barcelona
Carles Puigdemont (Amer, Girona, 1962) ha dejado Bruselas y ha puesto el centro de operaciones en la comarca del Vallespir, en la Catalunya Nord, todavía en Francia, para dirigir una campaña que, según sea el resultado, podría poner fin a más de seis años de exilio. Esto es lo que ha prometido, sea cual sea la consecuencia de volver a Catalunya en la fecha de constitución del nuevo Parlament.
Además, se ha mudado provisionalmente desde Waterloo. No solo por motivos logísticos, suponemos, sino para hacer el posible retorno a Catalunya más creíble e inevitable: también dijo que volvería con las elecciones del 2018, que ganó y tuvo entonces la mayoría parlamentaria suficiente para mantener el cargo. Pero nadie del Parlament catalán se atrevió a convocarle para la sesión de investidura, ante las amenazas explícitas de los tribunales, y él se mantuvo en el exilio y Quim Torra ocupó su puesto.
Nadie del Parlament catalán se atrevió a convocar a Puigdemont para la sesión de investidura de 2018
El momento era dramático: aquellos días, políticos y activistas catalanes iban desfilando hacia la Audiencia Nacional y puestos en el trullo con acusaciones de rebelión. Los partidos independentistas dijeron que ya se había enviado a suficiente gente al matadero judicial. Y él, que había tenido el objetivo de que a Bruselas se trasladara el núcleo del Govern del 2017 para mantener el pulso político con el Estado desde el exilio, también acabó por cambiar de estrategia.
Desde entonces, ha mantenido ese pulso con el Estado, pero prácticamente en solitario, con un apoyo interno en Catalunya que poco a poco empezaba a agotarse por falta de resultados políticos. Hasta que una carambola electoral en las elecciones generales del pasado verano le ha vuelto a poner en el centro. Puigdemont no lo ha desperdiciado.
El exilio desgasta. Pero también endurece. Su padre falleció en el 2019 y no pudo acudir al funeral. El lunes murió su madre y todavía no ha podido atravesar la frontera para despedirse debidamente. Lo han tachado de cobarde, de incontrolado, de trumpista, han coreado con cánticos masivos su ingreso en prisión, e incluso lo han colocado como pieza de caza los políticos que después le han ido a ver para negociar su apoyo. Quizás por eso, el Puigdemont que hemos visto estos días en precampaña es un Puigdemont de apariencia más madura, seria, reflexiva y sin espacio para los sentimentalismos.
Si alguien esperaba el regreso de un radical dispuesto a reunir a varios valientes en el municipio fronterizo de Prats de Molló y abrirse paso a codazos y trabuco hasta el balcón de la Generalitat, habrá quedado decepcionado.
El Puigdemont de esta precampaña es de apariencia más madura, seria, reflexiva y sin espacio para los sentimentalismos
Puigdemont se ha buscado como número dos una directiva del mundo de los negocios internacionales, y en sus primeras comparecencias ha querido remarcar su serio perfil negociador por delante de promesas de unilateralidad: todo un caramelo para los que añoraban el business-friendly y la política de puente aéreo de la antigua Convergència.
Con su figura a la cabeza, Junts da por asegurado el voto del independentista octubrista convencido, y se ha lanzado a buscar ahora el voto que hace frontera con ERC e incluso el que pudo caer en los brazos protectores y anestesiantes del PSC: el voto de orden que dice que sí, que quiere lo mejor para Catalunya, la independencia incluso, pero sin tirar ni un papel al suelo.
Puigdemont es periodista por accidente, lo mismo que también llegó a la presidencia de la Generalitat por una carambola política inesperada. Empezó a trabajar como corrector lingüista en el diario El Punt, y finalmente acabó escribiendo él las crónicas y las entrevistas. Haciendo periodismo conoció a su mujer, Marcela Toppor, y fundó la Agencia Catalana de Noticias y el diario en inglés Catalonia Today. Su mujer, por cierto, también ha sido objeto de acoso periodístico por su labor profesional.
Hijo de un panadero del pueblo de Amer, en Girona, sus orígenes familiares están emparentados con el republicanismo y el exilio. Su abuelo materno, Carlos Casamajó, era un republicano exiliado en Francia que dejó de enviar cartas en 1943 y nunca más se supo de él. El otro abuelo, Francesc Puigdemont, era un soldado republicano que huyó del frente y se refugió en la Sierra de Cádiz y en Burgos.
Independentista desde muy joven, Puigdemont podía haber militado en ERC perfectamente, pero en ese momento fue la JNC de Convergència la que recibió con los brazos abiertos a ese chico defensor del catalán y con un inflamado sentido de la justicia en cuanto al trato histórico recibido por Catalunya dentro del Estado español. La alcaldía de Girona y un escaño en el Parlament parecían el techo de su carrera política, hasta que la CUP quiso cobrarse la cabeza de Artur Mas a cambio de apoyar en el 2015 a la coalición de Junts pel Sí.
La maniobra de Pedro Sánchez con su periodo de reflexión de cinco días ha cambiado la lógica de la campaña catalana. Puigdemont, que había conseguido situarse en el centro del debate político y situar a Junts con unas perspectivas de remontada, ahora ha sido arrinconado por un golpe de efecto lleno de sentimentalismo. Pedro Sánchez, desde el palacio de la Moncloa, ha arrebatado el papel de víctima al exiliado que no puede cruzar el Pirineo porque sería encarcelado por terrorismo.
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