Opinión
Elon Musk o el capitalismo frente al espejo
Por Miquel Ramos
Periodista
Elon Musk no tiene suficiente con ser el hombre más rico del mundo. Le gusta ser el protagonista de la historia, acaparar atención, provocar, exhibir sus odios, jugar a ser Dios. Quien hasta hace poco era caricaturizado como un caprichoso niño grande, rico, excéntrico y soberbio, se ha lanzado últimamente a la arena política global con su red social y su fortuna como principal arma, y ha empezado a inquietar a varios gobiernos occidentales al apoyar abiertamente a las respectivas extremas derechas. El magnate lleva tiempo reproduciendo insistentemente sus bulos y sus discursos de odio, y ha emprendido una campaña de deslegitimación de las democracias liberales y de sus gobernantes, que, por otra parte, son quienes han permitido que personajes como él tengan hoy el poder de asaltarlas con su fortuna.
El multimillonario goza hoy de un inédito foco mediático tras la victoria de Donald Trump y su inclusión en el Departamento de Eficiencia Gubernamental del nuevo gobierno de los EE. UU., tras haber sido un activo clave en su campaña. Aunque ya se había colado en los debates políticos recientes desde que adquirió la red social Twitter, la rebautizó como X y la convirtió todavía más en un pozo de odio y desinformación en la que participa activamente marcando agenda y promocionando determinadas figuras políticas y mediáticas de la extrema derecha global. El hombre más rico del mundo se ha metido de lleno en un juego cuyas reglas no ha inventado él, y del que participan también los que hoy hacen aspavientos ante su entrada a la partida.
El magnate lleva tiempo lanzando guiños a todos los líderes de la extrema derecha, con especial atención a Alternativa por Alemania (AfD), que podría lograr unos resultados inéditos en las elecciones del próximo mes de febrero. Musk anunció que entrevistaría a su lideresa, Alice Weidel, al mismo tiempo que insultaba al canciller Olaf Scholz y al presidente del país, Frank-Walter Steinmeier. El multimillonario se ha metido también de lleno en la política del Reino Unido, rescatando una historia de abusos sexuales de hace diez años para atizar su habitual racismo, y defendiendo al ultraderechista Tommy Robinson, un agitador con numerosas causas judiciales a sus espaldas. El uso de la desinformación, todavía hoy prácticamente impune, es su herramienta favorita. Visto esto, las extremas derechas que todavía no han sido bendecidas por Musk se esfuerzan por llamar su atención y esperan a que algún día, el dueño de Tesla les dé un empujón en alguno de sus tuits.
El pasado lunes, el primer ministro británico Keir Starmer y el francés Emmanuel Macron salían a la palestra contra Musk, arrogándose la legitimidad democrática de su cargo y alertando de la injerencia del magnate en las políticas de sus respectivos países. “Debemos conseguir una agenda de defensa de la democracia”, reclamaba Macron, al mismo tiempo que alertaba sobre el poder creciente de las multinacionales tecnológicas, a las que cree capaces de condicionar gobiernos e incidir perversamente en el debate público. Hablaba el francés de una nueva “internacional de reaccionarios” que representa a “grandes intereses financieros privados”, como si esto fuese una novedad en el capitalismo, en Occidente o en su propio país. O como si Occidente no hubiese sido históricamente parte de muchas y más brutales injerencias en otros países para instaurar o destituir gobiernos y condicionar políticas.
Macron sabe que esa internacional reaccionaria es hoy más poderosa que nunca gracias a políticas como las suyas y las de muchos de quienes hoy alzan la voz contra Musk. Y que este no hace nada que ellos no hayan hecho antes en otros momentos y en otros escenarios. Lo mismo que Christian Lindner, líder del Partido Liberal de Alemania (FDP) y exministro de Finanzas, quien también criticó a Musk por “provocar el caos”. Ambos son parte de un sistema donde el capital, las grandes fortunas, siempre han condicionado gobiernos, políticas y debates públicos. Donde las políticas económicas y exteriores de sus respectivos países han tenido efectos devastadores en otros. Son, además, parte de esos políticos que han decidido competir, que no combatir a la extrema derecha que hoy usan como espantajo, comprando sus marcos, sus propuestas, su lenguaje y sus recetas. Legitimándola e incluso pactando con ella antes que con las fuerzas progresistas. Ahora, unos outsiders amenazan con colarse en la fiesta y ser los protagonistas, y eso es en realidad lo que no les gusta, más que lo que proponen, que, en parte, ya están aplicando.
Musk no es ningún elemento extraño al modelo que entre todos los países capitalistas han ido construyendo. El sudafricano ha amasado tal capital y, por extensión, tanto poder porque el sistema se lo ha permitido. Igual que hacen muchas otras grandes fortunas y multinacionales que, aunque no tengan una cara visible tan sedienta de protagonismo, influyen igualmente en muchos aspectos de las políticas de los países y, por extensión, en nuestras vidas. Por esto, las alertas de Macron y de otros tantos políticos, periodistas y supuestos demócratas militantes ante el fenómeno Musk sugieren que el problema no es tanto la injerencia en sí, sino el descaro con el que se ejerce, y la posibilidad de perder las riendas de la gestión.
Nada de lo que dicen Musk y los ultraderechistas a los que promociona está lejos de lo que aplican quienes hoy alertan sobre esta ofensiva reaccionaria. El discurso racista del magnate y de sus patrocinados, su principal reclamo hoy, es la cruda ostentación y reivindicación del racismo estructural que existe, igual que el capitalismo sin límites, cada vez más real que distópico. La ultraderecha pide que sea todavía más cruel, más evidente, que se ejerza con más orgullo. Más darwinismo social, más deportaciones, más machismo, más segregación, más supremacismo, más islamofobia, menos servicios públicos, más miedo y menos derechos. Acelerar un proceso que ya está en marcha, y ejecutarlo sin vergüenza, sin ‘buenismos’, sin concesiones.
Los gobernantes actuales tan solo detestan esto en su retórica. En la práctica, todo el engranaje funciona en esta dirección, sin necesidad de que gobiernen los ultras. Solo que queda mal decirlo y más todavía admitirlo, y ante las evidencias, siempre suena el ‘podría ser peor’ o el ‘al menos no gobierna la ultraderecha’. El proceso que hoy identificamos claramente con Trump, Milei, Musk y sus réplicas lleva tiempo fraguándose internamente en las casas del liberalismo, el conservadurismo y la socialdemocracia. La gestión de todos los gobiernos de estos signos se ha cuidado mucho de no enfadar a los grandes capitales, temerosa de aplicar más impuestos a quienes más tienen, de legislar en contra de sus intereses, o de reforzar derechos y servicios públicos cada vez más precarizados. Y es que, quién sabe, quizás esos ministros acaben algún día en algunos de los consejos de administración de esas empresas.
Explicaba ayer en Público la periodista Alejandra Mateo en qué consistía un nuevo engendro ultraderechista llamado NRx, o Ilustración Oscura, que promueve gobiernos tecnócratas ultracapitalistas alejados todavía más de cualquier responsabilidad social. Una supuesta distopía que ni es ajena ni lejana a lo que llevamos décadas viviendo en el modelo capitalista actual, en el que los servicios públicos se precarizan a conciencia y el llamado Estado del Bienestar está prácticamente en descomposición. En este proceso hay muchos más responsables de los que nos pretenden hacer creer, ya sea por sus renuncias, sus traiciones o sus complicidades. Por eso, Musk y la nueva ola reaccionaria que cabalga han venido a terminar el trabajo, no a proponer nada que no llevara ya tiempo viéndose en el horizonte.
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