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MadridDel metro monárquico al republicano en un Madrid asediado por Franco
Alfonso XIII dejó de figurar en el nombre de la Compañía Metropolitano con la llegada de la Segunda República. Entonces se cambió la denominación de la estación Isabel II por Fermín Galán, un capitán que se había sublevado contra el rey, quien terminó exiliándose. El pintor Sorolla sustituyó a la de Iglesia, aunque la victoria de las tropas rebeldes en la guerra civil lo cambiaría todo.
Madrid-
Mientras Alfonso XIII vivía a cuerpo de rey en el exilio, la Segunda República rebautizó el nombre del transporte subterráneo de la capital, que perdió su carácter regio. Pero qué importancia tendría para él que la Compañía Metropolitano Alfonso XIII pasase a denominarse Compañía Metropolitano de Madrid, una ciudad que ya le quedaba lejos al monarca, pues desde 1931 viajaba por Europa de urbe en urbe.
Una especie de Interrail a todo tren: el abuelo de Juan Carlos pernoctaba en hoteles de postín y tiraba allá por donde iba de su paradisíaca billetera, fiscalmente hablando, porque lo de las cuentas en Suiza no es nada nuevo. Se puede vivir como un rey hasta cuando dejas de serlo, sobre todo cuando te has encargado de poner el dinero de tus súbditos a buen recaudo. Sólo en acciones del Metro, Alfonso XIII tenía un millón de pesetas, a razón de quinientas pelas por título (bursátil, no nobiliario).
La red fue inaugurada en 1919, lógicamente, por él mismo. Una única línea (la 1 o azul) que iba de Sol a Cuatro Caminos, atravesando las paradas de Gran Vía, Tribunal, Bilbao, Chamberí (la estación fantasma, porque hoy está cerrada), Iglesia y Ríos Rosas. Luego se amplió la línea 1 y se inauguró la 2 (la roja, aunque por ella también viajaban los monárquicos), que unía Quevedo y Ventas. Los citados nombres se corresponden con los actuales, para no liarnos antes de tiempo (ya hablaremos luego de los cambios).
Con Alfonso XIII de tournée, en 1932 se inauguró lo que sería la línea 4, si bien en aquel momento era una ramificación de la 2 que iba de Goya a Diego de León, actualmente conectada con Avenida de América a través de uno de esos pasillos subterráneos que imponen más que el de El Resplandor y cuyos largos trechos son dignos de ser recorridos en triciclo. Y entonces estalló la guerra civil, que no impediría que tres semanas después del golpe de Estado se abriese la línea 3 (la amarilla) entre Sol y Embajadores.
El metro siguió circulando durante la contienda y sus usuarios (como se llama ahora a las personas) viajaban de vivos pero también de muertos, como a San Andrés de Teixido. Los soldados, milicianos y brigadistas iban hacia el oeste (frente de guerra) y los caídos, hacia el este (tierra de tumbas). Curioso tránsito el de la izquierda, que se dirigía a la muerte, para retornar a la derecha, que era quien la enviaba donde los cementerios.
La artillería rebelde y los Junkers Ju 52 se encarnizaron con la Estación del Norte, en poniente, al pie del sublevado Cuartel de la Montaña y cerca del estratégico puente de los Franceses, que salvaba el Manzanares y cuya vía ferroviaria comunicaba Madrid con Irún. Por ese motivo, el ramal que partía de Ópera hasta allí tuvo que clausurarse. Escenario de la batalla de la Ciudad Universitaria, a medida que la ofensiva desleal avanzaba el edificio fue madurando con una salmuera de proyectiles.
Aislada de la ciudad, la Estación del Norte quedó hecha un queso Gruyère (en su variedad francesa, pues la suiza y genuina no tiene agujeros). Resulta extraño e inquietante, por no decir tétrico y macabro, que el baño de sal en francés se diga morge. Tiempo después, la puerta de entrada a Madrid y de salida a Euskadi sería reconstruida y ahora responde por el nombre de Príncipe Pío.
También fue lúgubre el día que voló por los subsuelos el tramo Goya-Diego de León, que había sido cerrado para convertirlo en un arsenal y en un taller de carga de proyectiles. Una explosión se llevó en enero de 1938 no se sabe cuántas vidas por delante, pero también salvó muchas más como refugio antiaéreo a prueba de bombas. Entonces, el lema apócrifo de la aviación del ejército sublevado habría podido ser otro: del cielo a Madrid, no de Madrid al cielo.
Al menos, el ramal inutilizado para el transporte de pasajeros que conducía a la Estación del Norte fue usado para transportar a los heridos en dos trenes que ejercían de ambulancias. E, infelizmente, también de coches fúnebres rumbo a Ventas, la parada que quedaba más cerca del actual cementerio de la Almudena, situado en el otro extremo, tanto de la ciudad como de la vida.
En aquellos túneles sin pasajeros se instaló además un remedo de hospital, del mismo modo que los andenes de la red no sólo protegieron de los obuses a los madrileños, sino que también fueron parada y fonda. Sobre todo, al comienzo de la guerra, cuando la población de los barrios sureños se vio forzada a dejar sus casas por culpa de los bombardeos.
Pero antes de que los reaccionarios decidiesen mudar el destino de España, las autoridades republicanas aprobaron un decreto sobre las denominaciones monárquicas, lo que llevó a la eliminación del nombre de Alfonso XIII de la Compañía Metropolitano el 24 de abril de 1931. No hacía falta rebuscar mucho entre las estaciones para dar con la estirpe regia: Isabel II había bautizado en 1925 la que después sería Ópera, por estar ubicada junto al Teatro Real.
La plaza también recibía el nombre de la reina hasta que lo cambiaron por el de Fermín Galán, lo que llevó al Ayuntamiento a solicitar en 1933 que la parada de metro se llamase igual, aunque la Compañía alegó que ya habían cumplido con la normativa que obligaba a eliminar las referencias a la monarquía. Tuvieron que transcurrir cuatro años para que el pleno municipal lo aprobase.
Curiosamente, Galán era un capitán ejecutado durante la Restauración tras la sublevación de Jaca, cuyo Consistorio había proclamado la República el 12 de diciembre de 1930 (cinco meses antes de la venida de la Segunda tras las elecciones municipales de 1931). Un pronunciamiento militar de carácter antimonárquico que tenía como objetivo derrocar a Alfonso XIII, mas finalmente sería el militar quien terminaría siendo liquidado.
Aquel junio de 1937, cuando el oficial insurrecto fue inmortalizado en la placa de una estación, la de Iglesia pasó a ser Sorolla, el pintor que había dado nombre cinco años antes a la glorieta donde está ubicada la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel. Hoy la parada vuelve a llamarse como antaño, lo que ha llevado a sus descendientes a reclamar que se recupere la denominación empleada durante la Segunda República. Entonces no prosperó, en cambio, el intento del Ayuntamiento por sustituir Banco de España por Cibeles.
Sin embargo, el callejero asistió a la modificación de muchos nombres, aunque los nuevos no solo corresponderían a personas (fallecidas, por cierto). Así, Sagasta fue rebautizada como calle de la CNT y Génova, de la UGT. Rusia tuvo su avenida en lo que había sido Conde de Peñalver (de nuevo conocida así). Y bloques políticos como la Alianza Obrera hicieron suyas otras plazas, véase la de Alonso Martínez.
Spoiler: Franco ganaría la guerra y, desde entonces, todo cambió. También las estaciones Príncipe de Vergara, Gran Vía y Progreso, que recibieron el nombre de General Mola, José Antonio y Tirso de Molina, respectivamente. Las dos primeras lo recuperarían, aunque es una pena que no lo hiciese una denominación tan bella como Progreso.
El metro, nuestro metro, trató de que no se frenase aquel esperanzador avance como sociedad. Y, en el intento de alumbrar un siglo de las luces, la central de motores de Pacífico surtió de electricidad a las gentes empeñadas en ver más allá. No lo logró, pero al menos socorrió a los heridos, a los desplazados y a los sin techo. Quienes no pudieron contarlo recibieron metropolitana sepultura.
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