SÃO PAULO
Actualizado:Hay sonidos que se repiten en la memoria como una siniestra partitura. Los gritos, el golpe seco de los puñetazos sobre la carne, las carcajadas del sádico, las súplicas guturales de quien ya no puede pronunciar una palabra. Después, el silencio. Y la muerte como un fugaz intervalo interrumpido por el tintineo de una campanilla: el eco que marcaba el inicio de una nueva sesión de tortura. Sucedió en el Brasil de los primeros años setenta, pleno auge de la dictadura militar, en el Centro de Operaciones de Defensa Interna (DOI-Codi) de São Paulo.
“Mis hijos todavía entran en pánico cuando escuchan el ruido de una campana”, decía María Amelia de Almeida Teles, torturada durante días con sus niños de 4 y 5 años como público de la barbarie. “Mi marido no podía soportar los portazos, se irritaba, se enfurecía y yo me daba cuenta que eran los recuerdos”, cuenta la profesora de filosofía, Dea Conti, viuda de Leonel Itaussu, ex preso político con el que convivió 25 años con las marcas de la tortura como tercero en discordia.
“Cuando pienso en esos gritos se me pone la piel de gallina, son imposibles de describir, era algo que iba mucho más allá del terror”, nos dice a sus 69 años la dramaturga y actriz Dulce Muniz.
Todos ellos son supervivientes o familiares de las víctimas del golpe militar de 1964 que puso a Brasil al frente de las dictaduras del cono Sur. Después le siguieron Chile (1973), Uruguay (1973), y Argentina (1976).
Todos ellos se reunieron esta semana en el antiguo DOI-Codi, el mayor centro de tortura clandestino de la ciudad, para reivindicar que recién cumplidos los 53 años del golpe este viejo edificio pase a ser un centro de memoria, y que los cientos de desaparecidos a los que se perdió el rastro al cruzar por esta puerta, sean investigados.
La sucursal del silencio
Las ironías del destino hacen que en la calle Tutóia 921 hoy esté la Comisaría 36 del Distrito Policial de Paraiso –nombre del barrio-, donde apenas medio siglo antes el mismo lugar era llamado por los propios oficiales como la “sucursal del Infierno”.
-¿Sabes dónde estás? Acabas de llegar al infierno. Cuando nos supliques que te matemos no lo haremos, antes tendrás que sufrir.
Según Iván Seixas, ex preso político, periodista y presidente del Núcleo de Memoria de São Paulo, con esa frase los torturadores daban la bienvenida a sus nuevas víctimas. Fue en 1971 cuando Iván cayó en el DOI-Codi, tenía apenas 16 años y enseguida se le conoció como “el pequeño del terror” –por su temprana edad para estar en el centro-. Pero no llegó solo, sino acompañado de su padre, Joaquim Alencar Seixas.
"Cuando nos supliques que te matemos no lo haremos, antes tendrás que sufrir"
La Policía entró en la casa de la familia, la saquearon, golpearon a sus hermanas, violaron a una de ellas y se llevaron al padre y al hijo acusados de estar vinculados con “grupos subversivos”: “Llegamos esposados y nos tiraron al suelo, nos golpearon tanto que se rompieron las esposas. Después nos torturaron durante horas en salas contiguas”.
Iván escuchaba cómo su padre recibía choques eléctricos, atado a la conocida “silla del dragón”. Su padre oía los gritos del hijo mientras le golpeaban colgado en el “palo de arara”, otro de los instrumentos clásicos de la tortura brasileña. Iván se dio cuenta que había perdido a su padre cuando unos agentes comenzaron a gritar que uno de ellos se había pasado de la raya: “Ya le has matado, lo necesitábamos vivo más tiempo”.
La madre de Iván y sus hermanas estaban abajo: “Ellas también escucharon todo”. Los policías bajaron el cadáver destrozado de su padre con la cabeza envuelta en papel de periódico. Joaquim Alencar Seixas aguantó 48 horas de torturas y descargas eléctricas hasta morir. Su hijo para conseguir librarse unas horas de los golpes decidió darle a la policía una dirección falsa y un nombre falso, lo que se conocía como un punto frío: “Quería ganar tiempo y cuando vieron que mentí me dieron mucho más fuerte, pero al menos pasé unas horas sin que me tocaran”.
Seixas ha contado varias veces su historia, como si cada vez que la repitiera arrancara sus demonios. Esta vez la relata desde el lugar donde ocurrió todo. Quiere ser preciso, didáctico y levanta el brazo señalando las dos ventanas de los cuartos en los que estuvieron él y su padre: “Son aquellas dos empezando por la izquierda”, lo cuenta con mucha calma. “La primera paliza que nos dieron fue en el suelo de este patio”. Recuerda que se construyó una rampa que llevaba a otro edificio donde sucedían más torturas. Habla del momento que pusieron un revestimiento acústico en algunas de las celdas para amortiguar el ruido de los gritos, pero que apenas sirvió de nada.
Tortura en familia
El coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra –uno de los más sanguinarios de la dictadura- se mudó con su familia a la casa que lindaba con las celdas de tortura: “No sé cómo su mujer y sus hijas soportaban aquellos gritos, se escuchaban permanentemente”, cuenta Seixas.
Pero el coronel Ustra era conocido por mezclar familia con tortura. María Amélia de Almeida Teles fue una de las que más sufrió su sadismo cuando decidió llevar a los hijos de la víctima a la celda donde torturaban a su madre para que vieran cómo había quedado: “Estaba completamente orinada, vomitada, sangrando y mis hijos no me reconocían. Entonces les expliqué quién era yo y el pequeño me preguntó por qué yo estaba morada y su padre de color verde”. Para Telles eso y las amenazas de Ustra que le decía que los próximos serían sus hijos, fueron las peores torturas que pasó.
Francisco Oliveira Prado tiene 77 años y el pelo y su barba blancos y brillantes. Fue en 1970 cuando llegó al DOI-Codi por estar asociado al Partido Comunista Brasileño. Mientras habla Chicão, como le llaman sus amigos, agarra con entusiasmo el brazo de la periodista para indicar la ventana que escondía el infierno: “Me hicieron tantas cosas, tantos golpes, tanto daño que cuando salí de allí tuve que estar tres meses en silla de ruedas, no podía ni levantarme solo”.
"Me hicieron tantas cosas, tantos golpes que cuando salí tuve que estar tres meses en silla de ruedas"
No todos los supervivientes que están allí hablan tan claro como Iván o Chicão. Muchos han optado por silenciar su pasado, pero donde hay unanimidad es en la necesidad de que este edificio donde pasaron algunos de los dolores más grandes de sus vidas se convierta en un centro de memoria: “Tienen que sacar la comisaría que hoy está activa y hacer un museo en el que se explique todo lo que sucedió aquí. El DOI-Codi de São Paulo fue nuestra Auswitch brasileña”, dice el periodista Seixas. Chicão apela a los más jóvenes: “Muchos de ellos no saben nada y si se deja pasar todo lo que sucedió corremos el riesgo de que se repita, más en estos momentos con esos grupúsculos que piden intervención militar”.
Las informaciones que hay sobre el DOI-Codi son escasas y las cifras inexactas. Al funcionar como un centro clandestino los datos registrados son pocos: al menos 8.000 brasileños habrían pasado por allí y al alrededor de 50 habrían sido asesinados bajo tortura. Sin embargo, diversos historiadores aseguran que el número de asesinados podría ser mucho más alto debido a la manipulación que se hacía de los certificados de defunción y de las causas de óbito.
"He podido contactar con 41 familias, pero nunca he hablado con padres. Se están muriendo sin saber qué sucedió con sus hijos"
En 2014 la Comisión de la Verdad que promovió la ex presidenta Dilma Rousseff para investigar las atrocidades cometidas durante la dictadura, recomendó que el DOI-Codi de São Paulo pasara a ser un museo y se pudiera invertir más para conseguir datos más concretos de lo que sucedió entre sus paredes. Hasta ahora nada se ha concretado.
Una de las grandes incógnitas tiene que ver con los desaparecidos y nadie se pone de acuerdo con una cifra aproximada. En los últimos años un equipo de médicos forenses, arqueólogos y bio antropólogos brasileños coordinan el Grupo de Trabajo de Perus donde analizan y registran el contenido de 1.047 cajas de huesos encontrados en el cementerio clandestino de Perus, al norte de São Paulo: “He podido contactar con 41 familias, pero nunca he hablado con una madre o un padre, siempre con hermanos. Esos padres se están muriendo sin saber qué sucedió con sus hijos”, dice la arqueóloga Márcia Hattori.
Las víctimas de la dictadura encerraron el acto colocando rosas rojas a las puertas del centro de tortura. Muchos se conocían de otros encuentros, otros habían compartido celda, también había hijos que preguntaban por el paradero de sus padre a algunos de los ex presos. Una rueda de gente con los carteles de sus desaparecidos en la mano se unió para gritar uno por uno el nombre de sus muertos: “Es nuestro pequeño homenaje”, dijo Seixas. Al otro lado de la calle Tutóia la vida seguía ajena a su historia más reciente, a los gritos del pasado y a los del presente.
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