Opinión
El cine generado por IA quiere su espacio
Por David Bollero
Periodista
La aceptación de la Inteligencia Artificial (IA) generativa es una cuestión de generación en su más amplio conjunto de acepciones, ya sea referido a la calidad en la producción del contenido o en la década en la que hayas nacido. Esta afirmación cobra aún más sentido en un arte como es el cine, donde los filtros de calidad se mezclan con el romanticismo por lo humano, por la imperfección tan real como la vida misma. Fui consciente de ello tras visionar la última batería de cortometrajes de animación generados por IA que ha lanzado el fabricante chino de televisores TLC.
Este tipo de producciones desarrolladas íntegramente por un ordenador tienen su público y TCL lo sabe muy bien. Lista para poner toda la carne en el asador, la compañía asiática se propuesto capitalizar sus producciones de IA a través de la publicidad que insertará en un servicio de televisión gratuito llamado TCL+.
Para el lanzamiento de su estrategia, el pasado mes de noviembre realizó un pase privado de sus cinco primeras producciones y escogió como escenario para ello el Chinese Theater donde tiene lugar la gala de los Oscar. Vaya por delante que este espacio es propiedad de TCL en esa dualidad de amor-odio, casi paranoica, que mantiene EEUU con China. Ya es posible ver estos cortometrajes realizados con herramientas de IA como Nuke, ComfyUI o Runway, y juzgar por uno o una misma.
Personalmente, quedo fascinado por la calidad de las imágenes y, muy especialmente, de los escenarios, trayéndome a la cabeza reminiscencias de los primeros videojuegos realísticos o, por ser más precisos, de las animaciones que se realizaban para promocionarlos. En cierto modo es inevitable acordarse de aquel sonado fiasco que fue Final Fantasy (2001) y que abrió camino en la producción de películas realistas generadas por ordenador. La diferencia respecto a las producciones de TCL Film Machine es que en aquellas la intervención de personas, de profesionales de la animación era mucho más intensiva, como años antes habían sido necesarios para la pionera Toy Story (1995), que fue la primera película animada completamente elaborada en ordenador.
El denominador común de las películas generadas por IA respecto a Final Fantasy es que los personajes no calan. A pesar de las notables mejoras que ha introducido la IA respecto a las técnicas que se emplearon más de dos décadas atrás, la expresividad de las personas hace aguas, sobre todo en sus rostros; incluso sus movimientos son torpones, faltos de fluidez.
Ya sea en la comedia romántica Next Stop Paris o en la perturbadora The Slug (una revisión de la kafkiana La Metamorfosis, en la que una mujer termina convirtiéndose en una babosa), sus personajes tienen momentos en los que su artificialidad le extrae a uno o una de la película… o, al menos, a mí, que pertenezco a una generación en la que, a pesar de haber estado pegado a los últimos avances tecnológicos, se nos resiste el abandono de la imperfección y la naturalidad en el cine.
No es que uno no aprecie la calidad de los efectos especiales por ordenador pero, en cierto modo, se extrañan determinados maquillajes cuestionables, explosiones de maquetas o carreras de vagonetas de mina de Playmobil. Ustedes ya me entienden. Quizás por eso –y por razones meramente nostálgicas- la última película de Bettlejuice ha tenido más éxito en boomers que en la generación Z.
Las nuevas generaciones, en cambio, pueden llegar a ser mucho más permisivas que las antecesoras a la hora de aceptar que falte expresión en los ojos o que los personajes muevan los labios como en una película mal doblada. Más allá de que, además, uno de los dispositivos más comunes de visionado es la pequeña pantalla del móvil, centran su atención en el argumento o, efectivamente, en el resto de los aspectos técnicamente impecables. Para un determinado público, hoy por hoy las películas creadas con IA generativa les satisfacen y negarlo sería caer en el error de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Asumida esa realidad y consciente de que la evolución de esta tecnología se encuentra en sus primeros estadios, no me cabe la menor duda de que todas las carencias en los personajes humanos que se perciben ahora se esfumarán. ¿Será entonces una amenaza real para el cine con personas de carne y hueso? Nadie tiene una respuesta acertada a esa pregunta; sólo deseos y el mío, claro está, es que no.
Personalmente, detestaría un cine generado íntegramente por IA; cosa bien distinta es si introducimos el matiz de cine ‘impulsado’ por IA. Con todo, hay consideraciones que no pueden obviarse, cómo la eliminación de puestos de trabajo o las infracciones de derechos de autor. Consideraciones, de hecho, que deberían tener peso específico a la hora de apostar o no por este cine. En el primero de los casos, quienes impulsan esta nueva industria de cine generado por IA afirman que, a pesar de ésta, siguen siendo necesarios animadores, expertos en efectos especiales, editores, etc. pero los sindicatos del mundo del cine están en guardia. Y nos les faltan motivos.
Respecto al segundo, el problema reside en que para que una IA genere contenido ha tenido que ser entrenada previamente por millones de datos, en este caso, audiovisuales, con el consiguiente riesgo de que lo generado posteriormente guarde demasiadas similitudes. Precisamente esta semana ha vencido el plazo de aportaciones sobre el proyecto de Real Decreto para regular la concesión de licencias colectivas ampliadas para la explotación masiva de obras y prestaciones protegidas por derechos de propiedad intelectual para el desarrollo de modelos de IA.
El grueso del sector creativo se ha opuesto a la medida por considerar que el resultado será la expropiación ilegal de los derechos de autor, sentando un peligroso precedente que podría replicarse en otros países. Expertos en la materia, como el colectivo Arte es Ética, sostienen que “todos los modelos actuales de IA generativa, con independencia de si generan texto, imágenes, audio o video, han sido entrenados con material protegido por derechos de autor, sin el consentimiento de los autores”. El sector, que ya de por sí acostumbra a vivir en la precariedad, es tajante: “Los autores no tienen que negar el consentimiento sino las empresas conseguirlo”, tal y como afirma el manifiesto de Arte es Ética, suscrito junto al Sindicato de Espectáculos, Artes Gráficas, Audiovisuales y Papel (SEGAP) y la CGT.
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