Opinión
Una cámara al servicio de la memoria
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
-Actualizado a
A mí, de pequeña, me gustaba hacer entrevistas a mis vecinas del barrio. Preparaba las preguntas, las imprimía y me iba con un cuaderno, casa por casa, a preguntar. Mi barrio es un barrio de pura mina. De hecho, sonaba la sirena, después se escuchaba el tiro y las figuritas de mi abuela temblaban por toda mi casa. Ya no queda hierro, ni queda nada, pero, al lado de mi casa, ahora hay una cantera.
Eso significa que mi barrio está hecho a retales, de noche, con materiales básicos. Eso significa que no hay una gran ordenación urbanística, que hay follón con la propiedad de la tierra, que la gente que construyó mi barrio no había nacido en mi pueblo. Venían de otros territorios a trabajar, a explotar las minas que hacían ricos a otros, a otros que estaban más lejos, que hablaban otro idioma, que no sabían nada de mi barrio, ni de mis vecinas. De hecho, del barrio se sabe poco.
Puede que se llame Saugal porque, por allí, hay muchos saucos, pero eso tampoco se sabe con exactitud. No lo sabían mis vecinas cuando yo preguntaba, aunque me temo que nunca les pregunté por eso. Les preguntaría por sus vidas, por sus familias, por sus aficiones y poco más. Ellas, sin embargo, aprovechaban para contar viejas anécdotas, para enseñarme sus casas, para presumir de sus reliquias. Lo poco que se sabe de mi barrio lo saben –lo sabían– ellas. Las grandes gestas se cocinaban en la tienda de Herminia mientras ella preparaba los bocadillos de mortadela a los alguaciles.
Porque siempre es así. Porque somos las mujeres las guardianas de la memoria, de los refranes, de las recetas aunque sean ellos los grandes historiadores, los lingüistas, los chefs. Porque nosotras entendemos mejor que hay que acordarse de los pequeños detalles aunque nadie nos los pregunte después cuando se escriben las grandes historias. Pero están en los fragmentos, en los pequeños gestos, escondidas las vivencias más importantes de todos los barrios, de todos los pueblos. Mi compañera Eva Máñez, fotoperiodista, lo sabe igual de bien. Por eso, en cuanto tuvo oportunidad, puso su cámara al servicio de la memoria.
El Terrer de Paterna, conocido como El paredón de España, es la mayor fosa del franquismo. Entre 1939 y 1957, 2.238 personas fueron fusiladas sobre un muro. 18 de ellas, mujeres. En 2016, empezaron las exhumaciones y empezó el trabajo de Máñez acompañando a setenta mujeres en su proceso de búsqueda. Máñez, natural de esta localidad valenciana, no sabía nada de lo ocurrido hasta que lo supo todo. Empezó a fotografiarlas, con una foto del fusilado entre sus manos, con la intención de acompañar las imágenes con un pequeño pie de foto. Pero las protagonistas tenían mucho más que contar. Ahora, el proyecto tiene forma de exposición, pero también de libro. Paterna, la memoria del horror es un trabajo de 215 páginas donde setenta mujeres posan y hablan. Amparo Company España es una de ellas.
Company posa con la foto de su abuelo, Paco Mármol Gallego, que fue fusilado el 18 de enero de 1940. Ella se enteró enseguida. Su casa fue requisada; su madre, su padre y su abuela, encarcelados. No fue suficiente con eso. Al ser liberadas, “las pelaron y las pasearon por todo el pueblo”. Mientras estaba en prisión, su madre trabajaba en el economato para poder mandarle algo de dinero a la criatura. Ahora, la criatura posa seria ante la cámara de Máñez. Me imagino que no es fácil perdonar algo así.
Milagros y Sonia Chaves Palomares tardaron más en poder conocer la historia de su abuelo porque la abuela Guadalupe prefería no hablar. La familia quemó todo rastro que pudiera servir para acusarlos de vete a saber tú qué más, pero guardaron un retrato de Francisco Chávez, el yayo, escondido en un cajón. Porque la abuela Guadalupe no quería hablar, pero no olvidó. Posan con su retrato, aquel que escondieron debajo de un cajón, para la cámara Eva Máñez. Ana Ferrer Ferri también encontró un tesoro escondido en el cajón de una cómoda: un reloj y un mechero. A ella, también, su abuela le pidió callar, pero hay verdades que no pueden ocultarse mucho tiempo. Posa con la foto de Francisco Ferri Orquín, su abuelo, fusilado el 11 de septiembre de 1940 y enterrado –humillado– en la fosa 101.
Las historias del estilo se suceden una detrás de otra: horror, horror, horror.
En el cementerio de Paterna hay más de cien fosas comunes, que no han sido fácil identificar. En Paterna, la memoria del horror, Máñez lo cuenta con crudeza. En un terraplén, el Terrer, los fusilaban. “Tras el fusilamiento, algunos caían en el callejón quedando apoyados en el murete, donde recibían el tiro de gracia”. Los metían en sacas y luego, “unos caminos de tierra por los que se filtraba la sangre”, llevaban los cuerpos hasta el cementerio. Más detalles, en el libro. Pero algo importante antes: “Ni el Terrer ni el Camí de la Sang tienen ningún tipo de protección o señalética que dignifique la memoria de lo que allí sucedió”. Ahora, al menos, las víctimas cuentan con el reconocimiento de Máñez. Algunas posan serias, algunas más sonrientes, pero todas se dejan fotografiar conscientes de que este trabajo, como muchos otros, señalan el camino.
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