España, una historia de violencia (y de resistencia popular y republicana)
La exposición 'El tragaluz democrático', comisariada por Germán Labrador, denuncia el yugo del Estado, pero también es un reflejo de las disidencias populares.
Madrid-Actualizado a
España, una historia de violencia. Sin embargo, como en la asignatura de Historia en el instituto, la pantanosa laguna de la transición. También, para baby boomers escolanos y generaciones equis desembragadas, el insondable pozo negro del franquismo —jamás objeto de estudio, terminaba el curso—, que aquí sí ocupa un espacio central desde el que el lóbrego pasado cobra sentido y se explica el devenir de la otrora apostólica, católica y sañuda.
Sin embargo, no hay olvido ni omisión en el kit kat (pre)democrático, sino un cúmulo de circunstancias que forzaron al comisario de El tragaluz democrático: Políticas de vida y muerte en el Estado español (1868-1976) a sintetizar ese ligero paréntesis entre Franco y Felipe, apenas el coche de Carrero, la matanza de Vitoria o los últimos fusilados de Genovés, seis cegados jóvenes seis.
Germán Labrador explica, finalizada la visita guiada, que en la sala de exposiciones de La Arquería (Madrid) no figura la transición que pudo ser —como tampoco se dio en vida, la otra vida posible de la transición—, aunque el director de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía deja claro que, a pesar de que en la última sala no se resuelven los conflictos de la historia de España, los derrotados en la historia escrita por los triunfantes —"los sometidos, los subalternos, los vencidos, las olvidadas, los borrados"— sí tienen "su oportunidad de volver a expresar públicamente sus demandas".
Exigencias que, explica, "son muy parecidas a las expresadas por la ciudadanía en la Primera o en la Segunda República", plasmadas "en documentos de resistencia bajo el franquismo o durante la Restauración, y que son fundamentalmente las mismas: el derecho a la vida, la abolición de la violencia de Estado y de la pena de muerte, la desmilitarización de la sociedad, el derecho a la reunión, a la libertad de expresión y a la participación política, la igualdad entre hombres y mujeres, el final del racismo y la capacidad de las personas de vivir libremente según sus deseos y necesidades".
En la muestra, decíamos, hay violencia —violencia política o de Estado—, pero también resistencia, encarnada en el pueblo y en los pueblos, en este y en el de los países colonizados, de ahí que resulte interesante cómo "los fascismos aplicaron técnicas coloniales contra su propia población", comenta al final del recorrido Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). "Una cuestión de identidad, cuando para ellos solo hay una forma de ser español", añade. Y el resto, claro, sobra.
Organizada por el Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática y por Acción Cultural Española, El tragaluz democrático plantea, a partir de 266 obras, desde objetos hasta vídeos, una visión crítica del y desde el país colonizador, una mirada a un ayer victorioso a costa de la sangre, propia y ajena, el eco del dolor, a uno y otro lado del Atlántico, la fútil pica del vencedor y la profunda huella del derrotado, que aquí es protagonista a la contra, reflejo honroso del espejo oficial e implacable.
Por orden cronológico, la muestra discurre por el Sexenio Democrático, la guerra civil, el franquismo y una breve transición que se propone más como interrogante que como respuesta, con ese retrato de un Franco difuso y desleído que Carrero Blanco, asesinado por ETA, encargó a Tino Grandío. Metáfora de un régimen en descomposición que lleva a Germán Labrador a preguntar a los presentes adónde se dirigía aquel expresidente del Gobierno de misa diaria, porque todo el mundo sabe que el Dodge negro había arrancado la mañana de un jueves invernal de 1973 de la iglesia de San Francisco de Borja. Apenas a 500 metros de distancia, al otro lado de la manzana, el bum de Claudio Coello.
"Iba al estudio del pintor a ver el cuadro de Franco", comenta el comisario, el souvenir de una dictadura que comenzaba a resquebrajarse, hasta convertirse en una caricatura de sí misma, la misma atmósfera que se respira en el lienzo, crítico e irónico, del artista lucense. "De carácter espectral, Grandío pinta el desvanecimiento del régimen", apunta Labrador, quien rinde homenaje, desde el título, a la obra de Buero Vallejo y a su futurista regreso al pasado. Así, como el dramaturgo, escarba en la historia, bucea en la tragedia y rescata el pecio de la crueldad.
Por eso, exhibiendo y denunciando las políticas de muerte, la muestra se erige como un homenaje a las políticas de vida, contestación belicosa que pasaba por la sangre o ingenua disidencia que convertía, desde la soledad de la cárcel, un pedazo de pan en un muñeco. Un no por el sí, una existencia por oposición, una exaltación ante el drama, un desacuerdo pese al castigo. La cuestión: "Poner en tensión la memoria democrática desde una perspectiva crítica, planteando las violencias constitutivas del Estado español. No es un problema solucionado. Al contrario, es un viaje al pasado", avanza el comisario antes del recorrido.
Aquí está el quemadero de la purificadora Santa Inquisición, descubierto en Madrid en 1869, "prueba de una historia de horror e ignorancia"; la lucha por los derechos del Sexenio Democrático, como la libertad de culto o la abolición de la pena de muerte, de las quintas y de los impuestos de consumos; "el ángulo ciego de un lugar fascinante", la Primera República, que "contiene el corazón de las luchas por la democracia"; y la Restauración borbónica.
Es el tiempo de la forja de los mitos culturales —Isabel la Católica, el apóstol Santiago y Cristóbal Colón— y de la pérdida de las colonias. "El verdadero botín del llamado descubrimiento de América son los cuerpos, ese es el oro que no aparece en el cuadro", comenta Germán Labrador respecto al óleo Colón recibido por los Reyes Católicos en Barcelona a la vuelta de su primer viaje", de Francisco García Ibáñez, ante el testigo mudo del gigante que representa a Pere Mas Roig, el Pigat, pariente lejano y esclavista de Artur Mas, quien encarna "la riqueza vinculada a la trata".
No falta el desembarco de Alhucemas y la guerra del Rif, "total e inhumana, incluido el uso de armas químicas contra la población civil", una lluvia hasta entonces inédita de gas mostaza: "El laboratorio de la guerra moderna". También una muesca en la historia de la resistencia, que se observa en las luchas de obreros, anarquistas y sufragistas. Después, la Segunda República, que quiso "construir una isla alrededor de la pedagogía, porque si es posible educar al pueblo, se puede interrumpir la violencia". Sin embargo, Casas Viejas, donde "el Ejército colonial pone en práctica las técnicas de violencia que había desarrollado en Marruecos".
Luego, la guerra civil, donde un bando bombardea "y otro pone los muertos": la contienda como "una guerra colonial", véase la participación de potencias extranjeras. "Artistas republicanos que pintan la derrota en tiempo real: no es derrotismo, sino compromiso moral con la realidad". Caso de José Bardasano y su Evacuación. También Celso Lagar denuncia los desmanes republicanos contra la población en La Guerra Civil, "un cuadro que no tiene equivalente en el otro bando".
Mientras "el régimen construye las genealogías de la victoria" —Mariano Bertuchi y su Tetuán 17 de Julio de 1936. Nuestra Señora de las Victorias la noche del Alzamiento Nacional— y evoca con su "gramática taurina" matanzas como la de Badajoz, "el bando republicano documenta la muerte para que puedan ser recordados". Dos lecturas para la plaza de Las Ventas: "La mayor huerta urbana de Europa que aplacaba el hambre durante la guerra, arena de vida donde luego el franquismo celebra su ritual de muerte".
Llega la dictadura y las Marías compostelanas, dos hermanas de anarquistas representadas en una escultura de César Lombera, pasean su colorido feminismo ante la represión: "En el corazón de las derrotas nace la resistencia", insiste Germán Labrador, quien asciende a la segunda planta de la exposición, con sus maquis, sus exilios, sus campos de refugiados y de concentración, sus trabajos forzados, sus hambres y sus cartillas de racionamiento, su testimonio, sus emigraciones, también Paracuellos.
Y la carta de Humberto Baena, militante del FRAP, desde la cárcel de Carabanchel, antes de su fusilamiento en septiembre de 1975: "Tengo un reloj. Es una de las pocas cosas que tengo. No me tengo a mí mismo, no soy mi dueño [...]. Mi corazón, como mi reloj, se habrá parado de una manera violenta [...]. Ha sido la mano de un hombre negro, gemelo de Hitler y Mussolini [...], un monstruo satánico y anacrónico que lo destroza todo, que rompe una tras otra las cuerdas de los relojes del pueblo. Un hombre inhumano al que llamarán fascismo".
La sala dedicada a la transición pone fin a la muestra, que refleja "la lucha por la emancipación del pueblo español", según Emilio Silva. "También la lucha ancestral de una gente que ha querido liberarse de sus yugos y de otra que ha gritado ¡vivan las cadenas!", añade el presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), quien se abre a la luz de Nuevos Ministerios, sede de la exposición, después de percibir "una oscuridad" dentro de La Arquería: "La leyenda negra española no termina". Le viene a la mente, parafrasea, ese pasaje de la obra teatral Macho grita, de Alberto San Juan: "Las fosas que se están desterrando ahora en España se empezaron a cavar en 1492".
No cabe duda de que El tragaluz democrático: Políticas de vida y muerte en el Estado español (1868-1976) gana fuerza y sentido con las explicaciones detalladas de Germán Labrador, catedrático de Estudios Culturales en Princeton, ahora en excedencia, quien aclara algunos aspectos de la exposición.
¿Cómo planteó el espacio dedicado a la guerra civil para no ser maniqueo?
En primer lugar, el problema de la narrativa es la multiplicación de relatos, de experiencias y de conocimiento alrededor de la guerra civil, que hace muy complejo enfrentarse a ese tema. La segunda cuestión tiene que ver con las expectativas morales que hay alrededor de esa memoria. En la misma noción de guerra civil vinculada a la idea de reconciliación, todavía es central nuestro pensamiento sobre el conflicto del 36. Esa noción se articula fundamentalmente desde el interior del régimen, pero también a lo largo de la transición, que plantea la igualdad moral de los dos bandos en relación al uso de una violencia descontrolada, frente a una idea atávica de una España ingobernable que necesitó pasar por la experiencia del conflicto para poder construir las bases del progreso económico y social contemporáneo.
Ese relato, además de naturalizar la violencia de la guerra al servicio de los intereses del desarrollo capitalista, es falso desde la perspectiva histórica, porque las formas de violencia que están en juego no son igualables ni equivalentes. En la exposición planteamos, a través de la reconstrucción de las violencias coloniales desde el siglo XIX, la importancia de las técnicas de lucha contrainsurgente desplegadas por el Ejército español en los casi quince años de guerras en Cuba y, particularmente, en la fase final capitaneada por Valeriano Weyler con el sistema de trochas y de reconcentración. Entendemos que hay modos de operación política de la violencia sobre población racializada y colonizada que están siendo centrales en la configuración de las tácticas militares del Ejército español desde el siglo XIX hasta la propia guerra civil.
Esos mecanismos son los que permiten desplegar una violencia sin límites contra las clases populares en el contexto no solo de la guerra civil, sino también de la represión de la Revolución de Asturias, sofocada por el propio Franco en un ensayo general de la contienda. Es algo que está sucediendo en el contexto europeo de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, en lo que algunos historiadores han llamado la guerra civil europea. Hay una introyección de las técnicas de guerra total que Occidente había desplegado en la expansión colonial en el siglo XIX, que luego se incorporan al repertorio de violencia legítima.
España y la guerra civil son el laboratorio de esas violencias. La propia participación de los ejércitos coloniales alemán, español e italiano en una contienda nos da una pista clara sobre el tipo de intervención que se está realizando en un contexto donde el conflicto fue nombrado internacionalmente como guerra de España.
Esa violencia se basa en el bombardeo como herramienta fundamental de control colonial de poblaciones, en la matanza de civiles, en las técnicas de reconcentración, en las técnicas de terror político a través de las masacres y de las posterior exhibición de las matanzas, así como en formas de razias y represalias. O sea, en el despliegue de modos de violencia indiscriminada contra objetivos no militares. En ese sentido, España es el laboratorio del fascismo mundial.
Explica la guerra civil a través del pasado, del mismo modo que ésta determina lo que vendrá después. Y deja patente que en España, a lo largo de la historia, ha triunfado la alternativa conservadora y reaccionaria.
La historia no se repite pero rima. O, dicho de otra manera, las determinaciones de los conjuntos de fuerzas históricas no desaparecen de unas épocas a otras, lo que explica que los tipos de fuerzas en juego de carácter geopolítico y social son continuos y producen continuidades. Aunque también, sobre todo a nivel de los estados, hay unas gramáticas culturales y unas mitologías que tienen que ver con creencias, con símbolos, con figuras y con la utilización institucional de la historia, que están siendo permanentemente declinadas.
Los imaginarios del cuarto y del quinto centenario del llamado descubrimiento de América son muy semejantes y proceden a legitimar intereses y memorias muy parecidos sobre el predominio blanco occidental o español sobre el hemisferio americano, en un contexto donde el dominio geopolítico se transforma en dominio cultural o en inversión económica. En ese sentido, cuando uno observa la historia en el largo plazo, los juegos de continuidades políticas, vinculados a la continuidad de los intereses y de las élites que los detentaron, son muy evidentes. Por otro lado, también las experiencias disruptivas, las experiencias emancipadoras y las experiencias resistenciales saben hablar lenguajes adquiridos.
Hay tradiciones de resistencia y tradiciones de memoria. Hay procedimientos de resistencia que se transmiten y se heredan. También hay una memoria de las luchas por la democracia que emergen en cada nuevo ciclo de construcción democrática. En esas dialécticas, cuando uno ve el nivel macro, parece que el poder de la violencia —lo que llamamos en la exposición las tramas de muerte— triunfa sobre las tramas de vida.
Sin embargo, es muy interesante que muchos de los documentos que muestran esa violencia son ya documentos de resistencia. La misma existencia de representaciones de esas violencias supone un triunfo sobre una violencia que quería producir silencio y borrado, es decir, que hubiese crímenes perfectos. Entonces, la representación de esa historia traumática o necropolítica del Estado en el largo plazo tiene que ver ya con la historia de la resistencia. Nombrar la violencia es una primera forma de curarla, de subvertirla, de resistirla y de sobrevivirla.
En la exposición también hay crítica de género. Está la represión de las Marías, el acoso a las emigrantes, etcétera. Varias piezas muestran a la mujer como víctima o como doble víctima.
En cada uno de los periodos históricos, analizamos las redes de violencia y de resistencia desde seis coordenadas distintas: la violencia del Estado frente a las comunidades; la violencia patriarcal frente a mujeres, disidentes de género, niños, ancianos y animales; la violencia del Occidente colonial frente a los mundos colonizados, incluidas las violencias raciales; la violencia del capital frente a los trabajadores; y la violencia de los verdugos frente a las víctimas.
Esos ejes son activados a través de distintas piezas y problemáticas en cada una de las salas y en cada uno de los periodos. A veces con más fuerza, a veces con menos, en una especie de juego permanente de ecos, entendiendo que la historia de las violencias opera siempre desde todos esos polos de manera simultánea y que no es posible pensar en uno sin pensar en otros.
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