Opinión
Cincuenta mujeres bravas
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
En noviembre de 1941, el Boletín Oficial del Estado recogía la aprobación de un Real Decreto por el que se ratificaba la creación de prisiones especiales para la regeneración y la reforma de mujeres extraviadas. El planteamiento de fondo buscaba crear un mecanismo legal que permitiera al régimen tener a mano una herramienta para castigar a todas las mujeres que se atrevieran a saltarse alguna norma.
La dictadura franquista tuvo sometidas a las mujeres españolas tanto a la tiranía de las leyes que firmaba a hierro el dictador como al despotismo de la moral católica. Esas mujeres extraviadas a las que se referían eran, en su mayoría, prostitutas, aunque la falta de garantías legales era tal que probablemente muchas otras sufrieron también las consecuencias de aquella norma. En el mismo desarrollo del Decreto aseguran que “es más obligado que en ningún otro caso” llevar a cabo un “elemental sistema de clasificación” que separe “a las mujeres que se dedican a esta vida y de ella hacen proselitismo, de aquellas otras que por diferentes causas ajenas a su honor femenino cumplen condena”.
Estaba el dictador preocupado por la inmoralidad en la que, según su criterio, se vivía en España como consecuencia, por supuesto, “de la época de descristianización” que había sufrido el país hasta que tuvieron a bien dar un golpe de Estado. El régimen parecía haber detectado que la mayoría de aquellas mujeres descolocadas estaban en las grandes urbes así que decidieron abrir aquellos centros especiales cerca de las principales capitales. Los centros estarían vigilados por funcionarias del Cuerpo femenino de Prisiones y contarían, además, con la inestimable ayuda de Comunidades de Religiosas especializadas.
La estancia, en teoría, era de seis meses. A partir de este momento, en teoría se reunía la Junta de Disciplina para valorar si la reclusa era merecedora o no de la libertad. Para ello, se tendría en cuenta el “comportamiento moral y disciplinario, laboriosidad, medios de vida”, el ambiente en el que volvería a vivir o su estado de salud. La estancia podía prorrogarse de tres meses a tres meses hasta un máximo de dos años. Una vez puestas en libertad podrían “acogerse a la tutela post carcelaria del Patronato Central para la Redención de las Penas por el Trabajo”.
Algo curioso: Debido a la naturaleza de estos centros se entendía que no era aplicable en el sistema de redención de penas que sí tenían otro tipo de presos y presas. Eso sí, “el arrepentimiento y la laboriosidad” serían tenidos en cuenta. En la memoria anual del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo de 1941 se recoge claramente que las mujeres víctimas de estos centros “no sufren condena judicial”.
En el mismo documento cuentan cómo, a pesar de que la creación de los centros no se aprueba hasta noviembre de 1941, ese mismo verano empezaron a llevar a cabo algunas acciones para acabar con la “peste deshonesta” de la prostitución. Así, se pusieron afanosos para “recoger a esa escoria de la sociedad”. Según los Médicos del Servicio Sanitario de Prisiones, “más del 95 por 100 de esas infelices y recogidas a granel” padecían “graves enfermedades específicas contagiosas”. Su curación, claro, iba a darse de la mano de la caridad cristiana.
Al parecer, a lo largo de 1941, se pusieron en marcha las prisiones de Calzada de Oropesa (Toledo), que albergaba a 500 mujeres y la de Gerona, en la que estaban encerradas 750. Estaba previsto que se abrieran otras en Donostia, Alcalá de Henares, Tarragona y Gandía. Más sorpresas: “Como el número de dementes que hay entre estas infelices mujeres es bastante elevado”, estaban llevando a cabo gestiones “con las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón, que tienen a su cargo varios Manicomios en España, para que destinen un pabellón especial, por cuenta de la Dirección General de Prisiones, a nuestras enfermas”.
El periódico Ya recogía en diciembre de 1941 el testimonio de quien aseguraba haber visitado la prisión de La Calzada de Oropesa y decía haber escuchado “el llanto amargo” de 500 mujeres arrepentidas. Le puso literatura patriarcal al asunto: “Siempre las lágrimas de la mujer obran poderosamente en el ánimo de los varones; pero este llanto tenía una fuerza patética especialmente conmovedora. Algunas de esas infelices eran jovencitas de dieciocho años; otras, mujeres de hasta cincuenta y cinco”.
Manda narices.
En el mismo informe, que está disponible en la página web de la Biblioteca de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, se afanan en explicar los milagros que se produjeron en la cárcel toledana. Según cuentan, muchas de las reclusas pidieron perdón, rompieron con sus amantes, rogaron ser acogidas en casas religiosas, comulgaron y se confesaron. Dicen que “era ciertamente un espectáculo propicio a profundas reflexiones ver a la Hostia, tan blanca, entrar en aquellas bocas marchitas”. Insisten en afirmar que lo hicieron por voluntad propia.
Claro. Claro.
No lo recoge la documentación oficial, pero también hubo más hostias y más espectáculo del que se esforzaron en narrar con todo lujo de detalles.
Debía de ser verano. 1941, eso seguro. La prisión de La Calzada de Oropesa llevaba poco tiempo abierta cuando llegaron 500 mujeres recogidas de las calles de Madrid. “Las guardaban dentro —intentando imponerles una disciplina— funcionarias del Cuerpo de Prisiones. La vigilancia exterior estaba a cargo de la fuerza militar”. Recuerden: “No sufren condena judicial”. Se debieron de despistar los militares porque “50 de esas bravas mujeres saltaron las tapias”. Trataron de huir y, dicen, “hubo que perseguirlas y capturarlas a campo traviesa. Este fue el primer acto colectivo de las recluidas”.
No señalan ninguno más, pero a mí no me cabe duda de que los hubo.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.