Chumy Chúmez, azote de curas y ricos en la castradora pesadilla del franquismo
El humorista gráfico se alejó del estilo de sus corrosivas viñetas en la novela-collage 'Una biografía', un relato onírico y crítico con la dictadura reeditado por Pepitas de Calabaza.
Madrid-
A Chumy Chúmez le cabía un editorial en un bocadillo, ansiado manjar en los tiempos del hambre, que él denunció con voracidad desde la trinchera de su viñeta. En el oficio de inventarse cada día el mundo para, al siguiente, envolver el pescado con el periódico, sus estampas trascendieron el tiempo y ampliaron su fecha de caducidad hasta la eternidad, de ahí su eco universal. De lo cómico a lo cósmico, el humorista gráfico donostiarra contó la posguerra desde el tardofranquismo y un futuro tan negro entonces como ahora desde la transición, porque cuando modelaba el ayer estaba esculpiendo el hoy.
De alguna manera, se acercaba a la inmortalidad de la pintura, que es lo que él quería ser, pintor, pues para burlar la censura debía perseguir la intemporalidad. Valga como ejemplo que, antes de irse a vivir a California, le dejó a su asistenta un paquete de viñetas para que llevase el chiste diario a la redacción. Cuando regresó a Madrid, sin confesar la ausencia, le aplaudieron su certero acierto en el retrato de la actualidad nacional. Una anécdota que también ilustra su afán viajero, un carácter más cosmopolita que el de otros coetáneos y sus atípicas conexiones, como el encuentro con Robert Crumb a principios de los setenta.
En la maleta traía la pulpa del cómic underground y el bosquejo del semanario Hermano Lobo, "maravilloso casi-plagio de la publicación anarcogálica Charlie Hebdo", como lo definió en la biografía Vida de maqueto (Algaba). Un semanario de humor, heredero ilegítimo de "la gran abuela" La Codorniz, que impulsó en 1972 junto a Forges, El Perich, Manuel Summers, Quino, Gila o El Roto, quien entonces firmaba como Ops, además de una sustanciosa nómina de firmas entre las que figuraban Francisco Umbral, Manuel Vázquez Montalbán, Cándido, Eduardo Haro Tecglen, Luis Carandell o Manuel Vicent.
Hermano Lobo terminaría zampándose a La Codorniz. En sus páginas, Chumy Chúmez regurgita una sátira social marca de la casa —una casa humilde del barrio de Atocha de San Sebastián, donde había nacido en 1927, de padre carpintero y madre bordadora, ambos emigrantes— y prolonga una guerra de guerrillas contra el capitalismo y el imperialismo, entre otros ismos, de ahí que la izquierda lo pusiese bajo sospecha. Y, por supuesto, contra la dictadura y sus estamentos, fuesen militares, curas, ricos, burgueses o ese señor de levita, bigote y chistera a lomos de un desgraciado.
Manuel Vicent, en una reciente columna en El País, califica al entonces "mejor humorista español" como un "mito de la oposición democrática". Sin embargo, tras la encamada muerte de Franco, el "feroz expresionista de rasgo animal" provoca o juega al despiste. "Nadie acertaba a decir si era rojo, ácrata, de izquierdas, de derechas, anarquista o reaccionario. Sus viejos admiradores no acertaban a meterlo en su casillero, puesto que había comenzado a dar leña a ambos bandos", recuerda el escritor valenciano. "Parecía un genio sin convicciones, o tal vez las tenía todas y más allá del bien y del mal era sencillamente un demócrata airado".
No cabe duda de que sus viñetas eran el campo de batalla de la lucha de clases —y él siempre estaba con el oprimido, si bien cuando el armario franquista comenzó a orearse también le atiza a los progres—, pese a que la paradoja desbordaba el recuadro: Chumy Chúmez concebía el humor como un vehículo destructivo y apuntaba hacia los de arriba, aunque quizás aspiraba a vivir en un piso superior al que le había tocado por cuna. "Ojo, él no dudaba y tenía muy claro quién era el enemigo", matiza Santiago Aguilar, prologuista junto a Felipe Cabrerizo de Chumy Chúmez. Una biografía (Pepitas de Calabaza).
Sin embargo, sus viñetas traslucen de algún modo que anhelaba vivir como un rico. Y en el citado libro ilustrado, publicado originalmente por Fundamentos en 1973 y ahora reeditado por la editorial logroñesa, perfila a ese niño pobre y sumiso, alérgico a la caridad buenista, que ambiciona la felicidad de los "bien nutridos", aquellos que lo tienen todo, "los victoriosos de la vida", a los que él solo puede acercarse para servirlos. "Tantos deseos miserables me pervertían, porque eran los sueños infecundos de la pobreza envidiosa. Quería ir a caballo y perseguir a todos los que habían sido mis superiores hasta entonces", escribe.
Santiago Aguilar subraya que las ansias responden a esa "cosa ácrata" que impregna a tantos humoristas, como Miguel Mihura, fundador de La Codorniz, "que se tildaba a sí mismo de anarquista burgués". Si Pepitas de Calabaza ha buscado desempolvar a un autor que no ha sido reivindicado como se merece, pero sí encasillado en un compartimento que no le corresponde, el prologuista de esta novela-collage deja claro que "el problema de Chumy son sus últimos años", cuando ejerce de tertuliano. "Le pasó como a Summers, aunque la evolución del cineasta fue más bestia porque siempre había sido un individualista".
Él mismo se lo explicó a Julio Rey durante una entrevista en El Mundo: "Yo he estado en el diario Madrid y decían que era del Opus. En El Alcázar, y me llamaban fascista. Y luego en Triunfo y fui izquierdoso, y otra vez facha por hacerlo en ABC y otra vez de izquierdas por colaborar en El Independiente. Y siempre hacía el mismo tipo de humor". Tan negro que entronca con el tenebrismo español. Un perdigonazo surrealista que impacta en un neorrealismo ibérico de bocas vacías y estómagos llenos, dos Españas que supo retratar desde una ironía de la que tantos bebieron y algunos se emborracharon.
Hasta aquí, un esbozo del chaval que quería ser pintor y estudia Comercio por imposición de su padre, trabaja en el Instituto Nacional de Previsión, se matricula en la Escuela de Artes y Oficios y, tras el beneplácito de Álvaro de Laiglesia, deja atrás San Sebastián para colaborar en La Codorniz. "En cuanto puede, abandona su puesto de funcionario y se viene a la bohemia de Madrid", comenta Santiago Aguilar, quien recuerda que se quejaba de que su casa familiar era "invivible" porque el padre —"carpintero, aunque se daba pomposamente el título de ebanista"— era sordo, pero muy ruidoso.
Ya en la capital, mientras cumple con su cita puntual con los lectores, se pasa tres años recopilando grabados publicados en revistas clásicas y otros dos cortando y pegando los recortes con los que hará los collages que ilustran Una biografía. Un andamiaje decimonónico que podría desorientar al lector, ya que tras su homenaje a los artistas de finales del siglo XIX y principios del XX está presente la guerra civil, sus consecuencias y la opresiva atmósfera franquista. Pese a que algunas ilustraciones podrían pasar por originales, en realidad algunas están compuestas por una decena de láminas superpuestas.
La obra, de una belleza incuestionable, parece alejarse de la inmediatez de sus viñetas, pues Chumy Chúmez engarza a través de los trabajos de los grabadores de La Ilustración Española y Americana, La Ilustración Artística o La Ilustración Ibérica un relato onírico, freudiano y surrealista, que ya preludia el feto de la portada del libro que nace de un útero que es cabeza, como el parto de un recuerdo, donde el humorista gráfico anticipa el género de la autoficción. El análisis de Una biografía se antoja complejo, porque más que una historia de vida es la crónica de un nacimiento, una muerte y una resurrección, la quimera de lo que fue la castradora pesadilla del franquismo.
De ahí las explicaciones del editor y del propio autor en la edición original: "Para representar los sueños de su falsa biografía, el autor ha destrozado —con lágrimas en los ojos— cientos de libros y de revistas, ha destruido el mundo de realidad de los artistas-fotógrafos de entonces y ha ordenado el viejo mundo fragmentado para crear su mundo propio a través de una técnica narrativa que está entre lo naíf, Urrabieta-Vierge, los collages clásicos y los cómics". Sin embargo, Santiago Aguilar destaca que, frente a Max Ernst, el donostiarra evidencia "la voluntad de construir un relato, por muy derivativo que sea, una osadía increíble en 1972".
Si las viñetas de Chumy Chúmez reflejan su obsesión por la muerte, en esta "pura ficción" la parca es una constante. "Fueron años de felicidad inolvidable para los que entonces éramos niños. Saltábamos sobre los charcos de sangre para salpicarnos unos a otros y coleccionábamos ojos que arrancábamos a los muertos que se quedaban tiesos en las esquinas", escribe en Una biografía, fragmento que remite a Yo fui feliz en la guerra. También aprovecha el luto para cargar contra los ricos, quienes, en "una caridad sin límites", organizan banquetes tras la explosión en una mina mientras que las viudas, sin maridos ni pensiones, solo reciben el consuelo de "las ropas destrozadas" y "un plus para los zurcidos".
En el catálogo de la exposición que le dedicó el Centro Cultural Conde Duque de Madrid en 1999, su colega Máximo asegura que en los collages está "con las tripas al aire y el corazón bajo el abrigo, en la acometida de belleza más implacable y tierna y sensual y sarcástica que vio el humor gráfico en muchas décadas". Cuatro años después, Forges le dedica un obituario en El País donde lo califica como "el mejor pintor de todos los dibujantes de humor de los últimos sesenta años [...], hermano de Solana, hijo de Zuloaga, nieto de Goya, discípulo de Picasso, compañero de cole de Mingote y maestro de todos nosotros", cuya obra era un espejo donde los franquistas se veían reflejados.
En Una biografía, Santiago Aguilar cree que "lo que está contando en realidad es la historia de una madre y un hijo, así como la de un país". También subyace una "relación cotidiana" con la muerte y un poso freudiano, sin perder su conciencia de clase y en paralelo a su ataque irónico contra los poderosos, explica el coautor, junto a Felipe Cabrerizo, del libro La Codorniz: de la revista a la pantalla (y viceversa), editado por Cátedra. "Ya había algunas cosas similares en Triunfo, pero los experimentos eran menos radicales y con un tono humorístico menos cáustico y negro".
"Él decía que el gran problema era que su padre hubiese sobrevivido a la guerra civil, porque no pudo casarse con su madre, que es lo que habría querido, porque la adoraba", añade el director de las películas Justino, un asesino de la tercera edad, Matías, juez de línea y Atilano Presidente, la trilogía firmada por La Cuadrilla, el tándem cinematográfico que formó con Luis Guridi. Además de la estrecha relación con su progenitora y las tiranteces con su padre, la muerte es una constante en sus viñetas, insiste Santiago Aguilar, quien lo califica como un "pesimista vital" que se ve superado por el escepticismo.
"Hipocondríaco, cada achaque que tenía lo sacaba de sus casillas", añade el prologuista, quien apunta que además de denunciar la represión sexual católica, que inocula un sentimiento de culpa, también atenta contra "el tabú en general", incluido el incesto. "Una biografía es una lectura de lo que ha sido la historia de España, aunque su gran habilidad no es intentar buscar una referencia inmediata, sino universal. Supone un ejercicio de libertad suprema para consigo mismo, donde rebasa todos los límites del humor y no se pone ninguna barrera", explica Santiago Aguilar, quien destaca que "las didascalias casi son un discurso daliniano, paranoico y crítico, donde la conciencia fluye libremente al margen de lo que está bien o mal".
Una alegoría de la dictadura armada con retazos gráficos de tiempos pretéritos, por cuyas rendijas penetra la luz de un mundo nuevo, acaso la transición. Para muestra, veamos lo que cuentan algunas didascalias, esas notas a pie de viñeta: "Después de los sueños me despertaba en el redil donde vivíamos como ovejas con piel y corazón de ovejas. Nos enseñaban las cuatro reglas aritméticas y las doscientas reglas obligatorias para la salud del cuerpo, del alma y de la patria"; "En mis tiempos, los corchetes de la moral vigilaban hasta las abluciones más íntimas por temor a que se confundiese el pecado con la higiene"; "Eran años difíciles para todos. Solían entonces los ángeles llevar las vírgenes al cielo entonando entre los dientes canciones de Machín. Betty Grable nos decía que al otro lado del mar se vivía con las tetas sueltas. Que los sueños, sueños son".
Aunque las loas de sus compañeros permiten hacernos una idea de su arte, Santiago Aguilar se niega a catalogar su grafismo como sencillo y lo considera "el mejor dibujante de la generación de La Codorniz, por potencia, calidad y definición del dibujo, que iba más allá del registro humorístico". El editor Jesús Egido, en el prólogo de Humores que matan (Reino de Cordelia), recalca que "practicó un tipo de chiste radicalmente opuesto, con malevolencia. Y no porque fuera un ser agresivo y depravado —por utilizar sus propias palabras—, sino porque para él esa agresividad era sinónimo de libertad".
Antisistema y antiayanqui, el pintor de ese "país parodisíaco" que es España también fue un antinacionalista. "Maqueto es a euskaro como euskaro es a x, es decir, a Inglaterra", comentaba en Vida de maqueto en lo que suponía una crítica al empresariado vasco, "que necesitaba mano de obra barata", y al "imperialismo inglés, que también andaba haciendo de las suyas por Huelva y sus minas". Luego, concluye: "Pasaron los años, que suelen pasar con el tiempo, y los trabajadores del Sur empezaron a sobrar. Fueron sustituidos por máquinas que fabricaban otras máquinas que fabricaban otras más rápidas e inhumanas, y así sucesivamente".
Santiago Aguilar cree que ahí conecta con el clásico de Jonathan Swift Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al público, donde plantea que los campesinos irlandeses que no pueden alimentar a sus hijos los ofrezcan a los terratenientes para que se los coman. Una biografía también ronda esa idea, del mismo modo que sus viñetas se mofaban del discurso identitario, como aquella en la que enfrenta a dos hombres, donde uno pregunta "¿Nacionalidad?" y el otro responde "Pobre".
Al margen de Una biografía, que encierra algunos de sus leitmotivs, podríamos concluir que sus temas recurrentes fueron la muerte, el poder, la burguesía, los oprimidos, la injusticia o las relaciones de pareja. No figura entre ellos una de sus aficiones, el flamenco, aunque podría haber llevado al cine —recordemos que dirigió dos películas y un mediometraje— algunas de sus anécdotas vitales, como aquella disparatada road movie protagonizada por José Menese: el humorista gráfico, por intermediación de Francisco Moreno Galván, llevó de paquete en su Vespa al cantaor iquierdista ¡desde Puebla de Cazalla hasta Madrid! Como decía Chumy Chúmez, "en realidad el destino del hombre es sacarle un poco de jugo a la nada".
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