven en el underground no podrían vivir de hacer giras por salas y dependen mucho de los festivales, porque además en verano es muy difícil tocar en locales.
Música, cerveza, colegas y gente como tú, el cóctel ideal para muchos festivaleros. ¿Quizás pesen menos los conciertos que la fiesta o, como se dice ahora, la experiencia?
Sí, pero no... Fui a las cuatro primeras ediciones del FIB y te encontrabas a personas como tú a las que les gustaba el indie, publicaban fanzines o tocaban en grupos, al tiempo que veías a grupos nacionales y extranjeros. Había afinidad entre la gente y un ánimo común para que el festival se consolidase.
Eso también pasó en el Sónar con la música electrónica y sigue pasando en los pequeños y especializados (mod, blues, metal…), donde pervive ese ánimo por buscar al semejante y entablar una relación con gente afín, pese a que ese objetivo se haya ido diluyendo con las redes sociales.
Desde que están de moda, hay un público que va por la experiencia o por el mismo motivo por el que viaja a los sanfermines: "Es un fiestón y hay que ir". Por otra parte, la cultura de los festivales de instagrammers, como Coachella, ha hecho que se perdiese el foco de la música y ganase el de la experiencia. De hecho, hay directores que reconocen que la experiencia del usuario es más importante que el propio cartel.
En cambio, algunos no anuncian a las bandas que tocarán, como Sinsal.
Posidonia o Ebrovisión tampoco lo hacen. El cartel es secreto porque los asistentes saben que pasarán cosas y van a la aventura. No es que la música sea secundaria, sino que das por hecho que te va a gustar y que descubrirás nuevas bandas. Sobre todo en el caso del Sinsal, hay una confianza en la labor de prescripción del programador. En cierto modo, ya pasaba en Glastonbury, que agotaba las entradas a la venta antes de difundir el cartel, porque había una garantía de calidad.
No se habla mucho de ello, pero es importante: las cifras oficiales de los festivales están amañadas. O sea, son mentira. Al Medusa Sunbeach no van 300.000 personas, sino que asisten 60.000 en cinco días. ¿Cómo va a caber tanta gente en Cullera? Sin embargo, los medios de comunicación nos lo hemos comido… El mayor aforo es el del Primavera Sound, con 80.000 personas por día, cuya presente edición me hace reflexionar sobre los motivos por los que se va a un festival. ¿Cómo se explica que un grupo como Pavement toque ante miles de personas y todo el mundo esté atento? Esa gente no pasaba por ahí, sino que ha ido por la música. Son melómanos o tienen inquietudes.
Creo que la mayoría del público sigue siendo melómano, lo que no impide que disfrutes de los otros alicientes que te ofrece un evento como el Arenal Sound de Burriana. Nadie se gasta un abono tan caro si no le interesa la música, porque para eso te vas a las fiestas mayores del pueblo.
En el libro comentas el aterrizaje de los fondos de inversión, la irrupción del big data y la ryanairización de los conciertos.
Es un modelo poco igualitario. En los noventa, el público estaba en una posición de igualdad, porque tanto daba que fueses el hijo del alcalde o el del fontanero. Todo el mundo tenía la posibilidad de acceder a la primera fila, de ducharse o de entrar y salir del recinto con libertad. Sin embargo, los festivales han evolucionado hacia la segmentación con las entradas vip. Pagando mucho más dinero, estás en una zona acotada, más cómodo, con mejor visión y con barra libre o casi. Esa segmentación cada vez es mayor y sofisticada: ya no solo hay pases vip, sino premium o megavip.
Cuanto más pagas, más derechos tienes, como acceso preferente al recinto, acampada en glampings, cambio del nombre del titular de la entrada… Vamos, el mismo procedimiento que adoptaron las líneas aéreas, que aumentan progresivamente el precio de los billetes a medida que se acerca el día del vuelo. Un montón de caralladitas que, en el fondo, son para sablearte todavía más. Porque la entrada a pelo solo te da derecho a entrar en el recinto y luego debes pagar por cada servicio adicional. En resumen, la lógica de los festivales ha ido en paralelo al turismo de masas, lo que ha provocado su ryanairización.
En 2009 hubo una manifestación ante el Concello de A Coruña por incluir en la programación del Noroeste a Raphael, quien cinco años después encabezaría el cartel del Sonorama.
Al estar organizado por el Ayuntamiento, la ciudadanía lo considera algo muy suyo. No solo tiene derecho a protestar, sino también a manifestarse, porque aquel año se programó a El Consorcio... Sin entrar en si Raphael mola o no, eso no es pop rock, un estilo que formaba parte de su nombre original: Noroeste Pop Rock. Me pareció guay que una parte de la ciudadanía, en concreto el sector roquero, se manifestase y dijese: "Con mis impuestos, ¡no!".
Los Chichos llegaron a actuar en el Primavera Sound. ¿Algunos festivales se han convertido en un atrapalotodo o ve bien que oferten artistas de diversos estilos?
No lo tengo muy claro. Sin duda es una tendencia creciente. Me parece bien que haya eclecticismo, aunque depende de cómo te lo montes. En 2004 fui al Super Bock Super Rock de Lisboa a ver a los Pixies. Tocaba Massive Attack, que me gustan, pero en medio colocaron a Lenny Kravitz y me aburrí soberanamente. En las primeras ediciones del Espárrago Rock incluían a artistas de mestizaje, hip hop, electrónica, punk o indie. Eran diferentes, aunque todos alternativos. Eso sí, todo quiebra cuando empiezas a programar a Raphael o a Dani Martín.
Algunos trabajadores han denunciado la precarización. Si hay menos mano de obra por la proliferación de festivales, ¿no deberían mejorar las condiciones laborales?
Tú mismo has hecho una pregunta que, en sí misma, ya está contestada. Eso va a la par del desarrollo de la industria turística, como sucede con las condiciones de las kellys o con la falta de camareros. Si eso sucede en hoteles de lujo de Barcelona, Ibiza o la Costa del Sol, donde los turistas pagan precios prohibitivos y los empleados son víctimas de una precariedad insultante, ¿qué pasa en los festivales? Pues exactamente lo mismo. Hace años, en Barcelona ya se quejaban de que traían a camareros de Portugal porque cobraban menos.
Este año hay una queja común: los organizadores se lamentan de que, debido a la pandemia, los técnicos y expertos en montaje y producción se buscaron otros trabajos y no han vuelto al sector. O sea, faltan trabajadores especializados, por lo que los festivales han contado con menos profesionales. Personalmente, como alguien que también sufre la precariedad laboral, me resulta hiriente que algunos eventos con subvenciones y patrocinios ingentes se quejen porque no encuentran a camareros. ¡Pues págales bien y los encontrarás!
¿Cuál ha sido su mejor y peor experiencia?
La peor la tengo muy clara. En 2017, antes de la actuación de Green Day en el Mad Cool, falleció un acróbata y no se informó ni al público ni a la banda. Fue muy poco amigable, porque aquello estaba lleno de stands, acciones publicitarias y multinacionales de dudosa moralidad. Digamos que no me encontraba muy cómodo en un lugar como ese. Me fui de allí diciendo que no volvería a un macrofestival y, de momento, no lo he hecho.
La mejor experiencia fue la primera vez que fui al Sinsal, en verano de 2014. Yo ya era una persona mayor y bastante quemada de ir a tantos eventos masivos, donde me lo había pasado muy bien. Sin embargo, encontrarme en un barquito que me llevaba a una isla donde iban a tocar grupos cuyo nombre desconocía fue maravilloso. Me sentí inmensamente feliz y muy bien tratado. Dejé de sentirme como ganado para sentirme una persona a la que colmaban con mil atenciones.
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