Opinión
Los degenerados conservadores
Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
A Benjamin Rask le gustaba ganar dinero como a quien le gusta scrollear TikTok o inflar sus arterias con caballo; le daba igual la posición social, poder comprarse una casa más grande o vivir una vida plagada de lujo y ostentación; no era el mejor en la bolsa de la Nueva York de los “gloriosos” veinte porque tuviera una egolatría desmedida y quisiera amasar dinero y poder suficiente para convertir el extraño sueño fruto de su cabeza en una realidad colectiva: solo era un ludópata, un enfermo, un vicioso y un degenerado; vendió la empresa familiar, una tabacalera fundada por sus antepasados con la que su estirpe consiguió cierta influencia en la política americana de finales del siglo XIX, para invertir toda su fortuna en bolsa y dedicar su vida a la apuesta poco azarosa de los mercados de valores. Y ya está. El dinero era un fin, no un medio; la sociedad, solo un impedimento.
Con esta premisa arranca Fortuna, de Hernán Díaz, una novelita formada por muchas novelitas – hay muchas versiones de la misma historia, aunque todas desemboquen en el mismo final – que consiguió el Pulitzer de ficción el pasado 2023. La novela, como digo, gira alrededor de la vida del mencionado inversor, Rask, justo en el momento en el que a las sociedades capitalistas dejan de importarles los empresarios que hacen cosas cuantificables – cultivar, fabricar, vender – para convertir en mesías a los que se dedican a jugar con las economías desde el azar trucado– invertir en bolsa, comprar bonos, apostar en largo o corto –.
En una de las novelitas se explica cómo los antepasados que montaron las empresas que luego Rask vendería para jugar a la ruleta bursátil tenían cierto proyecto, por muy deplorable que fuera, de lo que debería ser la sociedad; tenían una noción común de pertenencia, de colectivo, de comunidad y de principios; tenían una idea, aunque la distorsionaran a su gusto para conseguir sus objetivos económicos individualistas, de cuáles debían ser los valores comunes que regirían el mundo del que formaban parte. Pero todo eso se fue a la mierda cuando el herederísimo descubrió aquellos números mágicos de la bolsa de Nueva York que, todavía hoy, nos dicen a cuánto estará el pan mañana.
Con la llegada de las nuevas economías y la posibilidad de jugar a ser inversor desde la comodidad de un MacBook conectado a una red wifi andorrana, el pensamiento neoliberal-conservador se ha convertido en una balsa espuria donde solo importa el individualismo narcisista y el ganar dinero por ganarlo, aunque luego no se pueda disfrutar ni emplear en nada. No hay sentido del común, no hay idea colectiva; no hay proyecto de sociedad, por muy turbia que fuere, en las cabecitas de todos esos muchachos tristes que se exilian a ese Principado que ustedes ya saben para pagar un puñado menos de impuestos.
La degeneración de todos estos nuevos adalides de la economía ha llegado al punto de que son capaces de dejar aquí a amigos, familia y amantes solo para ahorrarse el IRPF de un par de trimestres; se convierten en autoexiliados, en apátridas voluntarios que prefieren engordar todavía más sus cuentas antes que invertir ese dinero en pagar en España sus impuestos para poder comer en casa de sus abuelas sin necesidad de consultar antes el calendario que les rige la residencia fiscal.
Lo peor es que, al igual que Benjamin Rask, son los primeros que lloran la pérdida de los valores tradicionales y creen tener una percepción sofisticada de la realidad: una pena que solo sean unos degenerados conservadores. Que se jodan. Ellos ganarán más y pagarán menos que nosotros, cierto, pero al menos no vendemos a nuestros seres queridos por un puñado más de dinero.
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