Opinión
El honor de guardar memorias
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
0. tiene un bar en Bilbao desde hace más de 30 años. La conocí un día de casualidad y ella me contó que estaba escribiendo sus memorias. Puso ante mis manos un taco de folios, llenitos de tinta azul, en los que desgrana historias terribles y emocionantes; en los que se abre en canal y hace un análisis del barrio que ya querrían muchas de las personas que se dedican a hacer estudios de campo en el corazón de la ciudad.
0. es una tía especial. Tiene que serlo para poder acarrear recuerdos tan dolorosos; para mantener el cuajo que hace falta para abrir cada mañana un bar así. Decorado haciendo oídos sordos a los consejos de todas las revistas de decoración, el bar de O. no es un bar que tenga nada llamativo aunque, en realidad, todo llame la atención. No es de esos garitos que tienen solera y ella habrá sido una gran tabernera pero, al menos cuando voy yo, no parece muy interesada en venderme nada. Siempre pasan unos minutos antes de que me pregunte: “¿Quieres algo?” ¿Una verde o una marrón?”, dice. El barrio en el que tiene O. su bar es una zona con mucha personalidad. Otra de esas expresiones que se utilizan para evitar nombrar los heridas que también tienen las calles.
Desde el otro lado de la barra, ella ha visto cómo una generación entera caía ante los encantos de la heroína, ha visto cómo la prostitución hacía mella en los cuerpos de sus vecinas, ha visto cómo cambiaban los flujos migratorios, las costumbres sociales; O. ha convivido con las historias de las primeras personas trans que viajaban a Marruecos a operarse y tiene claro que la transfobia es violencia aunque a veces no se aclare con los términos. Se mezclan los géneros, se mezclan los recuerdos, los prejuicios y las anécdotas. Ella escribe sus memorias a mano y yo las paso a ordenador, las edito un poquito y me revuelvo ante alguna de sus afirmaciones. Vuelvo de vez en cuando a tomarme otro botellín y a recoger más folios. En casa me muero de risa con algunas de sus historietas y rabio ante las miles de injusticias que narra con una letra tímida, siempre en mayúsculas; y algunas faltas de ortografía sin importancia. Sé que eso le da cierto pudor, pero ya querrían muchos catedráticos tener la soltura que tiene O. para desenvolverse en la vida y, sobre todo, para contarla.
Insisto: es una tía peculiar. Se mueve con dificultades y abre cada mañana la persiana para, probablemente, sacar dos duros. El bar era de su padre y se lo cedió sin darle antes las instrucciones. Cojo con cuidado sus memorias, traslado sus idas y venidas a un documento en blanco y pienso entonces en la responsabilidad que tengo en mis manos. Ella me mira con cierta admiración y no sé bien qué cree que podré hacer yo con sus recuerdos. Quizá crea que podré honrar sus miserias de alguna manera, pero probablemente no pueda. Ella les ha contado a sus nietas que está escribiendo un libro y ahora, una de sus pequeñas, se ha animado también a escribir sus propios cuentos. Me enseña sus fotos en el móvil y sonríe. Me escribe por WhatsApp para preguntarme qué tal voy con lo suyo; sus parroquianos me miran con curiosidad cuando paro por allí. No sé qué pretende O. que haga con su historia, pero conocerla me ha hecho más consciente que nunca de la responsabilidad que tenemos las que contamos historias de otras. Te ves delante de alguien que se abre en canal, que te cuenta sus miserias y sus mejores momentos, que cree que va a servir para algo hablar contigo. A veces tengo una profunda convicción: “Haremos de esto historia, O.”; pero, otros días, agacho la cabeza cuando la veo sonreír porque sé que es difícil que sus relatos puedan honrarla.
A la redacción de Pikara Magazine, que está a pie de calle, nos han venido muchas personas pidiendo cierto auxilio. Mujeres a las que se les ha retirado la custodia de sus hijos, un chaval que tenía problemas con su casera, una mujer que necesitaba regularizar su situación administrativa o un hombre que nos pedía que mandasemos sms a su novia con un móvil de teclas que ninguna de nosotras controlaba bien. Ella trabaja como interna cuidando a una familia. En realidad, sólo hemos podido ayudarle a él. “Mis mejores deseos”, le decía siempre en los mensajes a su compañera. Eso tengo yo también para O. Para ella y para todas las personas que, en algún momento, han confiado en mí sus historias. Qué jodidamente bonito es el periodismo. Qué profundamente transformador puede ser y cuánto cuesta que nuestras palabras cambien algo. En la Facultad siempre nos hablaban de grandes firmas y nos traían al auditorio, como si fueran estrellas, a hombres periodistas que habían recorrido el mundo, que se habían enfrentado a grandes peligros, que habían fotografiado acontecimientos históricos. Periodistas que presumían de sus viajes, que ganaban grandes premios. Les mirábamos con admiración y casi todas soñábamos con imitarles. Pero llegó el feminismo a nuestras vidas y cada vez somos más las que queremos mirar cerca para contar grandes historias. Ya somos una legión de periodistas feministas que queremos hacer Historia de las vivencias cotidianas de nuestras abuelas, de nuestras vecinas, de nuestras amigas. Porque sabemos que los relatos se pueden construir también de pequeños detalles, porque estamos hartas de que las migajas que han dejado para nosotras, esas migajas que sostienen el mundo, no sean consideradas grandes hazañas.
Lo hacemos por O. y por todas las mujeres que sostienen en el mundo.
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