Este artículo se publicó hace 15 años.
Penn y Watts contra George Bush
Llega a la competición un 'thriller' sobre el 'caso Plame'
Un ejército de guardias de seguridad con camisetas de Mickey Mouse rodean la entrada del parque temático. ¡Wellcome to Disney World! El 12 de octubre de 2001, un mes después del 11-S, el FBI aseguró que Al Qaeda quería borrar del mapa la mansión del Pato Donald y sus amiguitos inanimados. Pero, ¡ay!, los visitantes de esos días tenían más posibilidades de ser aporreados por un agente disfrazado de Pluto que de morir infectados por ántrax. Paradojas de la guerra contra el terrorismo.
Paranoia, alarmismo, seguridad nacional, mentiras. De todo eso va Fair Game, de Doug Liman, único filme estadounidense a competición. Comienza con Joseph Wilson (Sean Penn) llamando racista a un amigo que está convencido de que una turbamulta de islamistas barbudos va a dinamitar Disney World. Una manera de dejar clarito que a Wilson, diplomático a las órdenes del Gobierno, no le dan gato (propagandístico) por liebre.
Paranoia, seguridad, mentiras, alarmismo. De todo eso va Fair Game'
Su mujer, Valerie Plane (Naomi Watts), es más discreta. Quizás porque trabaja en secreto para la CIA. En la película y en la vida real. ¿Lo recuerdan? Su marido, enviado a Niger en misión especial para ver si estaban enriqueciendo uranio para Sadam Hussein, concluyó que no. Pero la administración Bush se pasó sus informes por el forro: había que arrasar Irak antes de que Sadam empezara a echar uranio por la boca. Wilson se cabreó y publicó un artículo acusando a Bush de mentir.
Como venganza, los fontaneros del Gobierno filtraron a la prensa que Plane era una agente de la CIA. Pero se descubrió el pastel. Y el escándalo cubrió de mierda la Casa Blanca. "Quería retratar el ambiente que se vivía en EEUU cuando estalló el escándalo Plame-Wilson", contó ayer Doug Liman.
Bush, ese monstruoPor momentos parece un biopic' de la carrera de activista de Penn
El cineasta parece más interesado en explicar los efectos de la campaña de difamación de la Casa Blanca y sus esbirros de la prensa sobre el matrimono Plame-Wilson, que en crear intriga, quizás porque la historia es conocida. Liman reflexiona sobre los riesgos de enfrentarse a un enemigo mucho más poderoso. Y se pregunta cuál es el coste de no actuar como un borrego.
Por momentos aquello parece un biopic sobre la carrera de activista de Sean Penn, enemigo declarado de la guerra contra el terrorismo. Wilson/Penn se retuerce en el sofá, aprieta los puños y maldice en arameo cuando ve por la tele a Bush diciendo que Hitler es un gurú del hipismo al lado de Sadam.
Fair Game trata de evitar los lugares comunes de otras intrigas conspiratorias, pero no puede evitar reproducir la clásica cháchara final sobre las bondades de la democracia americana (qué buenos son los padres fundadores). Además, viendo la asombrosa velocidad con la que Hollywood transforma en ficciones los asuntos políticos contemporáneos, este filme llega con mucho retraso. Bush ya es historia. Quizás es hora de que los thrillers políticos de urgencia apunten hacia otra dirección.
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