Opinión
Proliferación de armas de destrucción masiva
Por Yuri
¿Qué son realmente las armas de destrucción masiva?
¿Cuántas hay? ¿Quién las tiene? ¿Qué pasa con su proliferación?
Ha sido uno de los clichés más determinantes en la política y la propaganda de esta primera década del siglo XXI: las llamadas armas de destrucción masiva y su posible proliferación a estados problemáticos o grupos terroristas se han convertido en una especie de mantra que vale para todo y lo justifica todo. Sin embargo, el asunto presenta muchos más matices y recovecos de lo que seguramente les gustaría a quienes utilizan esta expresión esperando que todo el mundo se obre encima de miedo y suplique salvapatrias. O salvamundos. Para empezar, ¿qué son realmente estas armas de destrucción masiva? ¿Cuántas hay? ¿Quién las tiene? ¿Y qué pasa exactamente con su proliferación?
Armas de destrucción masiva.
El primer uso documentado de la expresión armas de destrucción masiva corresponde al arzobispo anglicano de Canterbury y Primado de Inglaterra Cosmo Gordon, en 1937, refiriéndose al bombardeo nazifascista de la localidad vasca de Gernika y el inicio de la Segunda Guerra Sino-Japonesa:
–"Llamamiento del arzobispo", The Times (Londres) 28 de diciembre de 1937, pág. 9.
Durante los años siguientes, armas de destrucción masiva continuaría siendo prácticamente sinónimo de bombardeo en alfombra. Esta táctica bélica, consistente en el lanzamiento de un gran número de bombas convencionales de aviación contra un área general para alcanzar uno o varios objetivos particulares, presenta ya la característica principal del concepto: una notoria desproporción entre la fuerza empleada y la entidad del objetivo militar declarado, con enormes daños colaterales y el añadido de un factor sociológico de terror y desmoralización entre los civiles considerados enemigos. Estaríamos, pues, ante una forma de terrorismo de estado a gran escala.
Hasta casi finales de la Segunda Guerra Mundial, se mantendría esta identificación de las armas de destrucción masiva con el bombardeo estratégico mediante aviones o cohetes convencionales de distintos tipos. De hecho, las máximas expresiones de destrucción masiva en un acto bélico siguen siendo ataques de este tipo realizados durante este conflicto, fundamentalmente por las fuerzas aéreas de los Estados Unidos y el Reino Unido. El bombardeo incendiario de Tokio a manos de la aviación norteamericana, en la noche del 9 al 10 de marzo de 1945, continúa siendo la mayor matanza concentrada de civiles en un solo acto destructivo de la historia de la humanidad: en torno a cien mil personas perecieron en menos de tres horas (cifra oficial: 83.000; según los bomberos de Tokio: 97.000), unas cuarenta o cincuenta mil resultaron heridas y un millón se quedaron sin casa.
Como es sobradamente conocido, este conflicto terminó con otras dos grandes matanzas perpetradas por las fuerzas estadounidenses con un nuevo tipo de arma: los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, hasta el día de hoy el único uso de armamento nuclear en una guerra real. Aunque el número de víctimas inmediatas fue menor (entre otras cosas, porque se trataba de armas muy primitivas lanzadas sobre localidades más pequeñas), la cifra final por fallecimiento de heridos y enfermos resultó bastante mayor: entre 150.000 y 246.000 (de 90.000 a 166.000 en Hiroshima y de 60.000 a 80.000 en Nagasaki; aunque la bomba de Nagasaki era bastante más potente, se desvió hacia un área industrial, estalló más lejos del centro urbano y las colinas alrededor del río Urakami hicieron de escudo para zonas significativas de la ciudad). Las muertes instantáneas fueron de 70.000 a 80.000 personas en Hiroshima y de 40.000 a 70.000 en Nagasaki, civiles en su inmensa mayoría.
Sin embargo, la proporción de mortandad fue inmensamente mayor que en cualquier otro caso anterior. Durante la noche del gran bombardeo incendiario de Tokio, residían en la capital nipona unos seis millones de personas; aceptando la cifra de los bomberos (97.000 muertos), pereció el 1,61% de la población. En otros grandes bombardeos, las cifras fueron algo superiores: el 2% en Dresde (25.000 muertos de 1.250.000 habitantes: 645.000 de preguerra y unos 600.000 refugiados), el 3,3 % durante la Operación Gomorra contra Hamburgo (37.000 muertos de 1.130.000 habitantes) o el 4,2% en Kassel.
En el bombardeo atómico de Hiroshima fue aniquilado instantáneamente el 22% de la población y el 47% como resultado de los efectos secundarios (75.000 y 166.000, respectivamente, de 340.000-350.000 habitantes). Esto es, un orden de magnitud más que en los grandes bombardeos convencionales: entre once y veintitrés veces más que en Dresde, entre siete y catorce veces más que en Hamburgo. Aunque Nagasaki "salió peor" (desde el punto de vista de los atacantes), la mortandad instantánea fue del 15-28% y la total, del 30-32%. Todo ello, con bombas precarias llevadas a correprisas a la guerra.
Así se entiende fácilmente que el concepto arma de destrucción masiva pasó de ser sinónimo del bombardeo de alfombra a significar, en buena medida, "arma nuclear". Parece que los primeros en definir así esta nueva clase de bombas fueron los soviéticos, con la expresión оружие массового поражения (literalmente, "armas de destrucción masiva"), aunque en los Estados Unidos había comenzado a utilizarse también armas adaptables para la destrucción masiva. En 1947, Oppenheimer establecería definitivamente la expresión en Occidente. Hoy en día, las armas nucleares y termonucleares siguen considerándose los máximos representantes de este tipo de armamento.
Pero no los únicos. Generalmente se acepta que las armas químicas y biológicas forman también parte de este concepto, por su carácter incluso más indiscriminado y su capacidad de matar o herir a numerosas personas y otros seres vivos más allá de la supresión del objetivo militar declarado. Las armas químicas son sustancias tóxicas que se dispersan para envenenar al enemigo, mientras que las biológicas consisten en microorganismos causantes de enfermedades que buscan su incapacitación. Ambas se han utilizado desde tiempos remotos. El envenenamiento de las flechas, que puede considerarse un tipo de arma química, data de la Prehistoria; lanzar cadáveres en descomposición a las ciudades sitiadas, o enviar a víctimas de enfermedades infecciosas a territorio del oponente para provocarle epidemias, son técnicas militares que se vienen usando al menos desde los orígenes de la civilización.
Las armas químicas y biológicas se consideran habitualmente menos eficaces y destructivas que las armas nucleares, y más fáciles de contrarrestar con técnicas modernas. La vacunación, la cuarentena y el simple reparto de máscaras antigás a la población reduce enormemente sus efectos. Excepto por algunas armas biológicas muy especiales, su diseminación efectiva resulta más complicada de lo que parece y exige algo parecido a un gran bombardeo convencional para hacerlo a escala significativa; en este blog ya hablamos, por ejemplo, del "ántrax" y sus peculiaridades.
Se incluye también normalmente a las armas radiológicas o bombas sucias entre las de destrucción masiva. Hay quien las considera un tipo de arma nuclear, pero en realidad se parecen muchísimo más a un arma química, sólo que sustituyendo la sustancia tóxica por una sustancia radioactiva; en todo lo demás, no se diferencian gran cosa de las químicas y presentan ventajas e inconvenientes muy similares. Aunque es posible diseñar un tipo de arma nuclear-radiológica extremadamente aniquiladora, la llamada bomba del juicio final, no consta que se haya construido nunca una y requiere disponer primero de un arma atómica para hacerlo. Por el extremo contrario, una bomba atómica pobremente diseñada o construida que diera lugar a un chisporroteo de baja o mediana energía podría considerarse técnicamente un tipo de arma radiológica.
Otras personas discrepan de que las armas nucleares, químicas-radiológicas y biológicas sean las únicas de destrucción masiva, o incluso las más representativas. Señalan que su uso resulta excepcional, prácticamente inexistente, y su espectacularidad contribuye a disimular los mecanismos más habituales de muerte violenta en el mundo. Organizaciones como Oxfam Internacional, Amnistía Internacional o IANSA aducen por ejemplo que la humilde bala sirve para matar a quinientas mil personas al año: una Hiroshima cada cuatro meses. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, las minas antipersonales matan y amputan a entre 8.000 y 24.000 personas al año, la mayoría niños, con el mismo carácter indiscriminado y mayor crueldad que las armas de destrucción masiva más glamurosas.
Por su parte, la munición de racimo olvidada tras los conflictos tiene efectos parecidos. Recientemente, la Convención contra las Municiones de Racimo ha sido firmada por 105 países y ratificada por 47; por desgracia, entre estos no se encuentra ninguno de los principales fabricantes de armamento. Lo mismo sucede con el Tratado de Ottawa contra las minas antipersonales.
Proliferación y reducción.
Al igual que el concepto arma de destrucción masiva es discutido, el de proliferación también tiene sus detractores debido a una variedad de motivos. El más común es que parece restringir el "derecho de posesión" a los países que ya disponen de ellas, poniendo el foco –y el rechazo– de la opinión pública sobre países pequeños y relativamente indefensos mientras lo aleja de los grandes y poderosos que disponen de miles de ellas muchísimo más avanzadas. Esto crearía estados de primera con privilegios especiales, estados de segunda con los que se tiene tolerancia y estados de tercera a los que echar a los perros, una discriminación notablemente injusta.
Esta discrepancia no carece de mérito, si bien resulta oportuno hacer algunas precisiones. Por un lado es cierto que, por ejemplo, el Tratado de No-Proliferación Nuclear de 1968 reconoce el derecho de posesión de armas nucleares a cinco países: Estados Unidos, Rusia (como estado sucesor de la Unión Soviética), el Reino Unido, Francia y la República Popular China. Así expresado, parece claramente una injusticia y sorprende que lo haya firmado todo el mundo menos Israel, India y Pakistán (más Corea del Norte, que lo denunció en 2003): ¿qué tienen estos países que no tengan otros?
Bueno: es que el Tratado de No-Proliferación no se consideraba un fin en sí mismo, sino un medio para comenzar el proceso de desarme nuclear en conjunción con otros convenios internacionales. Es, por expresarlo de algún modo, un acuerdo de contención temporal; algo así como "impidamos que sigan surgiendo potencias nucleares, para facilitar que quienes ya lo son reduzcan o incluso eliminen en el futuro sus arsenales". Sin duda resulta más imaginable el desarme nuclear en un mundo donde no hay amenazas atómicas por todas partes; además, poner de acuerdo a cinco es más fácil que poner de acuerdo a cincuenta.
No se puede olvidar que el Tratado de No-Proliferación se firmó durante los años más duros de la Guerra Fría. Habría sido poco realista esperar que los poseedores de armas nucleares renunciaran a ellas de la noche a la mañana. Sin embargo, funcionó, al menos en parte: inmediatamente a continuación vinieron los Acuerdos SALT (1969-1979) y el de Misiles Anti-Balísticos (1972), lo que después permitiría el de Misiles de Alcance Intermedio de 1987, los START I y II de 1991 y 1993, el SORT de 2003 o el nuevo START de 2010 (y la revisión de este mismo año al Tratado de No-Proliferación original). Así, hemos pasado de las 75.000 armas nucleares de la Guerra Fría a las 22.600 del presente (7.700 operacionales y el resto en almacenamiento). El nuevo START pretende reducir el número de cabezas estratégicas activas a la mitad. No es ninguna maravilla, pero probablemente resulta mejor que lo que había y difícilmente se habría logrado en un mundo con una proliferación generalizada.
Más éxito parece estar teniendo la Convención de Armas Químicas de 1993, cuyo propósito es la erradicación completa de las mismas. Sólo quedan siete países que no hayan ratificado el tratado: Israel, Myanmar, Angola, Egipto, Corea del Norte, Somalia y Siria. El resto del mundo, incluyendo de forma muy significativa a los grandes poseedores (Estados Unidos y Rusia, con 31.500 y 40.000 toneladas respectivamente) participan en este proceso de desarme. Las sesenta y cinco fábricas de armas químicas letales declaradas han sido desactivadas; cuarenta y dos se han destruído y diecinueve se han reconvertido para uso civil; los arsenales existentes se están destruyendo a buen ritmo. Existen bastantes motivos para pensar que llegaremos a 2012 con una cantidad muy reducida de armamento químico en el mundo.
El estado del armamento biológico es más ambiguo. Si nos guiamos por las declaraciones públicas, nadie reconoce fabricarlo, nadie reconoce poseerlo y nadie lo ha usado en las últimas décadas. En ese sentido, la Convención de Armas Biológicas habría tenido un éxito notable. La pura verdad es que, salvo en algún periodo histórico, nunca fueron excesivamente populares; y con la llegada del arma nuclear, han ido quedando relegadas a un papel de arma de pobres. No obstante, existen motivos para sospechar que se mantienen activos al menos algunos programas de investigación defensiva que probablemente trasciendan los límites de la defensa (más detalles, sobre diversos países, en el artículo sobre el "ántrax").
Una proliferación paralela a la de estas armas de destrucción masiva es la cada vez más ubicua presencia de misiles de largo alcance. A fin de cuentas, ningún arma sirve de gran cosa sin una manera eficaz de servírsela al enemigo; y en esta función, los misiles siguen sin tener rival. Son ya varios los países que disponen de un programa espacial y por tanto de misiles balísticos intercontinentales (ICBM/SLBM) con variado nivel tecnológico. Ya no sólo hablamos de Estados Unidos y Rusia (que los tienen de todos los sabores y capacidades), sino también del Reino Unido (con el Trident II del primo americano), China (DF-5 y DF-31, pronto los DF-41 y JL-2), Francia (M45, limitado a 6.000 km; se espera pronto el M51), Israel (Jericó III, aunque con algunas limitaciones), India (Agni V, también con limitaciones y restringido a 6.000 km) y probablemente Corea del Norte (Taepodong-2, si bien con severas limitaciones tecnológicas). El mundo de los MRBM (1.000 a 3.000 km de alcance) e IRBM (3.000 a 5.500) está mucho más poblado, e incluye también a Pakistán (Ghauri y Shaheen II) e Irán (Sajjil, Shahab 3 y Ashura). El Régimen de Control de Tecnologías Misilísticas y el Código de La Haya parecen estar teniendo algún efecto, pero no demasiado.
Durante los últimos años ha llegado al público el debate sobre los misiles antimisil y muy ruidosamente sobre los distintos escudos propuestos sobre todo en los Estados Unidos (aunque la URSS y luego Rusia también tienen una larga experiencia al respecto). Ya he manifestado alguna vez en este blog mi hondo escepticismo ante tales sistemas de defensa de área extensa, los haga el yanqui, el ruso o el sursum corda: la espada es más poderosa y mucho más barata que el escudo; la espada elige el tiempo, el lugar y la sorpresa; la espada puede concentrar su fuerza en uno o varios puntos débiles mientras el escudo debe protegerlos a todos a la vez; el coste de una mejora tecnológica en la espada es muchas veces inferior al coste de mejorar el escudo para contrarrestarlo; siempre hay cosas que el escudo no puede parar, y una vez roto por un sitio, roto por todos. Es concebible que un escudo muy sofisticado pueda detener un número reducido de armas relativamente primitivas; pero no más.
Entre estas cosas que ningún escudo puede detener hoy por hoy, salvo que las pillaran por los pelos en la fase de despegue, se encuentra el pulso electromagnético de gran altitud o bomba del arco iris y los sistemas de bombardeo orbital fraccional de alcance global (FOBS); totalmente prohibidos, pero perfectamente disimulables en lanzadores espaciales y la solución obvia al problema planteado por un escudo antimisiles. Un satélite FOBS, que puede camuflarse como cualquier otra cosa, no tendría problemas significativos para soltar cabezas desde su órbita –incluso desde órbitas lejanas– por fuera del alcance de los radares del tipo BMEWS/PAVE PAWS/HEN HOUSE/Don/Daryal y lejos de la vista de los satélites DSP/Oko si el lanzamiento se produce con antelación al conflicto. No resulta evidente de qué manera podrían detectarse estas cabezas FOBS antes de que iniciaran la reentrada en la atmósfera terrestre o incluso antes de que hicieran impacto, ni cómo interceptarlas en caso de que opten por trayectorias remotas (y habría que ver cómo funcionan radares del tipo de AN-FPS-85 o GRAVES tras un ataque de pulso electromagnético o de oscurecimiento por ionización).
Proliferación a grupos particulares.
El mantra propagandístico sobre los riesgos de la proliferación a que me refería al principio se ha orientado fundamentalmente contra la posibilidad de que esta clase de armas lleguen a estados problemáticos o grupos terroristas particulares. La probabilidad real de que una organización terrorista clandestina consiga u opere este tipo de armas, y especialmente armas nucleares, es muy baja por una diversidad de razones. La primera es que las armas nucleares, o las químico-biológicas avanzadas, evidentemente no están en venta. Las atómicas, además, incorporan sistemas criptográficos y otras medidas para impedir su uso indebido. Incluso aunque alguien consiguiera un arma nuclear aprovechando un colapso político como el que ocurrió en la URSS –y donde ninguna acabó fuera de su sitio; un día de estos te contaré cómo– o algún despiste como los que han tenido recientemente en los Estados Unidos, no podría usarla sin las correspondientes claves (si bien los misiles Minuteman norteamericanos tuvieron la clave 00000000 durante varios años y los británicos protegían sus bombas termonucleares WE.177 con cerrojos parecidos a los de las bicicletas).
Conseguir componentes de un arma nuclear para montársela uno mismo resulta muchísimo más difícil y exige disponer de especialistas experimentados más algunos instrumentos que no se pueden obtener con facilidad. Para un grupo clandestino, resolver la geometría del arma, asegurar la sincronía de inserción y mantener la seguridad físicanuclear para impedir que algunos materiales esenciales se echen a perder puede constituir un desafío imposible. Que no es como montar un mueble del IKEA, vaya. Si se quiere hacer pequeña y portable, menos aún. Por supuesto, es posible; pero muy improbable. En todo caso, nunca se ha encontrado un arma nuclear ni componentes sustanciales de las mismas en manos de un grupo terrorista particular.
En la práctica, la seguridad que rodea a las armas nucleares es excepcional. Hay incontables niveles de protección física, lógica y por la vía del espionaje para defenderlas. Si un tipo te propone comprarte una bomba atómica de las que cuidas en tu silo, lo más probable es que estés ante un agente provocador y la salida correcta es denunciarlo inmediatamente a tus superiores. Por otra parte, el tráfico de materiales nucleares militares es una actividad de alto riesgo y la probabilidad de que vivas el tiempo suficiente para disfrutar de tu dinero resulta próxima a cero. No esperes que nadie, en ningún lugar, haga muchas preguntas sobre lo que te pasó. Parafraseando a Vladimir Putin, "se hundió".
Algunos grupos han utilizado ocasionalmente armas químicas, si bien a muy bajo nivel. Fue muy destacado el ataque con gas sarín contra el metro de Tokio perpetrado por la secta apocalíptica japonesa Aum Shinrikyō; el saldo de víctimas ascendió a trece muertos, cincuenta heridos graves y mil afectados leves, mucho menos de lo previsto en un caso así. La insurgencia iraquí ha hecho estallar varios camiones cargados con gas cloro en diversos atentados; aparentemente, el gas no provocó mucho más que diversas molestias y todos los muertos fueron causados por la detonación de los explosivos. En general, el uso de agentes químicos de la naturaleza y en la cantidad que puede manejar una organización terrorista clandestina es extremadamente ineficaz. En una utilización militar normal, suelen hacer falta bastantes toneladas bien dispersadas para producir algún efecto útil.
Cosa parecida sucede con el terrorismo biológico. Descontando el caso del ataque con carbunco de 2001 en los Estados Unidos, que ya hemos visto que tuvo un origen muy extraño, los dos únicos bioatentados que se recuerdan en épocas recientes bordean el ridículo. El primero de ellos también fue cosa de los chalados de Aum Shinrikyō: en junio de 1993 liberaron un aerosol de carbunco en Tokio, sin provocar ni una sola infección; militarizar las esporas resulta más complicado de lo que parece. El segundo ocurrió en Oregón en 1984, donde otros tarados –esta vez seguidores de Osho– lo intentaron contaminando con salmonella los buffets de ensaladas de diez restaurantes. Sí, así de cutre, y el efecto estuvo a la altura: aunque 751 personas contrajeron salmonelosis y hubo que ingresar a 45, ni una sola perdió la vida. Vamos, que poniendo a un lado lo de 2001, todos los daños causados por el temido y temible bioterrorismo se reducen a... unas cagaleras.
No obstante, aquí sí resulta prudente hacer alguna consideración adicional. Un grupo decidido, con algunos especialistas cualificados y recursos paraestatales –o paraempresariales, de una compañía mediana e incluso relativamente pequeña– podría diseñar y militarizar un arma biológica de manera relativamente sencilla a poco que contase con una buena cepa base. Evitaremos entrar en detalles, pero los materiales necesarios resultan relativamente sencillos de obtener y operar con un grado razonable de seguridad. Más complicado sería ponerlo todo en marcha sin levantar sospechas.
Una bomba sucia es fácil de construir mediante el sencillo procedimiento de envolver una carga explosiva en materiales radioactivos, por ejemplo basura nuclear o una fuente radiológica estilo Goiânia. Sin embargo, un arma así tendría un efecto predominantemente local, con el área de mayor peligrosidad reducida a unas decenas de metros; si nadie resulta herido por la explosión, sería bastante raro que llegara a ocasionar alguna muerte directa. Como mucho, algún cáncer con el paso de los años y muchísimas gracias.Vale, el efecto económico resultaría notable si por ejemplo estallara en un centro financiero importante, pero en unas semanas serían noticias antiguas.
En suma: que en la inmensa mayoría de usos posibles para las organizaciones terroristas clandestinas, las armas de destrucción masiva son más bien armas de destrucción chiquitina. Para idear alguna situación en que uno de estos dispositivos causara por sí mismo más mal que –por ejemplo– un camión bomba bien cebado, hay que imaginar una trama un tanto novelesca. Esto no quiere decir que resulte imposible, claro: es bien sabido que la realidad, en ocasiones, supera a la ficción. Pero la vida en la clandestinidad ya es lo bastante complicada como para liarse con operaciones muy complejas e impredecibles; y salvo que a alguien le surja alguna ocasión de oro, la gente prefiere dejar las gollerías de destrucción masiva a los estados y concentrar sus recursos –siempre limitados– en algo barato y que mate mucho de forma bien comprobada y conocida. Eso son, exactamente, los explosivos convencionales. El vulgarísimo ANFO (básicamente, fertilizante nitrogenado y gasoil) se ha demostrado mucho más efectivo para las organizaciones ilegales que todas las armas de destrucción masiva del mundo; y si le pueden echar mano a un poco de ciclonita o cosa así para ponerle la guinda al petardo, ya tienen el día hecho. Y a las pruebas me remito: eso es lo que ocurre día sí, día no en este planeta viejo.
Por todo ello, las armas de destrucción masiva son temibles en manos de estados u organizaciones de similar poder, pero la probabilidad de que le sirvan de algo a un grupo clandestino es francamente reducida. Como fenómeno sociopolítico global, resulta de lo más intrigante observar cómo un gran número de países se están cargando una montaña de libertades en nombre de defendernos contra una amenaza... que nunca se ha plasmado de ninguna manera significativa. Es casi como subir los impuestos para montar un ejército que nos defienda de una invasión extraterrestre; cosa que tampoco resulta técnicamente imposible pero sin duda es poco probable. La verdad, suena a excusa o a paranoia para hacernos tragar con cosas que seguramente no tragaríamos sin ese miedo. Las armas de destrucción masiva fueron siempre armas de terror, incluso aunque no se utilizaran, y parece que siguen siéndolo en la actualidad. Aunque no de la manera que dicen.
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