Opinión
¿Qué hay detrás de Ana Iris Simón?
Por Elizabeth Duval
Resulta que desde Moncloa han invitado a Ana Iris Simón a dar un discursito en un acto sobre el reto demográfico. A nivel político, sin valorar lo interesante que sea lo que Ana Iris tiene que decir, la mera invitación ya nos confirma que en España la gente no lee y tampoco ojea ni siquiera entrevista alguna; Moncloa no es más que una representación pequeñita de España, en este sentido bastante fiel, en la cual tampoco se han leído Feria. Insisto: no han leído a Ana Iris Simón, pues si lo hubieran hecho sabrían de antemano cuál iba a ser su discurso, que no varía mucho del que viene contenido en su libro y dosificado entre anécdotas y digresiones. El discurso que ha recitado ella delante de Pedro Sánchez no es sino un resumen del texto; si hemos de presuponer que, aunque no lean, los asesores de Moncloa no son imbéciles, supondremos también que se trata de una voladura más o menos controlada, y que hablaremos de esto un rato durante el cual no hablaremos, qué sé yo, de la crisis con Marruecos.
Pasemos a mis interpretaciones. No creo que Ana Iris Simón sea una peligrosa derechista reaccionaria infiltrada por Jorge Buxadé para atraernos a todos y atarnos en las tinieblas. Tampoco es exactamente la última esperanza de una izquierda a la deriva (sic), atolondrada en la tontería posmoderna (sic), despegada de la vida cotidiana, del amor, de la familia y de todas las cosas que son más reales que otras. Hago una última confesión antes de entrar en materia: Ana Iris y yo somos casi compañeras de trabajo, sólo que ella está —creo— contratada como redactora y yo colaboro como freelance; nos hemos cruzado más bien poco, pero intercambiamos unos mensajes de WhatsApp en 2019 —y en otras ocasiones después— para ver si podíamos organizar un contubernio judeomasónico y tomarnos unas cañas. Estas líneas las añado para que, si hay suerte, y estando en desacuerdo en un montón de cosas la una con la otra, a ella la llamen posmoqueer armariada y a mí me vinculen —por asociación— con la Sección Femenina de la Falange Española.
Hay cosas del discurso de Ana Iris Simón que están bien dichas y cuestiones que son profundamente problemáticas; que algunos reaccionen como forofos intentando encontrar en su discurso maravillas que no ha mencionado y delitos de odio que tampoco es menos comprensible. Los términos de su discurso son inteligentes, porque son simples; le permiten conectar con un espectro amplio de intuiciones comunes más o menos razonables. La crítica a la reconversión industrial, esbozada en términos que tratan a España «como el Marina d’Or» de la Unión Europea, está bien; también hablar de desigualdad territorial en términos de quién pudo subirse al carro del sector servicios y quién no. Medidas como «reindustrializar el país, una regulación inmobiliaria sin medias tintas y medidas que beneficien nuestros productos frente a los de fuera» pueden pasar por cosas muy sensatas que incluso Joe Biden firmaría hoy en Estados Unidos.
Pero al tratarse de un discurso «simple» se escapan una gran cantidad de sutilezas, capaces ellas mismas de arruinar todo lo fácil. No hay ninguna intuición del mundo como sistema complejo, con sus actores, beneficiarios y damnificados, sino un totum revolotum antiglobalista en el cual cada uno de los estados-nación parece existir por sí solo sin intervención externa. Y algunas vueltas de tuercas discursivas inteligentes, finísimas, que hacen pasar por fácilmente defendibles ideas muy cuestionables: plantear la inmigración como un proceso neocolonial de extracción en el cual «se roba la mano de obra a quienes antes robábamos el oro» permite cerrar las puertas del país —o al menos debatir sobre ello— como si fuera por su bien, con prístina actitud anticolonialista, como si quienes emigran no lo hicieran para mandar dinero a la familia que se queda en su país, víctimas de un capitalismo global que Ana Iris sí que señala, y como si los flujos migratorios y su apertura o restricción fueran una cuestión de balanza de pagos y pensiones. Su discurso ofrece soluciones rápidas, como si todo fuera a solucionarse con un cheque por bebé y unas cuantas buenas voluntades natalistas; lo que se esconde detrás son inquietudes complejas y no siempre claras.
Ofrecer beneficios fiscales a las familias es atajar el síntoma sin encargarse del problema. Para ser ella alguien que ensalza la familia y los vínculos afectivos y amorosos fuertes y duraderos, algo absolutamente loable y que yo también he sostenido en muchas ocasiones —por ahí hay algunos artículos míos criticando las trampas del nuevo mercado sexoafectivo y del neoliberalismo sentimental en el que nos ubicamos—, no parecen abundar las referencias genuinas a una situación de precariedad ontológica, con muchas más aristas, ligada a una multitud de factores. Los mimbres están ahí, en su discurso, pero no están trazadas las líneas entre ellos, lo cual permite también a cada uno, como si de una de estas pruebas psicológicas con manchitas se tratara, escuchar y leer en Ana Iris Simón lo mismo que siempre ha deseado escuchar y leer.
Algunos acusan a la autora de carca o facha por defender la familia. Muchos han respondido, no sin parte de razón, recuperando los antiguos carteles de diversos partidos comunistas en los que se mostraban como garantes y defensores a ultranza de los vínculos familiares. Y, al menos desde esta columna, no manipularemos o haremos trampas para intentar llamar homófoba o excluyente a Ana Iris Simón en sus modelos familiares, habiendo la autora en distintas ocasiones manifestado —para tristeza de sus defensores más conservadores— su beneplácito ante familias de muy diverso signo «siempre que haya amor». No hace falta criticar a alguien por lo que no dice cuando se puede criticar lo que sí, ¡y se puede, y mucho! En Feria, aunque para saberlo haya que leerse el libro, la autora reivindica, hablando de la incorporación de la mujer al mercado laboral, que «igual no teníamos que haber reclamado trabajar también nosotras a cambio de un salario, sino que ellos trabajaran menos»… como si la culpa de esa incorporación fuera de las feministas y no de las necesidades del sistema capitalista en tiempos de guerra, y como si esa incorporación fuera per se negativa. Su cuestionamiento no se para ahí: cita a Sylvia Plath cuando esta piensa en «abandonarse a los fáciles ciclos de la reproducción y a la presencia cómoda y tranquilizadora de un hombre en casa»; expresa su deseo o pensamiento más oscuro de quizá querer ser, ay, «un poco mujer florero».
En el discurso de Ana Iris Simón, y no en el del speech de dos minutitos, sino en el que ha desarrollado en un libro, se produce una constante naturalización de los roles sociales y de género. Lo que hay detrás de su tremebundo elogio de las certezas, de hecho, es una búsqueda de las certezas biológicas, naturales, antropológicamente espirituales y presuntamente universales del ser humano, cuya aspiración máxima es una restauración del status quo. ¡Cuán presto se va el placer y cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor! Ana Iris Simón elogia a los «tíos tíos», machos chutados de testosterona, opuestos a los metrosexuales herederos de los «futbolistas del Madrid» (cito textualmente) y a lo que el Fary criticaba como hombre blandengue. Y, en su intuición conservadora —y no es que todo lo conservador sea algo malo, pero algunas cosas conservadoras son, sorpresa… ¡conservadoras!—, la autora suspira al decir que «sigue existiendo gente antigua, y menos mal».
La gran sustitución discursiva de Ana Iris Simón sucede en las primeras páginas de Feria y es lo que convierte un discurso que podría provenir de la izquierda sin mayor sobresalto en algo problemático. Si bien identifica el origen del desarraigo en un primer momento con una causa económica —perfecto: condiciones materiales con cuyo análisis podemos estar completamente de acuerdo, ¡e incluso en las medidas para solucionar el dilema!—, su innovación, y lo que permite que una parte de la derecha la reconozca, y busque en ella, como diría Calvino, aquello «que en medio del infierno no es infierno», y le dé espacio, es retorcer esa causalidad económica —alejándose de las condiciones materiales— hasta hablar de una determinación por convicciones, por ideas y mentalidades.
En la jerarquía de Ana Iris es casi más grave el liberalismo cultural que el liberalismo económico; si nos pasáramos de rosca, si bromeáramos un poquito, podríamos decir que la autora es la más hegeliana y posmoderna de las izquierdas recientes. Sí, sí, muy bien, el modo de producción de los bienes materiales determina la conciencia social y la vida espiritual… pero, desde el momento en el que se ponen en el punto de mira más los hábitos y las costumbres de la cultura, como si fueran males en sí mismos y no simples reflejos del régimen económico, las intuiciones conservadoras —por neoliberales que sean en lo económico— pueden sin problema conectar con el discurso, ponerse contentísimas y besar el suelo por donde pisas.
El discurso que iguala el liberalismo económico con el liberalismo cultural es un discurso profundamente peligroso, porque nos hace olvidarnos de todo lo bueno que puede tener el liberalismo cultural; ¡sí, sí, lo bueno, lo positivo! Hay quienes, desde la izquierda, dirían que lo peor del liberalismo es la democracia parlamentaria burguesa, o aquello que Ramiro Ledesma Ramos —que servidora también ha leído, como es saludable leer a aquellos de la trinchera opuesta— llamaba el sistema demoburgués; yo considero que quienes no identifiquen lo peor del liberalismo con su deformación en lo económico se están equivocando gravemente, llegando a suponer un peligro para el orden público, y que hay hasta puntos de encuentro entre el bueno de Stuart Mill y el bueno de Marx. Declararse antiliberal es un punto discursivo peligroso, porque permite tirar por la borda algunos de los mejores sistemas de gobierno que la civilización ha ideado, despojarse de los derechos civiles y preparar el camino a auténticas barbaridades.
Hace unos cuantos meses escribía un texto en el que reflexionaba sobre la situación de mi generación. Decía que era fácil imaginarnos que el futuro de Europa fuera el fascismo, y que quienes han situado el marco de lo político como un conflicto entre globalistas y nacionalistas o patriotas tienen su buena parte de razón. Decía que se había abierto todo un catálogo reluciente de tentaciones, con personas que estarían dispuestas a tirar por la borda a inmigrantes, minorías sexuales y otros grupos si esto supusiera la oportunidad de implantar sistemas nacionalmente más justos. También decía, gran crimen el mío, que intentaba comprender sus motivos sin presuponer malicia.
No creo que Ana Iris Simón esté dispuesta a eso y no la concibo como una enemiga. Nuestras diferencias son más que evidentes: parte de su discurso antiliberal me parece peligroso —¡a mí, económicamente revolucionaria, que siempre repito que en un sistema ideal yo aparentaría ser una liberal de izquierdas!—; sus afirmaciones sobre inmigración, algo torticeras; su naturalización de los roles sociales de género y de otras tantas diferencias, una barrabasada conservadora. Pero también sé que no puede equivocarse en todo si sus intuiciones encuentran tanto eco: comprendo la necesidad de vínculos en un mundo que se desintegra, comprendo la necesidad de una patria, el anhelo de Dios, de relaciones estructuradas, de familias y de condiciones de existencia viables. Me resisto a quienes ven en ella o bien un demonio o bien el tan esperado signo de los tiempos: prefiero encontrar simplemente una oportunidad para discutir sobre muchas cosas. Y espero, para poder discutir sobre todo lo que en su discurso me parece problemático o directamente peligroso, que retomemos esas cañas y ese contubernio judeomasónico: estaremos de acuerdo en muchas cosas y en otras tantas no podríamos tener más desencuentros. No habrá agenda 2030 ni plan 2050 si en 2021 nos esforzamos tanto en sacarnos los ojos los unos a los otros.
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