madrid
Son tiempos difíciles para pensar otro fútbol. Las trifulcas protagonizadas por padres y madres de alevines no invitan al optimismo. Tampoco el rostro complacido y esmerilado de Cristiano Ronaldo mientras la megafonía del avión dice aquello de: “Bienvenidos al aeropuerto Cristiano Ronaldo de Madeira”. Dos extremos de una misma cuerda; una competitividad mal entendida que desemboca en una suerte de megalomanía desquiciante y desquiciada.
Afortunadamente hay clubes que se apean de esa lógica capitalista incapaz de salir del binomio éxito-fracaso. Da fe de ello el historiador catalán Carles Viñas, quien, junto al abogado laboralista Natxo Parra, acaba de publicar St. Pauli. Otro fútbol es posible (Capitán Swing). Retrato de un equipo que, pese a contar con un palmarés más bien exiguo, dispone de 11 millones de seguidores en Alemania y más de 500 peñas repartidas por toda Europa, media docena de ellas en España.
“Se está produciendo un desplazamiento de fidelidades fruto de que muchos aficionados no están de acuerdo con el modo en que sus clubes gestionan su vinculación con el capitalismo. Quizá por ello buscan referentes que les devuelvan a la esencia, o a lo que ellos creen que debe ser la esencia del fútbol”, explica Viñas. Una esencia que poco o nada tiene que ver con rebautizar un estadio con el nombre de un conglomerado financiero chino o con el progresivo encarecimiento de las entradas.
Una de las derivadas de esto, como apunta Viñas, es “el repunte de las categorías inferiores”, un fútbol de raigambre con el que resulta mucho más sencillo identificarse. En otras palabras; frente a la gentrificación balompédica con el selfie por bandera, bocadillo de tortilla, bufanda y pipas. Testigo de facto de esa transición del barro a las cámaras aéreas es Ángel Cappa, asistente de entrenadores como Menotti o Valdano y autor junto a su hija de También nos roban el fútbol (Akal, 2016). “Los clubes luchan para que la gente sea cliente, ya no buscan hinchas, y esto lo cambia todo. Se lo han cargado, no interesa ese fútbol que pertenecía a la clase obrera, esa fiesta que los pueblos se daban a sí mismos”, explica el argentino.
Así las cosas, y citando a Menotti, nos encontramos con dos perfiles bien diferenciados. El público, que se compenetra con el juego, lo analiza y entra en un diálogo con lo que acontece, y el espectador, que se limita a disfrutar o no con lo que sucede en la cancha. “Si voy a la ópera —contaba el que fuera seleccionador argentino— soy un mero espectador, pero si voy al fútbol, no cabe duda de que seré público”.
El empoderamiento de la afición
No pinta bien. Preservar el fútbol como acontecimiento sociocultural frente a la vorágine comercial parece que exige ir contra natura. Si las víctimas de la gentrificación se justifican en aras de una suerte de regeneración urbana, la seguridad en el fútbol sirvió de pretexto para convertirlo en un espectáculo aséptico, cuyos protagonistas son ajenos a la barriada aledaña al estadio. Cambió el consumo de fútbol y de ahí la importancia de la experiencia del St. Pauli, “la aldea gala del fútbol”, como la define Carles Viñas. “El empoderamiento del club por parte de los aficionados es la única solución a esta deriva”, apunta el historiador, para quien “la preservación de modelos de propiedad de los clubes en manos de aficionados es una forma de revertir esta situación”.
En ese sentido, la legislación alemana acompaña. La ley del 50+1 obliga a que la mayor parte de las acciones del club estén en manos de sus seguidores. Así se consiguen “anomalías” en el mundo del fútbol como que la afición del St. Pauli llegara a vetar que un patrocinador cambiara el nombre de su estadio. Algo impensable en España hasta para la más contestataria de nuestras gradas; la afición del Rayo Vallecano. Dos clubes cuyos hinchas comparten una misma filosofía obrera y un carácter comprometido con causas sociales, pero que, en el caso de los franjirrojos, la capacidad de decisión no alcanza los despachos.
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