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Actualizado:Una espera interminable. Una historia sin cerrar. Un crimen de la guerra sucia que, esta vez, no acabó con un cuerpo acribillado a balazos o enterrado en cal viva. En el caso de José Miguel Etxeberria, Naparra, directamente no hay cuerpo. Tampoco verdad, ni mucho menos justicia. El investigador Jon Alonso, uno de los mayores expertos en torno a este asunto, lo define con dos palabras: es, a día de hoy, un "caso abierto". Un expediente sin cerrar.
La editorial Txalaparta acaba de publicar la versión en castellano del trabajo que Alonso primero publicó en euskera. Lo que ha ocurrido entre ambas versiones es un reflejo de esta historia. "En el libro en castellano –explica el autor– solo he tenido que hacer alguna pequeña modificación respecto al texto en euskera". El motivo: este "caso abierto" sigue a la espera de novedades desde el otro lado de la frontera. Allá precisamente donde un 11 de junio de 1980 Naparra desapareció para siempre. Solo apareció su coche. Nada más.
José Miguel Etxeberria había nacido en Pamplona, tenía 22 años y formaba parte de los Comandos Autónomos Anticapitalistas, una organización armada de inspiración anarquista. Su asesinato fue reivindicado por el Batallón Vasco Español (BVE), una organización parapolicial que precedió al GAL en la práctica del terrorismo de Estado.
"Reivindicamos el secuestro de Naparra en Ciboure, Francia. Está en España. Tras los últimos asesinatos de ETA, su suerte está echada. El Batallón Vasco Español es la única solución. Arriba la unidad de España. Batallón Vasco Español, comando Esteban Beldarrain", afirmó una voz a través del teléfono en una llamada realizada al diario Deia el 22 de junio de 1980.
El BVE volvió a llamar a ese periódico un par de semanas después, ahora con otra noticia: Naparra había sido asesinado. "Nuestros comandos seguirán
actuando en Francia contra los terroristas marxistas de ETA", advirtió, al tiempo que aseguró que el cuerpo estaba enterrado en San Juan de Luz, una localidad vascofrancesa situada cerca de la frontera. Luego hubo otras llamadas tanto a Deia como a Egin, mediante las cuales se aseguraba que el cadáver había sido desenterrado y trasladado por gendarmes franceses.
En 1982, los tribunales franceses ordenaron cerrar el caso sin que se supiera dónde estaba el cadáver ni tampoco quiénes habían sido los autores materiales del crimen. Mientras tanto, en España se levantaba un inquebrantable muro de silencio e impunidad en torno a este caso. Al igual que ocurriría con otros crímenes de la guerra sucia, desde Madrid no hubo ni la más mínima voluntad de arrojar luz sobre lo ocurrido.
Cuando este caso salió a la luz pública, el Estado llegó a propagar la versión de que el secuestro y desaparición había sido obra de ETA o de los compañeros de Naparra en Comandos Autónomos, algo que ambas organizaciones se encargaron de desmentir.
"Cuando se estudia este tipo de desapariciones en Sudamérica y otros sitios, se comprueba que esa es una táctica bastante utilizada", afirma Alonso en relación a la campaña que buscó ligar a ETA o a los Comandos Autónomos con este asesinato.
Este extremo aparece recogido en el informe sobre la desaparición de Naparra elaborado en 2020 por la Cátedra UNESCO de Derechos Humanos y Poderes Públicos de la Universidad del País Vasco (UPV) y encargado por el Gobierno de Iñigo Urkullu. "De hecho, durante los primeros años de la guerra sucia, a mediados de los setenta, las autoridades trataban de desviar la atención de los atentados perpetrados por los grupos de extrema derecha con la implicación de
los servicios policiales defendiendo la tesis de que todo se debía a un ajuste de cuentas entre los miembros de ETA", destaca el documento.
Señala además que en el caso de Naparra, "según la información elaborada y difundida por la Agencia Efe del día 28 de junio de 1980, se acusaba a los Comandos Autónomos de haber dado muerte a su compañero, a pesar de que las reivindicaciones del BVE habían sido publicadas con anterioridad".
Camino judicial
La familia de Naparra consiguió en 1999 que la Audiencia Nacional abriese una investigación antes de que el asesinato prescribiera, pero tampoco hubo aproximación a la verdad: en 2004, el juez Ismael Moreno ordenó su cierre mediante un auto en el que sugería que tal vez hubiese desaparecido por voluntad propia.
En 2014, el Grupo de Trabajo de Desapariciones Forzosas de la ONU reconoció a José Miguel Exteberria como víctima, un paso gigante que un año después estuvo seguido de una llamada que devolvía cierta esperanza: a finales de 2015, el periodista Iñaki Errazkin obtuvo datos por parte del exagente del CESID Ramón Francisco Arnau, quien aseguraba saber dónde estaba enterrado el cadáver.
En abril de 2017, la Gendarmería francesa –en cumplimiento de una petición de la Audiencia Nacional– realizó una búsqueda en la zona señalada por Arnau en Mont-de-Marsan, al sur de Francia. No hubo novedades. Ahora falta realizar esa misma comprobación en otro punto indicado por el prestigioso antropólogo vasco Paco Etxeberria, que realizó una inspección previa de las posibles zonas sugeridas por el ex agente del CESID.
Ahí se detiene la historia. "El juez remitió una comisión rogatoria a París para que se buscara en ese segundo punto. Han pasado ya más de tres años de esa petición, y de momento no ha habido respuesta", destaca a Público el autor de Caso abierto. La madre de Naparra, Celes Álvarez, murió en noviembre de 2018, mientras seguía esperando que alguien, alguna vez, encontrara el cuerpo de su hijo. Su padre, Patxiku, había fallecido en 2006, sin experimentar tampoco nada parecido a la justicia.
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