Opinión
Los sacrificios y martirios de Carmen S.
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
El 2 de septiembre de 1970, lógicamente apurada, Carmen S. escribió una carta al Gobernador Civil de Zaragoza con un ruego: que le devolvieran a sus hijas. Entonces, las niñas, de 13 y 14 años, estaban tuteladas en el Hogar Pignatelli. El centro, conocido también como la Real Casa de Misericordia, estuvo en funcionamiento entre 1666 y 1971. Ella lo conocía bien porque había sido “criada y educada” en él. Carmen S. nació en 1932 en la Maternidad de Zaragoza. En ese momento, ni su padre ni su madre biológica se hicieron cargo de ella. Fue adoptada en varias ocasiones hasta que “con veintitantos años” fue reconocida por su madre biológica y por el marido de ésta. No parece una historia de buena suerte.
Era una cría quemada de tanta miseria. En la carta que escribe a las autoridades, asegura que, debido a su poca experiencia, al abandono total de sus padres y a su deseo de salir del centro, decidió casarse. El matrimonio fue, para muchas víctimas del abandono institucional durante la dictadura, una vía de escape. La historia de Carmen S. es una historia de mala suerte. Aquel matrimonio supuso, en sus propias palabras, el “segundo periodo de calvario de su vida”.
La pareja decidió dejar Zaragoza y trasladarse a Bellcaire d'Urgell, un pequeño pueblo de Lleida en el que nacieron sus hijas. Llamar calvario a lo que tuvo que vivir se queda corto. En el expediente de su caso, cuenta que tanto su marido, “enfermo demente”, como su suegra se dedicaban a pegarla constantemente. Entre otras miserias, pasó hambre: “Mal vestida, calzada con albarcas, mal comida y recibiendo palos continuamente”, la obligaban a trabajar en el campo. “Por si fuera poco, un día me arrojó desnuda desde el balcón a la calle”.
Le amenazó con una hoz, con hachas de cortar leña, con cuchillos; le tiró una plancha a la cabeza. Y Carmen S. aguantaba porque eso le habían enseñado. Las niñas todavía eran pequeñas cuando las autoridades decretaron el encierro en un centro psiquiátrico de su marido. La suegra de Carmen S., entonces, decidió echarla de casa. No le quedó más remedio que “implorar a la caridad pública” y, por suerte, encontró el apoyo de los y las vecinas de Bellcaire d'Urgell, el pueblo al que llegó con sus criaturas, que hicieron una colecta para que pudieran subsistir.
Ella habla de un período de “sacrificio y martirio” hasta que llegó a la capital de la provincia. En la propia estación de tren pidió trabajo y allí mismo lo encontró. Estuvo tres años trabajando en el comedor de Renfe hasta que decidieron cerrarlo y ella decidió mudarse a Zaragoza buscando el apoyo de su familia. “Nada bueno puede durar en mí”, dice mientras narra cómo su familia biológica se gastó todos sus ahorros mientras ella se deslomaba.
Una noche, al volver a casa del trabajo, se encontró con que sus hijas estaban con una vecina. Las habían vuelto a echar de casa. De nuevo, la beneficencia. Cáritas se hizo cargo de ellas mientras Carmen seguía trabajando y trabajando: “A veces traía a mis hijas al trabajo y otras las dejaba encerraditas en la habitación. Me agoté físicamente y estoy operada quirúrgicamente de las dos rodillas y no he quedado bien y nunca jamás en la vida podré arrodillarme para trabajar ni para oír la Santa Misa, ni para nada”, lamentaba. En cualquier caso, no iba a servir.
El periplo laboral de Carmen es tan tremendo como su historia. Consiguió trabajo en un sanatorio antituberculoso en otra ciudad y decidió marchar dejando a sus hijas en un centro. Unos años después encontró un anuncio en el periódico: a cambio de hacer trabajos domésticos, ofrecían gratis una habitación en una pequeña portería. Por fin, pudo volver a estar con sus pequeñas. En esa vivienda vivían dos familias más hasta que los y las propietarias de la finca decidieron echarlos a la calle a todos. Un duelo más. De nuevo, el infierno.
Habían hecho buenas migas. En la pequeña portería vivía un hombre con sus tres hijos. Estaban en una situación muy complicada también y, entre todos, se ayudaban a seguir adelante. Aquello podía parecer, incluso, una familia hasta que todo se torció. Tuvieron que volver a operarla de la rodilla y, cuando salió del hospital, sus hijas habían sido tuteladas por el Estado. Carmen, además, estaba acusada de mantener relaciones ilícitas con un hombre casado estando ella casada también. Pero siempre defendió que se querían “con el amor puro del que Dios habla en sus mandamientos” y que ningún hombre, excepto su marido, había “entrado” en su cuerpo. Aceptó aquella relación de apoyo mutuo porque, al final, había encontrado algo de paz: “No hemos respetado mutuamente, no haciendo uso del matrimonio ilegal y sí lo haríamos si nos pudiéramos casar”. Pero no podían. Ni podían casarse ni podía Carmen recuperar a sus hijas que estaban ya tuteladas por el Tribunal Tutelar del Menor.
La primera ley española de protección a la infancia, de 1904, dio pie a la creación de distintas normas durante el siglo XX. La Ley de Tribunales Tutelares de Menores, de 1948, establecía el sistema compuesto por un cuerpo judicial de “personas cuyas características esenciales debían ser el gozar de una moralidad y vida familiar intachable”. Sus funciones eran, en teoría, proteger, reformar y enjuiciar a los menores de 16 años: “El sistema establecido prescindía de las garantías procesales y no recogía en su articulado los principios de legalidad, tipicidad y proporcionalidad propios del Derecho Penal”.
Carmen S. rogaba que le devolvieran a sus hijas: “Estamos llorando lágrimas de sangre cada día”. Aseguraba que aceptaría las normas de violencia y control que le exigieran y pedía que se la juzgase con humanidad para compensar su vida de calamidades. Presentaba hasta 16 documentos con los que trataba de demostrar que su historia era cierta, que no mentía, que todo había sido un infierno. Incluye, entre otras cosas, el recordatorio de la muerte de su madre y distintas cartas que acreditan que nunca dejó de interesarse por la salud de marido.
El expediente, que no se conserva completo, es desgarrador. La documentación a la que he podido acceder no da grandes pistas y parece difícil seguir el rastro de su historia. Es desgarrador el relato de Carmen S., pero también lo es la resolución del Gobierno Civil: “Lamento comunicarle que nada puede hacer mi autoridad”. Pues ya estaría.
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