Opinión
El por qué de buscar algunos nombres propios
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
El momento de autopromoción tiene excusa. Prometido.
He publicado hace poco Lunática, un libro en el que trato de reconstruir la vida de María Isabel Gutiérrez Velasco. Era una mujer de Santander que murió abrasada en 1977 en la celda número cuatro de la prisión de Basauri (Bizkaia). Era prostituta. Mi pobre se pasó la vida tratando de librarse del Patronato de Protección a la Mujer y de los juzgados de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Desde la cárcel se insinuó que podía haber sido un suicidio o un accidente, pero sus compañeras no se creyeron la versión oficial y convocaron esos días una huelga en Bilbao que a mí me ha traído por la calle de la amargura durante años. Ha sido extremadamente complicado reconstruir su vida a pesar de que su nombre está vinculado a decenas de documentos oficiales. He encontrado mucha documentación franquista y a muchos tipos que querían hablar de ella, pero poco más. En este mismo periódico, hace ya años, publiqué desesperada el artículo ¿Quién conoce a María Isabel? sin mucho éxito.
Lo tuvo complicado, sí.
El caso es que en prácticamente todas las presentaciones y entrevistas que estoy haciendo alguien me pregunta por qué María Isabel y no otra. Tengo —o tenía, no sé— clara la respuesta: “Porque me obsesioné con ella a partir de conocer la huelga de prostitutas que se convocó en mi barrio tras su muerte”. María Isabel para mí es el símbolo de una protesta, de unas dinámicas de represión franquistas contra las mujeres muy desconocidas todavía para el grueso de la sociedad. Su vida fue sinónimo de lucha mucho antes de que se convocase ninguna huelga por su muerte, pero esto puede haber sido mi pedrada.
Ella ha sido una excusa para hablar de un momento histórico complicado para las disidencias y para el lumpen, sí, pero, es cierto, ¿por qué ella? Ahora empiezan a desvelarse algunas de las violencias que ejercía la dictadura contra quienes se quedaban en el margen y, aunque queda mucho por hacer, se me amontonan los nombres propios que podría tomar como referencia para contar otras historias tan alucinantes —o más— como las que cuento en Lunática. Una de mis grandes preocupaciones al escribir este libro era pensar que quizá estaba volviendo a magnificar una huelga de prostitutas que ya había magnificado mucho la prensa de la época. Y, ahora, me pregunto, ¿estoy convirtiendo a María Isabel en algo que fue? ¿Mi trabajo va a convertir a una tía problemática en una heroína? ¿Tenía que contar su historia? Estoy entre el “No quiero que sea una heroína” y el “¡Quiero una calle en Bilbao para ella ya!”. Cualquiera me entiende.
Pensar en María Isabel como una excusa sé que es un planteamiento que pueden tener ciertas aristas, pero a mí me sirve. Coger la historia de una persona en concreto para hablar de toda una época es un ejercicio complicado, sí, pero también es una oportunidad para acercar al público a un momento histórico en concreto con más facilidad. Esto me parece innegable.
Ahora que las periodistas feministas empezamos a cuestionar eso que hemos llamado extractivismo de las fuentes —esa dinámica en la que, de alguna manera, nos aprovechamos del conocimiento de nuestras fuentes sin devolverles nada— me asaltan las alarmas y los miedos que pensaba que había aparcado ya. Los venceré porque sé que es importante rescatar algunos nombres propios de la historia aunque no estén todos, claro. Porque podemos contar una historia colectiva tomando como hilo conductor una historia más personal. Sí, sí, podemos hacer eso y podemos hacerlo con las claves y las herramientas que nos aporta el feminismo. No son nada sofisticadas, pero son complejas: empatía y respeto. Mi compañera June Fernández, en un artículo para el monográfico de Periodismo Feminista II de Pikara Magazine [de momento solo está en papel], proponía introducir nuevas prácticas en los medios de comunicación para cuidar a las personas que nos cuentan sus historias: “Sanar el malestar y el hastío con buenos tratos, en endulzar la entrevista con un té con pastas, en adaptarnos a los horarios y ritmos de las fuentes. Pero también en recomendar a esa compañera tan potente para una mesa redonda o enviarle una oferta de empleo que encaje con su perfil. En definitiva, no olvidarnos de ella en cuanto apagamos la grabadora o la cámara”.
Contar la historia de alguien facilita que entendamos algunos contextos, facilita la lectura y aumenta nuestra empatía, sí, pero hay que hacerlo con mucho cuidado. Conocer a María Isabel es una buena excusa para entender cómo funcionaba el Patronato de Protección a la Mujer; la historia de María de Maeztu Whitney nos habla de las dificultades que vivieron las maestras; Mary Loly explica mejor que nadie cómo el franquismo cambió su postura ante la prostitución; los secuestros y los poemas de Celsa Barcía nos hablan de la lucha del GRAPO; Pilar Álamo es la voz de todas las supervivientes de las violencias machistas; Laura Orue es un grito a favor de las personas desaparecidas y Rampova, un símbolo del feminismo transinclusivo; nadie mejor que Rosario, La dinamitera, para entender el papel que jugaron las mujeres en la milicias; el destierro que sufrió Julia Alijostes Artiedanos da cuenta de hasta qué punto fue cruel el franquismo; Camilia es esa madre que luchó por sacar de la heroína a su hija y representa la lucha de tantas.
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