Este artículo se publicó hace 8 años.
Vecinos que rompen el aislamiento y la soledad de los mayores del barrio
La fundación Amigos de los Mayores implanta en cuatro barrios de Madrid el proyecto Grandes Vecinos, cuyo objetivo es fomentar que los jóvenes acompañen a los ancianos
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A Elvira se le ha estropeado el grill y no sabe dónde arreglarlo. La ferretería de toda la vida ha echado el cierre, como antes lo había hecho la panadería y otras tiendas del barrio, cuyo paisaje ha ido modificándose con el tiempo hasta el punto de que los viejos del lugar ya no lo reconocen. Al menos, las fachadas de los edificios y los locales que ocupaban los negocios de siempre siguen ahí, aunque sus gentes son otras. Podría salir de casa, preguntar a los viandantes, patear las calles y, con suerte, dar con el establecimiento, pero ¿quién cuidaría mientras de Gregorio?
Miguel, por ejemplo. Imaginen la conversación telefónica:
- Oye, Miguel, soy Elvira.
- ¿Qué tal, Elvira?
- Todo bien. Te llamaba para ver si te podías quedar con Gregorio un rato, que se me ha estropeado el grill y me han dicho que quizás lo pueda arreglar en la calle Magallanes.
- Claro que sí, mujer, sin problema, pero si quieres me acerco yo mismo a la ferretería.
- Cuánto te lo agradezco, Miguel. Ya sabes que yo sin grill…
- No soy nadie —y ambos estallan en carcajadas.
Elvira tiene 85 años y su marido, 93. No tienen hijos, por lo pertenecen a ese 40% de españoles mayores de 65 años que viven sin más compañía que la de su pareja. Peor lo tienen los dos de cada diez que viven solos: el porcentaje podría no parecer abultado, pero juntos suman 1.860.000 soledades. Son más mujeres (1.356.000) que hombres (503.500), y ese vacío a veces no es deseado. Para mitigar los fríos datos de la Encuesta Continua de Hogares, difundida en abril por el Instituto Nacional de Estadística, la fundación Amigos de los Mayores ha desarrollado en Madrid el proyecto Grandes Vecinos, cuyo objetivo es prevenir el aislamiento y recuperar las relaciones vecinales.
Miguel podría ser un gran vecino, o sea, un anciano necesitado de compañía. Cumple las condiciones, pues tiene más de 65 años, es viudo y vive solo. No obstante, él ha querido participar en la iniciativa acompañando a los mayores. Basta un paseo, un recado, una humeante conversación en torno a un chocolate con churros. “Ayudar es una satisfacción”, explica este contable madrileño prejubilado, que fue perdiendo a los suyos hasta encontrarse solo. “Entonces me involucré con los ancianos, porque no todo es salir de copas con los amigos”.
Además de Elvira y Gregorio, también se ve con otras dos vecinas, las Pilares. “Lo que yo estoy haciendo ahora por ellas espero que algún día pueda hacerlo alguien por mí”, reconoce Miguel, a quien se le quedó eternamente grabado el trato dispensado por unos voluntarios a su padre, que padeció alzheimer durante quince años. Los participantes en Grandes Vecinos, sin embargo, no son voluntarios sino personas que destinan algún minuto de sus vidas a prestar atención a los ancianos que se han ido quedando arrinconados en el centro de Madrid.
“Malasaña es su barrio de toda la vida, pero los jóvenes lo hemos invadido”, afirma Patricia Muro, una granadina de 35 años que ejerce de vecina dinamizadora, es decir, el eslabón entre los responsables del programa y la comunidad. “Muchos vienen de fuera y tampoco tienen aquí familia, por lo que el proyecto permite cubrir las necesidades de unos y otros”, añade Patricia, cuya figura requiere otro grado de compromiso. “Esto no es algo unidireccional hacia los mayores sino algo recíproco. Se trata de hacer vecindad y fomentar la cultura de barrio”. Pone un ejemplo: ella se toma un café con alguien que después le regará las plantas o le dará de comer a su mascota cuando se vaya de vacaciones.
Además de Malasaña, el programa también está implantado en la limítrofe Chueca, donde viven Elvira, Gregorio y otros diez grandes vecinos, asistidos por dos dinamizadores y veinte habitantes de la zona. “En Lavapiés y Tetuán está empezando, mientras que aquí ya llevamos trabajando seis meses”, comenta Irene Gil, coordinadora del proyecto, una idea original de la asociación francesa Petits Frères des Pauvres. “En todas partes, las personas mayores te transmiten que ya no conocen a nadie ni reconocen su barrio, por lo que se sienten muy solos en su propio entorno”, añade Gil, encargada de seleccionar a los ancianos susceptibles de enrolarse en la iniciativa. “El único requisito es que tengan ganas de conocer a personas para compartir su tiempo”. Y viceversa.
Elvira lo tuvo claro desde el principio. Valenciana del 31, conoció a su marido en Aguadulce, una localidad costera de Almería adonde se había ido sola de vacaciones. Cuatro meses después, se subió al altar. “Estudiaba Graduado Social y sólo me faltaba entregar la tesis, pero apareció Gregorio y se acabó todo”, recuerda entre risas. Se trasladaron a Madrid, donde ella trabajó como auxiliar de enfermería y él, en los talleres de Renfe. Llevan años jubilados y a Gregorio, que frisa en los 93, le falla el oído. Elvira está estupenda y, de pascuas a ramos, se escapa a disfrutar de una zarzuela con Miguel.
También le gusta pasear y desgrana las tardes enganchada a la lectura, aunque con internet ha entrado en una nueva dimensión. “Me encantan los libros. Sin embargo, la red es más que una biblioteca: es mi ventana al mundo”, confiesa en el salón de su casa, donde el reloj de péndulo marca las horas. “¡Cómo disfruto viendo los adelantos de la ciencia! No hay nada mejor que leer sobre astrofísica o metafísica. Navegar me alivia muchísimo”, reconoce. Y Miguel, claro, que le permite cumplir con su puntual visita a la peluquería mientras ellos recorren el barrio o se toman un piscolabis. “Lo que más me gusta del proyecto es el espíritu humanitario, una cordialidad que hoy no se ve tanto, porque la gente va a su aire y hasta le cuesta decir buenos días”, concluye Elvira.
“La vida ha cambiado horrores”, tercia Gregorio, que habla poco y se retrotrae al pasado. Nació en 1923 en Cerezo de Mohernando, una pedanía de Humanes, provincia de Guadalajara, pero pronto se adaptó a Madrid, donde hoy habitan 158.000 personas solas. “Vivo enseguida”, afirma. ¿Cómo que vive enseguida, Gregorio? “Quiero decir que me hago a todo”. Desde que entró en Renfe de mozo de cuerda hasta que fue responsable de cuarenta obreros en el taller de Santa Catalina, se ha ido mudando de un barrio a otro, al tiempo que el paisanaje se iba renovando. En Chueca llevan tres lustros, toda una vida, sobre todo cuando se superan los noventa y cada año ya no sólo son 365 días, sino una tienda que cierra, un amigo que se va, otro que desaparece para siempre…
“Antes los vecinos eran como una familia unida”, rememora Miguel, cuya existencia no ha escatimado en duelos y sacrificios. “Ahora ya no es así, por lo que una simple llamada telefónica puede ayudar mucho a alguien que está solo”. De alguna manera, cuando él presta ayuda también la obtiene, reconoce, consciente de que algún día será él quien necesite ese telefonazo. “Entonces acudiré a Irene para pedirle que me cambie los roles”. O sea, de vecino a gran vecino, un uróboros de solidaridad. Para que ese ciclo se perpetúe en el tiempo, este viernes, coincidiendo con el Día de la Solidaridad Intergeneracional, el proyecto toma la plaza de Chueca. Allí, los mayores tratarán de sensibilizar a los más jóvenes de que en el 1º B o en el 3º A hay gente sola, que no solitaria, que agradecerá tomar un café. O, al menos, recibir una llamada.
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