Opinión
Unfollow, primas
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
Tengo muchas pasiones secretas. La mayoría prefiero no confesarlas en esta columna, pero hay una que no me da vergüenza reconocer: estoy enganchada a las instagramers más tradicionales y, por supuesto, menos críticas o progresistas.
Ea. Ya lo he dicho.
Cada día echo un ojo a María Pombo, que ha estado de vacaciones en el norte y sigue siendo adicta a las patatas fritas; María García de Jaime y Tomás Páramo tuvieron a su primer hijo con 19 años, son religiosos y están en contra del derecho al aborto; María Fernández-Rubíes espera a su segundo bebé mientras disfruta del verano con su marido dentista en el sur; Verdeliss pasa mucho tiempo en casa, pero supongo que es un rollo salir con tantos hijos e hijas; Belén Canalejo, conocida como Balamoda, ya ha vuelto a Los Ángeles después de pasar un par de meses de vacaciones por España. Todas hablan de moda y de crianza, de decoración; algunas salen de fiesta, recomiendan restaurantes caros, van al súper, dicen que limpian sus casas.
En realidad, suena bastante menos divertido de lo que suele ser. Millones de personas vemos cada día sus historias de Instagram y, en alguna ocasión, yo misma he aprovechado sus códigos de descuento para comprarme algo. Debo a Verdeliss un 20% de descuento en unos polvos negros que blanquean los dientes y, para guasa de mis compañeras de trabajó, el año pasado me compré el Método de Balamoda, un planificador que no sirve para gran cosa aunque es precioso. De Dulceida prefiero no hablar porque es ella mi mayor perdición y rompe un poquito —un poquito solo— las dinámicas habituales del resto de las mujeres que más éxito tienen en redes sociales. Insisto: solo un poquito.
La periodista Teresa Villaverde hace reflexiones interesantísimas sobre este fenómeno. Ha analizado, para artículos y conferencias, lo que puede significar que las influencers con más éxito en redes sociales sean principalmente conservadoras. María Pombo, por ejemplo, acudió a una concentración por la Unidad de España convocada, entre otros, por el partido de ultraderecha Vox. Todas son monísimas, heteras, promueven el ideal de familia más rancio y comparten sus reflexiones ante miles y miles de personas cada día. Lo cierto es que casi ninguna habla explícitamente de política, pero ni falta que hace. En el artículo Instagram y las vidas patrocinadas, publicado en el anuario número 9 de Pikara Magazine, Villaverde explica cómo Instagram nos “permite la espectacularización total de la vida, no solo para unas pocas, sino para cualquiera que tenga una cámara a mano y una cuenta”. Además, influyen directamente en el ideal de belleza actual y refuerzan los estereotipos de género más rancios.
Son ya muchas las críticas que conocemos a este fenómeno. Para mi gusto, la más acertada es esa que señala como intolerable la exposición pública de los y las menores. Algún día, quizá no muy lejano, las instituciones tendrán que hacerse cargo y poner todos los recursos a su alcance para defender a todas las criaturas que ven vulnerado cada día su derecho a la intimidad. Verdeliss, por ejemplo, se ha defendido argumentando que las nuevas generaciones tienen otra relación con las redes sociales y que solo muestran lo que quieren mostrar. De hecho, en el programa Las Uñas, de Sindy Takanashi, dijo, ni más ni menos, que “exportan lo que quieren exportar de ellos”.
La críticas y el machaque
Es un fenómeno relativamente nuevo. Muchas de ellas aseguran en entrevistas que las ha pillado por sorpresa, que nunca pensaron que las marcas pudieran interesarse en ellas, que se lanzaron a compartir contenidos en redes sociales por placer y después llegó el éxito. Es cierto que forman parte de la primera generación de una de las muchas profesiones que han surgido últimamente al calor de las redes sociales. Ahora, convertidas en personajes públicos, muchas estarán todavía flipando. Desde casa, grabando su día a día, se han hecho ricas y famosas. Quizá conscientes de la fragilidad de un negocio todavía muy joven, muchas de ellas han abierto sus propias empresas de ropa o cosméticos. No necesitan contratar publicidad, claro.
Su gran visibilidad ha hecho también que estén en el punto de mira. Hablan de ellas en la prensa, se crean perfiles en redes sociales para analizar su contenido y son uno de los principales focos de debate en Cotilleando, un foro que lleva desde 2004 en funcionamiento. Lo tienen claro: “Si no te enteraste aquí es que no sucedió” porque es “el mejor foro de cotilleos”.
El foro está dividido en diferentes categorías e hilos. Es una estructura tradicional, un pequeño gran salón virtual en el que miles de personas se dedican a despellejar a las famosas de turno. El apartado Youtubers, Instagramers & Influencers es el que más mensajes tiene publicados. La friolera de 5,3 millones de mensajes. No conozco, por supuesto, todos los hilos, pero hay dos que suelo cotillear. A feira de Verdeliss y el que han dedicado a Balamoda. Permitidme ser directa. Más allá de compartir o no compartir algunas críticas, se pegan unas sobradas alucinantes. Nunca dejará de sorprenderme cómo es posible que haya personas que odien tanto a otras personas que no conocen. Es estremecedor. Comentan, casi en directo, cada uno de los contenidos que cuelgan, los analizan para saber si son grabaciones del día o si están manipuladas, cuestionan qué comen, cómo se visten, a qué sitio van de vacaciones; ponen motes crueles a las influencers, pero también a sus familias y a sus amistades. Me vais a perdonar, primas [es así como se refieren entre ellas las usuarias del foro], pero promovéis dinámicas de bullying.
Es perfectamente legítimo que no compartan sus valores, que sean críticas con la exposición que hacen de sus criaturas, que no se crean lo que cuentan, que detesten los diseños de sus marcas de ropa o que nunca, por nada del mundo, vayan a comprarse las cremas que venden, pero ¿es cómo es posible que alguien invierta tanto tiempo y energía en machacar de esa manera? De verdad, lo prometo, no lo entiendo.
Hay algo, además, que me resulta llamativo. La dinámica habitual no es hacer una crítica, por feroz que sea, y dejarlo estar. No es que digan “Vaya mierda lo que les va a dar de cenar hoy a sus hijos. Es mala madre” o algo así similar. Van un paso más allá y aprovechan para exponer su virtudes: “Podría hacer una ensalada, como hago yo en casa, con lechuga, tomate, blablablaba”. Si planchan mal una camisa, aprovechan para hacer un tutorial de cómo tendría que haberlo hecho. No sé, tías, qué pereza.
No conozco ningún estudio que hable en concreto de las violencias que sufren las instagramers, pero la violencia en redes sociales contra las mujeres es un fenómeno muy preocupante. Lo cierto es que las que promuevan discursos feministas son más violentadas, pero, en general, somos nosotras las más perjudicadas en todos los casos. En 2014, la Asociación para el Progreso de las Comunicaciones (APC) aseguraba que las mujeres más vulnerables a esta violencia tenían entonces entre 18 y 30 años; definía, además, tres perfiles: “las mujeres que están en una relación íntima de violencia; las mujeres profesionales con perfil público que participan en espacios de comunicación (periodistas, investigadoras, activistas y artistas) y las mujeres supervivientes de violencia física o sexual”. Aseguraban también que el 40% de las agresiones son cometidas por personas conocidas y el 30% por personas desconocidas. En el caso de las estrellas de Instagram, intuyo, las cifras se deben de invertir hasta límites insospechados.
El informe de la abogada Laia Serra para Pikara Magazine, Las violencias de género en línea, aporta decenas de referencias más para tratar de entender de qué hablamos. La condena es firme y ese desasosiego que provocan muchas de estas mujeres en otras personas tiene, para empezar, una solución que me atrevo —qué osadía— a proponer aquí mismo: unfollow.
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