Opinión
Algunas preguntas sobre el fin del mundo
Por Noelia Adánez
Coordinadora de Opinión.
-Actualizado a
Recientemente he soñado que iba a la presentación del libro de un buen amigo. El evento tenía lugar al día siguiente por lo que el sueño era, de entrada, la anticipación de un acontecimiento real. En mi sueño sucedían multitud de hechos extraños y las cosas se complicaban de tal modo que el fin del mundo se desencadenaba sin que nadie ni nada pudiera evitarlo. Todo se oscurecía a mi alrededor, un miedo cerval me sobrecogía y una pena profunda se apoderaba de mí. Vagaba entonces perdida por las calles de un Madrid tétrico en busca de mi perro, que era lo único que me importaba, hasta encontrarlo solo y perdido en el más apocalíptico de todos los escenarios reales de mi ciudad. Mi perro aguardaba mi llegada en la Plaza de España, en el centro de esa gigante explanada sin vida, de ese desierto de hormigón acosado por el tráfico y las temperaturas extremas. Y yo corría a su encuentro y lo abrazaba, y lloraba porque el mundo se extinguía, y mi perro, con él.
No es que no me importe la humanidad, que me importa, o mis amigos y familia, que lo hacen, y mucho. No es que quiera a mi perro más que a las personas o al planeta -aunque quizá un poquito, algunos días, sí lo quiero más-, sospecho que mi sueño elabora mi necesidad de imaginar lo inimaginable para subvertir de esa manera un mandato cultural. Porque lo inimaginable, lo inefable, debe continuar siéndolo para que su poder prevalezca como sublime, inconmovible y aterrador. Y a mí no me gusta pasar miedo, o tal vez sí.
La destrucción de nuestro mundo es tan real como la presentación del libro de mi amigo; es algo que puede perfectamente suceder con independencia de que yo -personalmente- asista o no al evento. La cuestión es ¿debemos y podemos representarlo?
En un texto de 1982 titulado Facing It (algo así como Enfrentándolo), la escritora Ursula K. Le Guin explica que tanto la ciencia ficción moderna como el subgénero apocalíptico nacieron con H. G. Wells. Este tipo de historias cobraron especial interés entre las décadas de los años cuarenta y sesenta por razones bastante evidentes. Lo apocalíptico se torna perentorio después de 1945 y reaparece nuevamente cuando norteamericanos y soviéticos compiten desaforadamente para ver quién acumula un arsenal nuclear más destructivo. Desde el desmantelamiento de los euromisiles en 1987, que dejó atrás una década de escalada nuclear, el fantasma de la destrucción mutua desapareció por completo. La emergencia climática y la pandemia nos han devuelto otra vez el imaginario de la extinción. La invasión de Ucrania por Rusia y la perspectiva de una Tercera Guerra Mundial se están colando en nuestros sueños.
Al soñar generamos narrativas, nos brindamos la oportunidad de trazar itinerarios de anticipación, elusión o negación, entre otras muchas cosas. Me pregunto si afrontar el hecho real de que existe un riesgo cierto de que se genere un escenario de destrucción es algo que incita, que atrae a la realidad hacia sí o que, por el contrario, la repele.
Durante unos días -en torno a la primera semana de la invasión de Ucrania- hablamos de Tercera Guerra Mundial. Pasado ese tiempo hemos dejado de hacerlo. ¿Estábamos convocándola o tratando de alejarla de nuestro pensamiento? Así como creo que al soñar generamos narrativas, pienso que poner palabras es una forma de actuar. Actuábamos la Tercera Guerra Mundial cuando hablábamos de ella pero, ¿lo hacíamos con la intención de afrontarla como un hecho real o con el propósito de conjurarla?
¿Tenemos la obligación y el deber de seguir hablando de los riesgos que comporta una escalada bélica y actuando para evitarla o nos vamos a conformar con soñar el fin del mundo aterrorizados por lo sublime o ateridos por la incredulidad; paralizados en un caso u otro?
En su libro Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914 (2012), el historiador Christopher Clark escribe: “Los protagonistas de 1914 eran como sonámbulos, vigilantes pero ciegos, angustiados por los sueños, pero inconscientes ante la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo”. Y aunque -en contra de una superstición muy extendida- la historia no se repite ni es maestra de vida, es tan poco inteligente ignorar el pasado como buscar en él respuestas para las preguntas del presente. Antes al contrario, el pasado está ahí esperando que, cuando nos volvamos a observarlo, estemos en condiciones de dar respuesta a los interrogantes que nos formula. El de hoy es ¿cuándo vamos a despertar?
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