Opinión
Pura ansiedad
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
He abierto miles, pero soy incapaz de describir el ruido que suena cuando se abre una lata de cerveza. Tampoco es fácil explicar la sensación que provoca el primer trago, ni el segundo, ni mucho menos, el último. Desde el balcón de mi casa, cerrado con una malla verde porque antes aquí vivían gatos, lo veo todo enmarcado en pequeños cuadraditos mientras me bebo una birra. Fuera, dos docenas de policías paran a todas las personas que caminan por mi calle. Quizá la muestra no sea representativa, pero sí es reseñable: paran al 100% de las personas racializadas que pasan por aquí abajo mientras yo apuro el último trago. Nos paran también a algunas blancas, pero parece que es para disimular. Lo que más me gusta de mi casa es el bullicio de la plaza y el sonido de los trenes cada 10 o 15 minutos. Ya no hay bullicio y pasan menos trenes.
Llevo aquí dentro muchos días. No me he aburrido, pero sí he sentido cómo la angustia me agarra el pecho con firmeza. Es más difícil todavía explicar qué es la ansiedad que describir el sonido de una lata de cerveza al abrirse. Hace unos meses estaba dando una conferencia en Santander y pedí que me llevasen al médico porque pensaba que necesitaba oxígeno. El aire no llegaba a mis pulmones, apenas podía caminar. Se me nublaba la vista y, por mi cabeza, pasaban miles de pensamientos atormentados. El médico que me atendió hizo caso omiso a mi petición: “No necesitas oxígeno”. Era pura y puta ansiedad. Estos días, claro, no he corrido a urgencias, pero necesitamos mecanismos de contención para las personas que, como yo, sufrimos el mal de este siglo, que se propaga al mismo ritmo que el capitalismo y que no tiene cura más allá de aprender a echar el freno: la puta y pura ansiedad. Tampoco hay vacuna.
Respira.
Respira.
Respira.
Debajo de mi casa unos chavales hacen bromas sobre el coronavirus y no puedo evitar reírme. Yo tampoco entiendo nada. Me he recluido, atemorizada. No sé si tengo más miedo a que me contagien o a contagiar; no sé qué está pasando, me faltan respuestas, pero lo que más me preocupa es que me faltan preguntas. Es una pesadilla. Una pesadilla blanca, sí; una pesadilla de la que no vamos a despertar, ni muchísimo menos, en otros 15 días. Sé que cuando vuelva a salir a la calle, mi ciudad ya no será la misma y no me ha dado tiempo a despedirme. ¿Cuántos pequeños comercios habrán cerrado? ¿Cuántos entierros me habré perdido? ¿Cuántas pintadas faltarán en las calles? ¿A cuántos de mis vecinos y vecinas se habrán llevado? He visto pasar, también desde el balcón, a un yonqui mítico de mi barrio. Está descojonado. Llevaba puesta la mascarilla y una bolsa de deporte que apenas podía sujetar. Puede que no vuelve a verle. Las consecuencias de este virus son ya evidentes y no me refiero, ni mucho menos, a la crisis económica de la que va a costar tanto que nos recuperemos, ni de las personas fallecidas. Hablo de cómo todo esto va a afectar al tejido social, a las relaciones personales, a nuestra manera de movernos por el mundo, a nuestros derechos más básicos.
No sé si se podía haber hecho de otra manera. Imagino que sí, pero yo no sé cómo. Sin embargo, sí sé que este encierro es insostenible. Ahora mismo yo tengo pánico a salir a la calle. No me lo puedo ni plantear. Me da miedo. Pienso en ir a ver a una amiga que vive aquí al lado, saltándome, como tanto me gusta hacer a mí habitualmente, todas las prohibiciones, pero me bloqueo. Soy incapaz de pensar en abrir la puerta y salir a la calle. Me he tragado todo el pánico que estamos generando. Me dan asco los aplausos de las ocho. El otro día un vecino daba las gracias desde el balcón a los policías que paseaban por debajo de mi casa intimidando a todas las personas migradas que se encontraban. Mi compañera Teresa, en un diario que está escribiendo en Pikara Magazine, se preguntaba qué estaría pasando en la calle cuando nadie mira y, desde aquí, que apenas veo unos metros cuadrados, lo que veo es racismo y abuso de poder. Dirán que lo hacen por nuestro bien, pero mentirán, como mienten siempre. Hace un rato se han llevado detenido a un chaval marroquí de muy malas maneras.
Los planes para hacer online se solapan. Las cervezas desaparecen de la nevera. El encierro empieza a hacer mella. Yo pensaba que sería incapaz de encerrarme y ahora me siento incapaz de salir. Hace poco que me he mudado a esta casa y, hasta ahora, no me había fijado en mis vecinas. En frente, dos hombres charlan de balcón a balcón. Uno pinta y le enseña sus lienzos al otro cada día. Una señora, muy mayor, está sentada en una banqueta mirando al infinito. Otra mujer mira entre las cortinas y nunca abre la ventana. En otro pequeño balcón, una familia muy numerosa se pelea por ver la calle. Desde un mirador, dos señoras gritan a las que pasan por la calle: “¡Se está muriendo gente!”, dicen sin pudor a estar equivocándose. Esta crisis está sacando a relucir la policía interna que tenemos dentro. ¿No es suficiente con los que cobran?
Me duele todo el cuerpo. No sé si es el puto virus o que el otro día hice 3 minutos de deporte. Me duele la cabeza, pero puede que sea porque me paso el día delante de la pantalla del ordenador. Siento cómo crujen mis articulaciones y cómo se me nubla la vista a ratitos. No tengo fiebre, pero me duele un poco la garganta. Tengo frío, pero creo que es porque paso mucho tiempo en el balcón. No soy capaz de concentrarme en el curro. Bebo asustada y rebusco entre mis estrategias alguna que me sirva para contener la ansiedad. Entiendo que alguien habrá pensado en todo, pero la alarma que se está generando nos está afectando mucho a todas las que vivimos siempre al límite. El miedo a que se me vaya la olla vuelve con fuerza cada 15 o 20 minutos. De momento, me sostengo, pero ¿cuánto voy a aguantar? No lo sé. Respiro para sostener mis privilegios y pienso en el infierno que estarán viviendo tantas mujeres que viven con sus maltratadores, todas las que no tienen una casa, las que cuidan, las que están en la cárcel, las que están enfermas, las que no entienden qué está pasando, las que tienen miedo a salir a la calle y las que salen porque no son capaces de quedarse en casa. No seré yo quien juzgue a nadie, que acepto visitas y doy abrazos. Es difícil mantener la distancia de seguridad.
El único día que me atreví a salir a la calle se me bloqueó el cuello. Tuve una contractura durante horas. Aproveché para tocar el timbre a una pareja de hombres, octogenarios, que pasan cada día por la puerta de la redacción de Pikara y me dicen que soy muy hermosa. No pude hablar con ellos, pero su vecina me dijo que estaban bien. Echo de menos sus pasos frágiles, sus sonrisas, sus batallitas.
El silencio de la calle es estremecedor.
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