Actualizado:
Llegas algo atontado. Allá arriba, digo. Llegas algo atontado. Subes desde los valles, dejando majadas verdes, jirones de niebla, escajos que verdeamarillean el monte. Subes desde los valles, se te retrepa el estómago, ¿hasta ahí?, curva, recurva. Y, después, espejismo. Quizá estás cansado. Quizá todo aquello no existe.
En ese sitio, en ese sitio que corona montañas, surge el mar. El mar. Hay, al fondo, nieves, y picachos, y hasta prados con tonos a sol de invierno. Pero, sobre todo, el mar. Miras. Es el Pantano del Ebro.
"No quería contar solo historias de pueblos prácticamente vacíos por el éxodo rural, un proceso que a veces se nos pinta como algo casi natural e inevitable. También quería hablar de esos sitios que sus vecinos debieron abandonar a la fuerza". Virginia Mendoza escribió, hace unos años, Quién te cerrará los ojos, un libro con título bellísimo y estremecedor donde habla sobre asuntos que después fueron tendencia. El abandono, la España vacía, huidas del campo (algunos vuelven para empadronarse justo antes de las elecciones y pillar carguito)...
Sucede que a Virginia (ojos grandes, sonrisa curiosa, relatos que miran como nuétigas en madrugada) le brotaban capítulos aquí y allá, porque no hay nada más vivo que lo que cuentas sobre lugares muertos. "La idea era que
apareciese al menos un pueblo expropiado para la repoblación forestal y otro expropiado para construir un embalse. Pero merecía más que un capítulo". Así fijó mirada en los pantanos, en esos caseríos que fueron y, seguramente, siguen siendo, solo que ahora hay barbos y carpas por lares sin humo. Cauvaca, una huerta en Aragón, una que ya no existe, que está en las profundidades de Mequinenza. Lago artificial, mar tierra adentro. Al nuevo libro le puso Detendrán mi río. Desarraigo y memoria en un rincón de la España sumergida (Libros del K.O., 2021) y habla allí sobre un sitio que es, en realidad, todos los sitios, claro.
"En realidad es incalculable", me dice Virginia. Pregunto por recuerdos, por huesos, por villas, vecindarios y barriadas. Cuántos, cuántas. Sumergidos. Cuántos, cuántas, en total. "Se estima que pueden ser unos 500 o 600, pero... un lugar como Cauvaca nunca aparecerá en esos listados, por ser una huerta. Pero allí vivían veinte familias, tenía iglesia, tenía escuela, tenía ermita, y tierras muy fértiles".
Son cosas como esas las que quedaron fuera de cálculos y previsiones. Las que aun lo están. Llegas al Pantano del Ebro y te quedas un rato así, mirando una torre que asoma desde las aguas, como si fuese dedo de gigante desperezándose. Iglesia de Villanueva. Le dicen Catedral de los peces, y es un nombre tan infantil, tan puro, que resulta imposible no imaginar madrillas y truchas nadando tranquilas alrededor del ábside. Llama la atención, es fotogénica, simbólica. Y, como casi siempre sucede, cuenta solo parte del relato. Olvida praderías, vegas y bárcenas a medio esponjar allá por noviembre, las que brotan ricas (tierra arcillosa que se destripa entre las manos como chocolate a medio fundir, llena de gusanas y ajos silvestres) en abriles. Campos con el maíz hasta donde alcanza el ver, tomateras donde crecen narices de payaso, calabazas dulzonas. Las presas inundan, lógicamente, el fondo de valles y vaguadas. Donde están los terrenos más propicios, donde desde hace siglos se fueron trabajando, sudando y amando grilletes de regañón y deshojas. Eran final esos muros de hormigón no solo para quienes vieron sus casas cubrirse con aguas como espejos, sino para muchos otros que seguían teniendo cuatro paredes, sí, pero perdieron la manera de llevar borona a su familia...
Relatos idénticos. "No es que los autores se copien o que esté todo plagado de casualidades, es que la mayoría de ellos vivieron esta historia o la vivieron sus padres y lo que contaron bebía de una realidad que es muy similar. En Cauvaca y en Atalanka, el pueblo sumergido del escritor ruso Valentin Rasputin, que inspiró su Matiora", me cuenta Virginia. Y, luego, narraciones concretas. La del argentino descendiente de gallegos, el mismo que trajo las cenizas de su padre hasta la Península. Para que volviesen a donde ya no se puede volver, porque solo agua hay donde antes veías prados, niños, bestias.
Dónde hay más desarraigo, me pregunto. Qué se añora. ¿Un hogar, un valle, una cabaña pequeña y con lumbre? "Diría que la infancia, con todo eso que la conforma y mencionas: el paisaje, la casa, las condiciones de vida", contesta Virginia. Y continúa. "El sentimiento que les deja lo que han vivido tiene un nombre. Se llama solastalgia y, aunque suena bonito, no lo es: es un dolor constante, a menudo transgeneracional, por la pérdida del escenario de la infancia, ya sea por causas naturales o no. Aquí entra en juego la edad, supongo, y esa necesidad de rescatar de algún modo la infancia a medida que envejecemos".
Solastalgia
El proyecto venía de antiguo. Lo del Ebro, digo. Año 1916, oigan, con impulso inicial de Manuel Lorenzo Pardo. Cuando Romanones, fíjense ustedes si hace tiempo. Promoción, paseucos por los pueblos, ya verá usted lo bien que queda aquí un lago bien gordo, ya. Retrasos, cambios de gobierno, incluso una guerra. Hasta treinta y cinco años más tarde no inauguran el asunto. Drama en diferido.
Entre medias... obras y presos. Las primeras lentas, pocos medios, muchas preocupaciones, fondos que se solicitan y nunca llegan. Luego, tras la guerra, ellos. Mano de obra barata. Como en La Engaña, como en La Cohilla, como en tantos sitios. Sueldo sobre el papel, situación de semilibertad, redención a tanto. Día trabajado, día menos de pena. Se alojaban en Arroyo, había más de doscientos.
Éxodo a finales de los cuarenta. El escritor Julio Llamazares nació en Vegamián, un pueblo que ya no existe. O que existe pero no se puede ver.
Descansa, quieto y mudo, entre meceres calmos, en el Embalse del Porma. También Embalse de Juan Benet, porque este otro escritor lo diseñó (a veces los ingenieros se ponen a hacer cosas raras, como crear universos ficticios, y terminan de novelistas, que es tarea poco decente). Él, Julio, busca Vegamián en cada frase, en cada libro. Ahora vive su pueblo en memoria de muchas más personas de las que jamás pudieron habitarlo. Metáforas y símbolos. Pero, que no les engañen... Vegamián fue, Vegamián jamás volverá a ser, por mucho que las voces bajo el agua salpiquen letras...
Los traslados eran hacia lo desconocido. Sin cobrarse indemnizaciones, sin tener el domicilio que les prometieron esperando a orillas de ese nuevo mundo. ¿Podía haber éxito en ese plan?, pregunto a Virginia. "A mí me sorprende mucho Fayón, un ejemplo de resiliencia increíble donde se ha conseguido vivir del agua que los expulsó del pueblo viejo. Y, bueno, en este tema siempre está el gran referente no inundado... Jánovas. Allí descendientes de los antiguos vecinos consiguieron que al fin les devolvieran lo que era suyo. Cuando estuve, aún era todo ruina, pero justo en ese momento consiguieron lo que llevaban décadas reclamando, y poco a poco van recuperando el pueblo".
Cuatro pueblos, allá en Campoo. Medianedo, La Magdalena, Quintanilla de Valdearroyo y Quintanilla de Bustamante. Fueron, ya nunca serán. Otros afectados parcialmente. Las Rozas, Renedo, Orzales, Arija, Quintanamil, La Población, Llano, Villanueva. Sesenta kilómetros de superficie inundada. Piénsenlo. Sesenta kilómetros. Lo que son sesenta kilómetros. Todo eso estaba, ahora es solo espejear de nubes y luz. Tierras de labranza, ganadería, también explotaciones mineras y hasta fábricas. En lo que hoy es ribera sur existían fábricas de vidrio que acabaron cerrando. Mil empleos directos, calculan.
Incluso el clima cambia, porque tú no puedes llevar el mar a un sitio donde el mar nunca estuvo. Hay más nieblas, hay brumas que retozan con pereza y bracitos de algodón. Alrededor, sol y luz. También eso afectó a cagigas, huertas y hombres...
A cambio... dineros. Pocos y tarde, como era menester en la época, hasta dos décadas de retraso (dos décadas sin actualizar números, sin interés alguno). Sesenta millones de pesetas, indemnización por todos aquellos terrenos que se expropiaron. Miles. Minifundismo llevado al extremo, pequeños predios que surgen como islitas irregulares bárcena abajo. Servidumbres cruzando de un sitio a otro, el mapa imposible de reproducir que todos (todos) los del pueblo podrían dibujarte con párpados cerrados, sonrisa en boca y recuerdos de cuando fueron niños. También hubo una oferta de trabajo público, una que se acabó tan pronto remataron contrafuertes y hormigones. Pero, sobre todo, aislamiento y promesas por cumplir. Porque las propuestas eran, claro, mucho mejores que sus resultados. Y aun pudo haber sido peor, si sobre el puente...
Contaban que si iban a hacer viviendas nuevas. Ellos, los del Pantano. Que si todos los vecinos tendrían ya su techo cuando hubieran de abandonar paredes y socarreña. Y no. ¿Casas? Sí, las que fueron trasladando, piedra a piedra, rincón a rincón, las almas que antes eran de un sitio y ahora en otro moran. Pueblos fantasmas que se elevan en un otero pero pertenecen a lo más profundo del valle.
¿Y las comunicaciones? ¿Cómo podré ir yo hasta aquellos portales de ahí enfrente, esos donde llego en pocos minutos andando? Ahora tendré aguas y más aguas. Habrá un servicio de lanchas para comunicar la orilla norte y la orilla sur, dijeron. Habrá un ramal de tren que llegue hasta Reinosa, dijeron. Habrá un puente casi a mitad del lago, dijeron. Nada de eso hubo. O sí, pero ahora yace, él también, bajo rielar en vientos.
Es el Puente de Noguerol. Entre La Población y Arija. Cantabria y Burgos, orilla a septentrión y meridional. Llegó a levantarse, sí... antes de caer derrumbado bajo su propio peso. Fue en septiembre de 1952. Franco había inaugurado el Pantano (porque los pantanos se inauguraban, como las bicis nuevas y el Valle de los Caídos) con traje de primera comunión el seis de agosto de ese año. Un mes, solo un mes. No hubo víctimas, jamás volvió a levantarse. Para qué, si estaba viciado de origen. Para qué, si no aguantó dos meses de verano. No vayan a permitir que coches y carros circulen cuando lleguen los hielos, no. Mejor aislar.
Y aislada quedó aquella zona. Se habilitó, con militares, servicio de pontoneros. Barcazas cruzan aguas, como en la época de Calderón. Aquello duró un añito, hasta que alguien echó cuentas y decidió sobre la vida de tantos en base a sumas y restas.
Hoy sigue sin haber puente alguno que cruce el embalse en dirección a mediodía...
Cómo contar este relato. Cómo enfrentar los recuerdos, las incomprensiones, todas esas pequeñas viñetas que acaban conformando un cuadro mayor. Uno del que todos, claro, nos aprovechamos en nuestro día a día, y eso no es baladí. Cómo contar, cómo contarlo. Y Virginia me responde. Que no cree en la objetividad, que tampoco la busca, que cuenta historias en las que un inocente perdió, que tiene claro de qué lado está. "¿Cómo voy a ser objetiva cuando escuchas y recoges testimonios de personas a las que se les arrebató algo que era importante para ellos, en muchos casos de manera injusta y violenta? ¿Cuándo alguien te cuenta cómo le han inundado su pueblo de madrugada y tuvo que rescatar a una anciana encamada por el balcón o cómo no puede acercarse al agua que cubre su casa porque le sigue destrozando emocionalmente? Eso no significa que sea ajena a la importancia de los embalses o que no valore los avances de la ingeniería. Por algo en el libro ocupan un lugar especial quienes construyeron esas presas. Es decir, agradezco tener agua corriente en casa y electricidad, pero sobre todo agradezco a las personas que se sacrificaron tanto para que los demás podamos tenerlos".
Así es como se cuenta, supongo.
Mirar el Pantano del Ebro es un ejercicio raro, una mezcla de nostalgia, extrañeza y admiración. Porque resulta, sí, indiscutiblemente hermoso. El circo de Tres Mares a poniente, las lomas que blanquean orillas incomprensibles hasta bien entrada la primavera. También, claro, reflejos, ganado mojando morrucos en aguas de cristal, cientos de aves. Un día, encontraron allí algo que nunca hubo, que no estaba tatuado en su mapa genético, que aprendieron a usar para descanso y nido como los hombres aprenden a salir de casi cualquier desgracia.
"Cuando estoy frente a un pantano siento mucho desasosiego, no puedo dejar de preguntarme qué habrá debajo. Y, cuando ya lo sé, a veces no lo puedo soportar", sigue Virginia. "Soy incapaz de bañarme ahí, por ejemplo, me siento como si estuviera profanando el lugar o algo así", concluye.
Allí arriba el aire es más claro (salvo cuando las pozas abruman valles, y todo parece hervir con guedejas grises que casi puedes tocar), y hay atardeceres de color naranja donde las montañas hacen cosquillas al cielo. El aire arranca lamentos a los salces, y quizá asoman a lo lejos faros de coches que avanzan
despacito. Todo es silencio y paz. Hasta que ves, asomando en superficie, rompiendo espejos, la torre de una iglesia.
Y es ese detalle, ese detalle extemporáneo, el que termina por explicártelo todo...
¿Te ha resultado interesante esta noticia?
Comentarios
<% if(canWriteComments) { %> <% } %>Comentarios:
<% if(_.allKeys(comments).length > 0) { %> <% _.each(comments, function(comment) { %>-
<% if(comment.user.image) { %>
<% } else { %>
<%= comment.user.firstLetter %>
<% } %>
<%= comment.user.username %>
<%= comment.published %>
<%= comment.dateTime %>
<%= comment.text %>
Responder
<% if(_.allKeys(comment.children.models).length > 0) { %>
<% }); %>
<% } else { %>
- No hay comentarios para esta noticia.
<% } %>
Mostrar más comentarios<% _.each(comment.children.models, function(children) { %> <% children = children.toJSON() %>-
<% if(children.user.image) { %>
<% } else { %>
<%= children.user.firstLetter %>
<% } %>
<% if(children.parent.id != comment.id) { %>
en respuesta a <%= children.parent.username %>
<% } %>
<%= children.user.username %>
<%= children.published %>
<%= children.dateTime %>
<%= children.text %>
Responder
<% }); %>
<% } %> <% if(canWriteComments) { %> <% } %>