Opinión
Mayotte y el espejismo de la descolonización (I)
Por Itxaso Domínguez
Profesora de relaciones internacionales en Sciences Po Paris y de geopolítica de Oriente Próximo en la Universidad Carlos 3 de Madrid
En 2024, la visión dominante sobre la colonización parece estar en gran parte reducida a un fenómeno del pasado. Las antiguas potencias coloniales se presentan a sí mismas como superadoras de su legado imperial, insistiendo en que la colonización ha quedado atrás. Sin embargo, las realidades de los llamados ‘territorios de ultramar’, aquellos que continúan bajo la soberanía francesa, contradicen esa narrativa. Lejos de ser territorios totalmente descolonizados, estas regiones siguen experimentando formas complejas de dominación política, económica y cultural que son fácilmente identificables como una extensión del colonialismo clásico a pesar de insertarse en un mundo aparentemente (post)colonial. Esta narrativa se ve además desmentida por las realidades de las comunidades racializadas que, lejos de experimentar una verdadera integración, siguen enfrentando discriminación estructural y marginación. En lugar de reconocer estas demandas como una manifestación de los legados coloniales aún vigentes, las quejas de estas comunidades son frecuentemente vistas como una cuestión de integración imperfecta o, incluso, de falta de adaptación.
Un claro ejemplo de este enfoque se puede observar en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024, donde se proyectó una imagen de unidad y progreso, mientras se ignoraron o instrumentalizaron las luchas y las voces de los descendientes de los colonizados. A nivel internacional, la inacción o, en ocasiones, la complicidad de Francia en el genocidio palestino refleja cómo el colonialismo, lejos de haber quedado atrás, sigue siendo una fuerza activa tanto en el ámbito simbólico como material. Estos ejemplos evidencian que el colonialismo no solo persiste en el pasado, sino que sigue estructurando las relaciones internacionales y la política global en 2024.
Francia se esfuerza por proyectar la imagen de una nación republicana que promueve la igualdad, la fraternidad y la libertad para todos sus ciudadanos, sin importar su origen geográfico o cultural. No obstante, esta imagen se ve seriamente empañada cuando se observan las condiciones en lo que hoy un cada vez mayor número de personas denomina, sin tapujos, colonias. La transformación de los territorios coloniales en territorios de ultramar, y con ello el reconocimiento de estos territorios como parte integral de la nación francesa, no tuvo un impacto significativo en las condiciones sociales y económicas de sus habitantes, sino que más bien perpetúa la invisibilización y la opresión. Este fenómeno demuestra que la descolonización formal, el proceso por el cual las naciones colonizadas obtuvieron su independencia, no significó una emancipación total de las estructuras coloniales que todavía permean la relación entre la metrópoli y sus (ex)colonias (Rémi Carayol habla de ‘departamentos colonias’), en lo que respecta tanto a las cuestiones domésticas como a las relaciones exteriores de países como Francia.
El 'continuum colonial': Una realidad persistente
El concepto de continuum colonial propuesto por el autor Léopold Lambert es central para entender cómo las jerarquías coloniales siguen operando hoy en día, mucho después de que se hayan formalizado los procesos de independencia. El término hace referencia a la continuidad entre las prácticas coloniales del pasado y las realidades actuales de racismo estructural, explotación económica y violencia institucionalizada que afectan a las poblaciones de las excolonias. Según Lambert, la colonización no fue un fenómeno aislado que terminó con las independencias, sino que dejó una huella indeleble que sigue marcando las relaciones entre la metrópoli y los territorios colonizados.
Este concepto es clave para comprender las tensiones actuales en lugares como Mayotte y Nueva Caledonia. En el caso de Mayotte, la reciente devastación provocada por el ciclón Chido, (este artículo no es el lugar para ello, pero la emergencia climática puede estar relacionada con la intensidad del mismo), pone de manifiesto las condiciones de abandono y vulnerabilidad que experimenta esta isla. Cuando el presidente Emmanuel Macron visitó Mayotte, se enervó ante las quejas de los habitantes exigiéndoles que estuvieran contentos de estar en Francia, ya que si no fuera así, la situación sería todavía peor, dejando claro por qué no es baladí hablar del complejo de ‘white saviour’. Por si esto fuera poco, el lunes 16 de diciembre, el flamante primer ministro galo François Bayrou prefirió desplazarse a Pau, la ciudad de la que es alcalde, para presidir un consejo municipal, que desplazarse al archipiélago para dejar claro que la tragedia humanitaria es una prioridad para París. Esta y otras respuestas del gobierno francés al desastre en Mayotte están siendo claramente insuficientes, lo que muestra no sólo una clara falta de compromiso con las necesidades de este territorio, sino un auténtico desdén hacia sus habitantes. Este tipo de indiferencia ante los desastres naturales refleja un patrón más amplio de desinterés por la justicia social en los territorios coloniales, lo cual es una manifestación clara del continuum colonial que persiste en el tiempo.
No es descabellado considerar que Francia es, en última instancia, responsable de la catástrofe que ha azotado Mayotte, un territorio que pasó a formar parte de la República Francesa en 1841, no por una preocupación genuina por el bienestar de sus habitantes, sino con el objetivo de controlar el comercio en un espacio marítimo de vital importancia para sus intereses geopolíticos. Durante décadas, los mahoreses, una población mayoritariamente negra y musulmana, fueron sometidos a una colonización silenciosa en la que no tuvieron voz ni poder en las decisiones que afectaban a su territorio. A pesar de ser considerado un departamento francés desde 2011, Mayotte sigue siendo el territorio más empobrecido de Francia, y la situación de su población sigue siendo una de exclusión y marginación. La infraestructura deficiente, la escasez crónica de recursos y la pobreza estructural son solo algunos de los problemas que la isla enfrenta.
En los últimos años, la inflación desmesurada ha exacerbado una situación ya insostenible, sumiendo a la población en una precariedad aún mayor. El sistema de salud es desastroso, y el acceso a recursos básicos como agua o electricidad es altamente limitado, lo que pone en peligro la supervivencia diaria de los habitantes. A esto se ha añadido una explosión de migración proveniente de las Islas Comoras, antiguas colonias francesas, lo que ha llevado al gobierno francés a negar el derecho al ius soli en el territorio, rompiendo con el principio de igualdad que la República Francesa proclama. Esta actitud refleja una total indiferencia hacia la situación de los inmigrantes, la mayoría de los cuales son comorianos, muchos de ellos niños, y que han muerto por miles y sin que aún exista una cifra oficial. El hecho de que muchos de estos fallecidos sean considerados migrantes sin papeles parece haber influido en la falta de atención y recursos que el gobierno francés ha brindado a este contexto, tanto antes como después del paso del ciclón. Es particularmente irónico que el ciclón haya destruido muchos de los bidonvilles que estaban en el punto de mira de los ministros del Interior franceses, cuyas políticas, sustentadas por discursos profundamente racistas, buscaban erradicar esos asentamientos informales sin atender a las necesidades humanas que los generaban.
Y es que la violencia estructural que caracteriza la relación de Francia con sus territorios de ultramar es una forma directa de (neo)colonialismo. Los habitantes de Mayotte, como muchos otros en las islas del Pacífico y el Caribe, continúan siendo víctimas de un sistema que no solo los despoja de recursos, sino que también refuerza un modelo de exclusión social que tiene sus raíces en la colonialidad. El mismo proceso de racialización que existió durante la era colonial sigue funcionando hoy en día. Algo que es importante recalcar en este sentido es que, en este caso concreto, los mahoreses sí que han declarado querer continuar siendo ciudadanos franceses - en igualdad de condiciones, claro está.
El continuum colonial también se manifiesta de manera palpable en la forma en que se gestionan las demandas de autodeterminación y los derechos políticos en los territorios de ultramar, especialmente en aquellos donde persisten luchas por la soberanía y la autonomía. Un ejemplo claro de ello es Nueva Caledonia, donde la población kanak ha mantenido una lucha constante por su autodeterminación, enfrentándose a la intransigencia del gobierno francés. Desde hace décadas, los kanak reclaman su derecho a decidir su futuro político, una demanda que ha sido sistemáticamente ignorada por las autoridades galas. A pesar de los acuerdos firmados en 1998, como los Acuerdos de Nouméa, que prometían un proceso gradual hacia la independencia, varios acontecimientos recientes dejan claro que Francia sigue queriendo ejercer una influencia determinante sobre el territorio, sin permitir una verdadera autonomía para los pueblos originarios.
La ‘crisis’ política que estalló en Nueva Caledonia durante la primera mitad de 2024 es un reflejo claro de esta tensión entre la voluntad popular de los kanak y el control centralizado de París. En ese contexto, el gobierno francés intentó imponer una reforma constitucional que ampliaba el cuerpo electoral del territorio, lo que se percibió como una forma de ingeniería demográfica destinada a diluir el apoyo a la independencia kanak. Este intento de modificar las reglas del juego electoral fue rechazado rotundamente por la población local, que organizó movilizaciones pacíficas durante seis meses en contra del proyecto. Sin embargo, el gobierno francés, lejos de abrir un espacio de diálogo, persistió en su intento de imponer la reforma, lo que desembocó en varios días de disturbios y violencia en las calles. Ante la escalada de las ‘tensiones’ (palabra que, como sabemos, constantemente se utiliza para justificar mayores niveles de opresión), el gobierno de París declaró el estado de emergencia y envió tropas a la isla, priorizando ‘restaurar el orden’ antes que iniciar cualquier proceso de negociación.
Este enfoque, que subraya la necesidad de disciplinar a los ‘sauvages’ (como históricamente se referían a los pueblos colonizados), por parte de un gobierno que, con un aparente desdén, considera que sabe qué es lo mejor, es una clara manifestación de las continuidades coloniales. Además, el gobierno francés justificó su intervención apelando a los temores sobre influencias extranjeras en la causa kanak, minimizando de nuevo el derecho legítimo de los pueblos indígenas a determinar su propio futuro. Aunque los acuerdos de Numea de 1998 establecieron, al menos sobre el papel, un proceso gradual hacia la independencia, la reciente intensificación de la represión muestra cómo Francia sigue ejerciendo una influencia política directa, sin permitir una verdadera autonomía. No se debe olvidar que Nueva Caledonia sigue siendo un territorio autónomo inscrito en el marco de los territorios a descolonizar por las Naciones Unidas, lo que subraya la falta de un proceso real y efectivo de descolonización, y demuestra cómo las dinámicas coloniales siguen presentes en las decisiones políticas de París.
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