Opinión
Ser feliz y votar a las derechas
Por Noelia Adánez
Coordinadora de Opinión.
Cuentan Eva Illouz y Edgar Cabanas en Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas (Paidós, 2018) que muy poco tiempo después de anunciar los mayores recortes presupuestarios de la historia de su país, David Cameron -el político conservador que ganó las elecciones en 2015 con la promesa de convocar un referéndum sobre la salida de Reino Unido de la UE; promesa que, como es conocido, cumplió, con las también conocidas consecuencias que padecemos hoy- declaró que era un buen momento para que la nación adoptara la felicidad como índice nacional de progreso. Cameron insistía -en sintonía con una tendencia planetaria que Illouz y Cabanas desbrozan magistralmente en su libro- en que el pesimismo económico hacía olvidar lo verdaderamente importante: los británicos, decía, «no debían pensar solo en lo que permite meterse dinero en el bolsillo sino en lo que les hace más felices». En 2012 la ONU declaró el 20 de marzo Día Internacional de la Felicidad, proclamando que «la felicidad y el bienestar» eran «aspiraciones y objetivos universales en todo el mundo» y defendiendo «la importancia de su reconocimiento en materia de objetivos de las políticas públicas». Cameron no solo no iba contracorriente, sino que llevaba un tiempo remando río abajo.
Y es que, desde principios de siglo, y con una particular insistencia desde la crisis financiera que comenzó en 2008, se insiste en que, pese a todo, pese a la crisis, el austericidio, y ahora la pandemia y el fin de un ciclo que deja a las mayorías sociales con el culo al aire por la vía del desmantelamiento del Estado del bienestar, tenemos que ser felices. La felicidad se distancia así de las condiciones materiales de la vida de la gente, de nuestras experiencias inmediatas y sensaciones a menudo contradictorias y casi nunca exentas de dolor, rabia y sufrimiento, al tiempo que se convierte en fin último y único de nuestras vidas; exigencia de cumplimiento urgente. Debemos ser felices. Punto.
La economía de la felicidad y la psicología positiva han generado un sustrato cultural sobre el que la semilla del capitalismo ha germinado con frondosidad magnífica. El éxito es ser feliz, porque cuando se es feliz, se tiene éxito. Y si en tu caso no se cumple este silogismo, la culpa ya sabes de quién es. Espabila, sé resiliente, busca las oportunidades donde otros solo ven problemas, mejora, no decaigas, lucha. Todos estos son mensajes difundidos con machacona insistencia por terapeutas, coachers, apps y demás inventos de nuestro tiempo. No está muy claro qué es la felicidad ni de dónde exactamente procede este mandato -aunque leyendo el libro de Cabanas e Illouz muchas de estas incógnitas quedan despejadas- pero es evidente que el protagonista absoluto de nuestro siglo es un individuo dueño de sus emociones y henchido de energía positiva. Propietario de un yo bregado en el fitness del éxito personal, egoísta, altanero, siempre en procura de “su mejor versión”, competitivo y altamente funcional. Un hijo ¿sano? del capitalismo neoliberal.
Las derechas del siglo XXI apelan, exactamente, a ese individuo y es para él para quien hablan. No lo hacen para proponerle una mejora de su situación, pues su situación no importa ni corresponde a las instituciones del Estado velar por ella, sino por el buen funcionamiento del mercado, garantía única de que cada quien pueda ser tan feliz como merezca en función de su compromiso consigo mismo y de su esfuerzo. Lo hacen dejando de esa manera constancia de lo bien que funciona el modelo, para ratificar que creyéndose feliz, ufano dueño de su destino, autosuficiente y voluntariamente desconectado de otros, el individuo (elector) va bien encaminado … hacia la felicidad total.
Lo que pasa es que la felicidad total es un ejercicio de resta, no de suma. No tiene nada que ver con la vida buena, con querer un mundo mejor, libre de depredación ambiental e injusticia, un mundo que pondere la dignidad como predicado del ser, un mundo en el que la vida no “valga” ni “cueste”, un mundo en el que nuestras acciones no giren en torno a intereses egoístas que propician un tipo muy concreto de desarrollo económico; ese que juega a aumentar la felicidad porque favorece seductores valores individualistas que convencen a la ciudadanía de la importancia de perseguir sus propios intereses. Perseguir los intereses propios genera frustración, y a la frustración hay que hacerle frente persiguiendo los intereses propios. Éste es el modelo. Sus contradicciones ya no cuentan. La contradicción, como expresión de eso que en política creíamos importante, la dialéctica -una manera de organizar la realidad y posicionarse en los conflictos- ya no cuenta. Cuanto más contraintuitivo y rechinante es el modelo, cuanto más contradictorio y evidentemente falaces los discursos de quienes lo defienden, más adhesiones concita. Porque ¿acaso tú, que me lees, no quieres tu parte de felicidad? ¿No quieres tener másteres regalados o chalets de cinco plantas? ¿No quieres participar del éxito?
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