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Evo Morales UseraLa pequeña Bolivia que resiste en el Chinatown de Madrid se olvida de Evo
En el barrio de Usera, el más multicultural de la ciudad, todavía se superponen carteles electorales de Evo Morales y Pablo Iglesias tras encadenar en 2019 elecciones bolivianas y españolas. Allí, la comunidad del país andino, la más numerosa de España, asiste con distancia y cierto desapego a la crisis política que ha enviado al exilio al depuesto presidente.
Madrid-
Madrid tiene su Chinatown en el barrio de Usera, que se extiende hacia el sur desde la orilla del río Manzanares dando nombre al distrito con más población extranjera de la capital: casi el 25% de sus 141.646 habitantes no son españoles. Entre ellos, casi 10.000 ciudadanos chinos, según los datos más recientes del padrón municipal. Usera ha sido siempre un barrio receptor de migración. Primero, del éxodo rural español que buscaba prosperidad en la gran ciudad. Después se multiplicaron las nacionalidades. Tras la china, entre el mestizo vecindario userano destaca la colonia boliviana, formada por miles de personas que observan la crisis política de su país desde la distancia de este barrio de origen familiar.
Hace un siglo, el militar Marcelo Usera decidió urbanizar unos terrenos rústicos del antiguo municipio de Villaverde, colindantes a Madrid, que había heredado de su suegro, un terrateniente conocido como el Tío Sordillo. El nombre de las calles los repartió entre parientes, reservándose para él la avenida principal. La calle Marcelo Usera vertebra el barrio, mientras las perpendiculares recuerdan a su abuela, hermanos, cuñada y sobrinos. A su esposa le dedicó una plaza.
Esas calles con cruces endogámicos fueron zona de frente en la batalla de Madrid durante la Guerra Civil, y en ellas se despliegan los comercios y restaurantes orientales adornados con farolillos rojos que han transformado a Usera en el barrio chino de la capital. Sin embargo, en ese abigarrado callejero hay hueco para otros continentes y acoge también multitud de establecimientos latinoamericanos. Sobre todo de Bolivia, que tiene en Usera su comunidad más numerosa de toda España. Casi 3.000 personas, apunta el padrón, a las que habría que sumar cientos que han adquirido la nacionalidad española tras años de residencia.
“Usera es también el barrio de los bolivianos”, proclama Jhiner Soliz, de 35 años, propietario de un taller de carrocería y presidente de la Federación de Integración de Asociaciones Culturales Bolivianas (FIACBOL), que en agosto organiza la fiesta en honor a la Virgen de Urkupiña. No es tan conocida como el Año Nuevo chino, el gran reclamo turístico del barrio, pero cada año congrega a miles de personas en este barrio obrero en el que crecieron comunicadores como Ana Rosa Quintana o Javier del Pino.
Devoción por la Urkupiña
La Virgen de Urkupiña no es tan siquiera la patrona de Bolivia, aunque en Usera su imagen se venera. “Soy devota desde que tengo uso de razón”, afirma Dora Gutiérrez ante la Urkupiña que se alza rodeada de flores en la entrada de su restaurante, La Perla Boliviana. El establecimiento boliviano decano del barrio ha sido durante años un consulado oficioso para los recién llegados.
“Muchos aparecían con la maleta desde el aeropuerto, algunos llegaban estafados”, apunta Dora, de 72 años, Doña Dorita entre sus compatriotas, a los que ayudaba tras el fiasco. Esta antigua maestra ejerce de matriarca más allá de su familia sanguínea, los Bolaños Gutiérrez, una de las primeras que se instaló al completo en Usera en los noventa, aglutinando a su alrededor la pequeña Bolivia asentada en el barrio.
Natural de Quillacollo, ciudad próxima a Cochabamba donde es originaria la fiesta de la Urkupiña, “la patrona de la integración”, Dora llegó a España como la mayoría de sus paisanos: siguiendo la estela de un familiar. Su hija Ninoska había hecho de avanzadilla, tuvo una hija en Madrid y la abuela vino a conocer a la nieta. Se encariñó tanto con la niña que ya no regresó, arrastrando al resto de la familia del altiplano a la meseta.
Cuando llegaron sus hijos varones, muy “amigueros” y aficionados al deporte, comenzaron a echar los fines de semana en las canchas del parque Pradolongo, con el pretexto de una pachanga de voleibol o futbito, donde se tejió la incipiente colonia boliviana. “Se acudía a conversar con otros bolivianos, incluso para conseguir trabajo o encontrar algún sitio para vivir”, relata Doña Dorita, que ha acabado siendo Dora la emprendedora.
“Es una de las cosas que nos caracteriza a los bolivianos, somos emprendedores”, sostiene en su enorme restaurante, un antiguo salón de bodas que multiplica los metros cuadrados del diminuto primer local de La Perla, abierto en 2001, poco antes del aterrizaje masivo de bolivianos en España atraídos por la fiebre del ladrillo, muchos rebotados tras el corralito de Argentina, principal destino de la migración boliviana. “No dábamos a basto”, recuerda Lan Bolaños, uno de los hijos de Dora, responsable del nuevo negocio familiar: un obrador de salteñas que distribuye a toda España estas empanadas de ternera, pollo, huevo y patata envueltas en masa de maíz, emblema de la gastronomía boliviana.
Bailar, bailar y bailar
Lan no reniega del estereotipo: como boliviano le gusta bailar. En 2003, bendecido por la devoción de su madre, organizó la primera fiesta en honor a la Urkupiña en el local familiar. “Allí es costumbre que se baile para ella, además de la misa, que es importante. Nos hicimos traer los trajes típicos, y en años posteriores pedimos permiso al Ayuntamiento para hacerlo en la calle”.
La celebración se les acabó yendo de las manos. En algunas ediciones reunieron a más de 10.000 personas procedentes de toda España. La magnitud de la fiesta provocó un cisma en FIACBOL, federación que fundó el propio Lan. El año pasado la celebración de la Urkipuña, con sus fraternidades de danzarines de caporales, diabladas y morenadas, se dividió entre el centro de Madrid y Usera, donde la fiesta se prolonga durante tres jornadas con música bien regadas con alcohol.
“Es un evento cultural de primer orden por asistencia y vistosidad”, subraya Rommy Arce, concejala presidenta del distrito de Usera desde 2015 hasta el pasado mes de mayo. Durante ese tiempo, se estrechó la colaboración del Ayuntamiento en la celebración de los festejos, y la comunidad boliviana, en contraprestación, se implicó para evitar las molestias que ocasionaban sus prolongados desfiles en el vecindario.
“Después han estado muy implicados en las actividades culturales”, añade Arce, que destaca a la colonia boliviana como la más organizada entre la población de origen extranjero en Usera. “Les mueve la festividad y el folclore. Es interesante cómo mantienen el vínculo con su país de origen incluso los que ya no nacieron allí. Les une el amor a su cultura y las actividades que hacen juntos, como el deporte, el baile y la comida”.
Éxitos y fracasos
En la parte antigua del barrio de Usera se cuentan una veintena de establecimientos de gastronomía boliviana que visitan migrantes diseminados por toda España. Entre ellos, hombres que vinieron a trabajar en la construcción, o mujeres que se ocuparon en el servicio doméstico. “Muchas de ellas después se han formado con cursos de geriatría y ahora trabajan en la asistencia a personas mayores”, hace saber el sacerdote Enrique Sánchez, párroco de Nuestra Señora de la Fuencisla, una iglesia que se llenó de bolivianos en cuanto se supo que este cura español había estado en su tierra.
“Estuve cinco años desde 1972, recién ordenado. ¡Me conozco Bolivia mejor que los bolivianos!”, exclama el sacerdote, testigo de las dificultades que ha atravesado la colonia bolivana que se refugió en el barrio por su vivienda asequible. “Se endeudan para venir dejando a hijos y familia, muchas veces sin ninguna garantía. Ha habido fracasos y desahucios. Muchos tuvieron que volver después de haberlo pasado muy mal, aunque gracias a dios hay gente que ha logrado estabilidad”, resume.
A Litzi le ha ido mejor de lo que pensaba cuando tuvo que dejar Cochabamba y sus estudios universitarios para ayudar en el negocio de su madre, Doña Blanquita, otra institución en el barrio. Litzi, de 33 años, quería ser dentista, pero terminó arrimando el hombro en el bar Casa Blanca, un bullicioso local de la calle Nicolás Usera que combina servicio de restaurante con música en directo.
“Comer sin música es algo fatal. Para nosotros, si no puedes escuchar al que está sentado a tu lado, mucho mejor”, explica divertida. Una fórmula que se repite en otros establecimientos de la amistosa competencia. “Porque no nos quitamos clientes, somos todos amigos”. Hasta el punto de compartir crédito mediante el juego del pasanaku, un ancestral sistema colectivo de ahorro basado en la confianza y la solidaridad.
“Esto es como entrar en Bolivia”, afirma Litzi sin exagerar. De la cocina salen platos contundentes como una cumbre andina, desde el tradicional charque de carne seca al Pique Macho de ternera con patatas fritas pasando por el pato dorado, una de sus especialidades. El Casa Blanca no es lugar para veganos ni abstemios: antes de probar bocado, la casa invita a un chupito de licor. Quizás por eso, la mayoría de los comensales acaban bailando tras el postre.
“Mis compatriotas utilizan cualquier pretexto para bailar. Tenemos mala fama de bailadores y tomadores”, sentencia Enrique Javier Valdés, de 59 años, desde el mostrador de su tienda de alimentación de la calle Amparo Usera, con la omnipresente Urkupiña y la bandera tricolor boliviana decorando la entrada. “Por estas humildes manos ha pasado mucho dinero”, afirma mientras devuelve las monedas del cambio a un cliente. Procede de Sucre, la ciudad de La Plata en la época colonial, y dice haber sido tesorero de aerolíneas, bancos y hoteles hasta que llegó “un tiempo de bajón” donde “ganaba para el pan de cada día”, pero no para pagar los estudios de sus hijos.
Javi, como le llama la clientela con confianza, gasta verbo florido y ascendencia asturiana. “Tengo pasaporte español, pero me siento migrante en esta patria querida que siempre me ha dado de comer”. Aterrizó hace once años en España para mejorar su situación, encadenando vendimias y trabajos de buzoneador hasta que abrió su propio negocio, repleto de productos bolivianos.
Entre cajas de chuños, papas lisas y almidón de yuca, el tendero le toma el pulso al barrio, donde todavía se pueden ver, casi superpuestos, carteles electorales tanto de Evo Morales como de Pablo Iglesias. En Usera se han celebrado tres convocatorias de elecciones generales en 2019: dos españolas y una boliviana el pasado 20 de octubre. Más de 7.000 bolivianos fueron convocados a votar en el colegio público Jorge Manrique, próximo al establecimiento de Javi. “Aquí en Madrid ganó Carlos Mesa por mayoría”, asegura el tendero aludiendo al candidato que le disputaba la hegemonía a Morales, aunque no existan datos oficiales del escrutinio en Usera.
Alejados de Evo
En Bolivia, el cuestionado y agónico recuento electoral acabó proclamando vencedor a Morales bajo acusaciones de fraude. “Hasta votó mi abuelito, que en paz descanse”, bromea el tendero, que no disimula su desafecto hacia el primer presidente indígena del país, al que reprocha su afán por perpetuarse en el poder. “A Evo lo han asesorado mal, porque podía haber salido por la puerta grande”, opina sobre el depuesto presidente, que abandonó Bolivia el pasado 10 de noviembre rumbo México tras denunciar un golpe de Estado.
En Usera no es fácil encontrar defensores a ultranza de Evo, pero tampoco detractores que renieguen al completo de su gestión durante 14 años de gobierno. Dora, de La Perla Boliviana, que acogió actos electorales de diversas candidaturas, rescata sus primeros mandatos. “Ha hecho mucho por Bolivia, he admirado cosas como la escolarización, pero todo lo ha arruinado su última gestión”, dice la antigua maestra. En el Casa Blanca, Litzi habla con desapego de Morales, aunque destaca que nacionalizara empresas en sectores estratégicos, o que resarciera a la población indígena: “Antes era imposible ver en una oficina a una cholita, a una mujer indígena con pollera. Con Evo hubo un orgullo de ser indígena y hablar quechua”.
Muchos de los bolivianos que residen en Usera han vivido la era de Evo Morales desde la distancia. Como José Luis Tapia, de 46 años, otro oriundo de Cochabamba que se siente alejado del antiguo líder sindical cocalero. José Luis siente que no le debe nada a nadie, aunque le asfixian los recargos de las multas de su época de vendedor callejero, hasta el punto de comprometer su flamante negocio, la pastelería Victoria, un nombre con significado. “Es una victoria tras una lucha de ocho años en la calle”. En ese tiempo, José Luis se apostaba en la boca del metro de Usera ofreciendo los jugos de linaza, el tojorí o el api que sigue despachando en su coqueto establecimiento.
Las primas Rosa, Paula y Mabel, procedentes de diferentes puntos cardinales de Madrid, se reúnen allí los domingos para merendar. Sobre la mesa, café americano, api de maíz morado y tojorí de maíz morado con rollo de queso para picar. “Nos pierde la comida y nunca se nos olvida, como el folclore”, dicen risueñas, aunque cambian el gesto cuando entra la política a la tertulia. “En ese tema discutimos un poco”, reconocen.
Mabel fue votante de Morales, pero se ha desencantado. “Estoy contenta con que se haya ido”, asegura. Rosa es de izquierdas y apoyó a Evo de forma militante. Asistió incluso a la simbólica toma de posesión celebrada en 2006 en la ciudad prehispánica de Tiwanaku. “El supuesto fraude me genera dudas y ya le hemos visto la cara a la derecha”, denuncia. Paula, la tercera en discordia, se mueve entre la opinión de sus primas, que hablan de injerencias externas, del “muchísimo dinero” que mueve el narcotráfico y del interés por el control de recursos naturales como el litio. También expresan cierta sensación de orfandad con sus dirigentes políticos. Si en algo coinciden, es en la necesidad de unas nuevas elecciones para esclarecer el rumbo de su país.
A la vuelta de la esquina, María aprovecha la tarde del domingo en hacer la compra. Tiene 34 años y reside como interna en la otra punta de la ciudad, un barrio bien donde no encuentra los ingredientes que necesita para cocinar sopa de maní. “Volví de allí en mayo y estaba todo fatal. A mi madre la intentaron agredir. Lo bueno de Evo es que había quitado el racismo, que ahora está volviendo. Pero no tenemos buenos candidatos a presidente, y queremos que nos representen bien”, confiesa en una tienda que sintetiza hasta el paroxismo la mezcolanza de latitudes que confluyen en Usera.
El comercio tiene el anodino nombre de El Castillo de la Fruta, pero en el barrio todos lo llaman “el chino boliviano”. Se refieren a Lin, un treinteañero chino que habla quechua. “Hablo poquito, ocho o diez palabras, porque la gente no confía en mi cara china”, se sincera en su negocio de productos latinos de importación, donde vive sumergido en la cultura boliviana. Dice que llegó a hacer el ritual aimara de la koa para buscar la protección de “la pachamama”. “Se conoce las festividades de todos los departamentos de Bolivia”, desvela una clienta. “¡Preguntando se aprende!”, responde él, que pasa los ratos muertos en Youtube buscando vídeos de Bolivia, aunque si se le pregunta por la situación política del país andino, se escurre como un astuto comerciante. “Mejor no hablar de política, solo negocio”, se excusa sonriente.
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