Este artículo se publicó hace 2 años.
Pablo Milanés, la revolución desengañada
El cantautor cubano fue crítico con el castrismo cuando se sintió defraudado por sus dirigentes.
Madrid--Actualizado a
Cuando el público corea una canción durante un concierto, suele desentonar. Esa cacharrería de clamores molesta a quien permanece callado. Incluso al que canta a su lado pero solo quiere oír un son, además del suyo. Sería utópico imaginar —y cruel pretender— una única voz cuando la vida es un coro de bramidos y susurros atropellados.
Pablo Milanés (Bayamo, 1943) abrazó la revolución cubana y fue el altavoz de la esperanza. Esmaltó el filin con el barniz del discurso y, junto a Silvio Rodríguez, comandó la Nueva Trova, franquicia caribeña de la canción protesta latinoamericana. Un all-star rojo y de cinco puntas: Mercedes Sosa, Caetano Veloso, Rubén Blades, Inti Illimani, Quilapayún…
Subido al escenario, no tardó en darse cuenta de que las gargantas desacompasadas son alborotadoras, pero no necesariamente subversivas. Que es imposible que canten todas al unísono. Y que si una quiere hacerlo a su ritmo, no tiene por qué ser una disidente, acaso un estribillo cacofónico, una rima en asonante, un verso suelto, una estrofa sin métrica.
Sin embargo, a quienes pisaban otros escenarios —fuese estrado, púlpito o trono— les chirriaba esa inarmónica combinación de voces plegadas a la causa y desatinos ruidosos, callados por un solo micrófono, silenciados por un único mensaje. Y, aunque él siguió cantando, el espejismo no lo cegó y la ilusión dio paso al desencanto.
En los sesenta, sufrió en carne propia los rigores de los campos de trabajos forzados de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), pero su ideario salió fortalecido. La errada gestión de un líder, pensaba, no puede pesar sobre la ideología. Sin embargo, años después confesaría que se sintió defraudado por los barbudos: su revolución, traicionada.
El autor de Yolanda fue una de las banderas del castrismo hasta que cayó la Unión Soviética. Crítico con la férrea defensa de la ortodoxia ante el colapso del socialismo real, tampoco aplaudió las posteriores medidas aperturistas del régimen, pues las consideró cosméticas. A veces, cuando canta, se pregunta si todo aquello mereció la pena.
Sin embargo, nunca se arrepintió de su fervor rojo a pesar de los pesares, incluido el quinquenio gris. Una purga de artistas homosexuales o pusilánimes que él no circunscribe a los setenta, sino a un amplio período con tics soviéticos. La revolución devoraba a sus hijos y la discrepancia separaba a dos hermanos, Pablo y Silvio, enemistados de por vida.
La melancolía sigue cabalgando su voz, pero las riendas ya no gobiernan las crines del castrismo. Aquellas canciones parecen hablar ahora de una Cuba que nunca fue. El zasca es chasco. El futuro era desencanto. La revolución, erre que erre, se conjuga en pasado, terquea en el desengaño. En la esperanza germina el desánimo. Denota negación hasta el prefijo.
Pablo arrastra el fardo de la contradicción y la enfermedad. Es carne de repuesto, resiste como el viejo Chevrolet Impala del 59 que traquetea por el Malecón de La Habana, donde ofrece un concierto poco antes de morir. El repertorio es desbordante. En la desnudez de sus nuevas canciones también hay protesta.
No cabe duda de que es más un quintacolumnista del régimen que de la causa, porque cree en la masa madre aunque el horno no esté para bollos. Algunos lo tildan de contrarrevolucionario y él se arroja el derecho de amar la revolución, pero no "a los hombres que la hicieron".
Pablo se muere lejos y a Pablo lo lloran en casa. Porque es amor y sigue siendo compromiso. Con la marea alta, con la marea baja.
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