MADRID
"El campo mueve mucho dinero, pero nosotros no lo vemos. Los empresarios aprovechan la vulnerabilidad de los trabajadores para explotarlos y mantenerlos en un régimen casi de esclavitud. Los salarios son miserables y la solución habitacional, humillante". Seydou Diop, activista por los derechos de los jornaleros en Huelva, define con estas palabras la realidad social y residencial de un sector que lleva décadas luchando por una "vida digna" y lejos de la precariedad.
Los trabajadores del campo llegan principalmente del Magreb, los países de África subsahariana, América Latina o Portugal –sobre todo familias de etnia gitana–. Los empleadores los contratan muchas veces en origen, conscientes de la falta de mano de obra para las campañas agrícolas en Huelva, Almería, Murcia o Lleida. "Las ofertas de un año son fundamentales para que los temporeros puedan regularizar su situación. Esto hace que cada vez más empresarios se dediquen a cobrar hasta 5.000 euros a cambio de vender un contrato", denuncia Ana Pinto, portavoz de Jornaleras de Huelva en Lucha.
Seydou Diop llegó con una oferta de este tipo al pueblo de Lepe (Huelva). "Lo viví en primera persona, fue horroroso. Los empresarios no nos ofrecían casa ni alternativas para vivir y tuvimos que construir nuestras propias chabolas. Las personas en situación irregular no podemos acceder tan fácilmente a un contrato de alquiler. Los propietarios nos piden una fianza, un contrato y la vida laboral, pero nosotros llegamos sin nada de esto. El racismo frustra las pocas opciones que tenemos de conseguir un piso cuando regularizamos nuestra situación", denuncia el trabajador.
La llegada masiva de trabajadores extranjeros al mercado francés durante los años 30 dio lugar al desarrollo de las bidonvilles, barrios de chabolas construidos con vocación de permanecer y habitados por familias en situación de vulnerabilidad. Los primeros asentamientos irrumpieron en el mapa español con el cambio de siglo. La mano de obra local era insuficiente para cubrir las campañas de la fresa, los melones o la verdura en los invernaderos de la costa mediterránea. Almería, por ejemplo, tiene 33.000 hectáreas de cultivos y casi cuatro de cada diez trabajadores son personas migrantes.
"Los empresarios pueden cobrar hasta 5.000 euros por vender un contrato"
Los jornaleros viven en asentamientos de infraviviendas sin techo, construidas con lonas de plástico, palés de madera y otros materiales prefabricados –casi todos acumulan el calor–. Los servicios de recogida de residuos pasan de largo por estos barrios, donde miles de familias duermen rodeadas de basura. Los habitantes de las bidonvilles tampoco tienen luz, gas, ni agua potable. "La situación lleva años estancada y hubiera mejorado con un poco de interés político, con voluntades reales", reconoce el temporero.
"La patronal intenta dividirnos, nos amenaza con mandarnos a la calle si protestamos y nos dice que las trabajadoras de otra cuadrilla [generalmente, organizadas en función del lugar de origen] lo hacen mejor. Buscan enfrentarnos, para que nos peleemos entre nosotras y no luchemos de la mano, pero estamos haciendo precisamente lo contrario", señala Ana Pinto, que trabajó durante 16 años en la campaña de la fresa. El relator especial de la ONU sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, Philip Alston, denunció hace cuatro años las "duras condiciones" de los habitantes de las bidonvilles.
¿Qué pasa cuando enferman los jornaleros?
La falta de suministros no es el único problema que enfrentan las familias que viven en estos asentamientos. Los ayuntamientos tienden a negarles el empadronamiento a los migrantes que presentan una chabola como domicilio. Los incendios son habituales y las condiciones climáticas, inhumanas. "Las noches de verano dormimos en colchones tirados en el suelo con temperaturas de más de 30 grados. En diciembre, tenemos que hacer montones de mantas para protegernos del frío", destaca Seydou Diop.
Las mujeres sufren violencia sexual, psicológica e institucional en los asentamientos
Los trabajadores caen enfermos con cierta asiduidad, sobre todo durante los meses de invierno, pero no pueden faltar a sus puestos por "miedo" a las posibles represalias. "La asistencia médica depende de organizaciones sin ánimo de lucro. Nosotras tuvimos una compañera que pasó un par de meses con cáncer en una chabola, porque no tenía donde dormir. Los problemas pulmonares y las neumonías son también muy frecuentes" reconocen desde Jornaleras de Huelva en Lucha.
El día a día de los temporeros empieza sobre las 8.00 y termina cuando se pone el sol. Los trabajadores pasan diez, 12 e incluso 15 horas bajo los invernaderos y en las fábricas de empaquetado. El sector produce miles de millones de euros de ingresos al año, pero los jornaleros no consiguen escapar de la precariedad y los abusos laborales. "Tenemos que caminar kilómetros para conseguir agua potable. Normalmente, utilizamos las garrafas que se vacían de productos químicos y las llenamos para ducharnos, cocinar o fregar. El año pasado un chaval se quemó la cara pensando que el agua estaba limpia, porque tenía restos de ácido", recuerda Diop.
Llibert Rexach, portavoz de Fruita amb Justícia Social (Lleida), considera que la situación es todavía peor cuando los trabajadores terminan las campañas de la fruta y "suben al norte" para vendimiar. "No tenemos grandes asentamientos. Los jornaleros tienen que dormir en almacenes o garajes para la maquinaria agrícola, cuando no hacen noche en plena calle", señala. El convenio catalán obliga a los empleadores a ofrecer alternativas de alojamiento, pero rara vez lo cumplen. "Es un derecho cuando la gente hace distancias de más de 75 kilómetros para venir a trabajar", continúa el activista.
"Reutilizamos las garrafas de productos químicos para coger agua para cocinar"
Las fuentes consultadas por este diario aseguran que, para no infringir la normativa vigente, "muchos empresarios preguntan si tienen que dar alojamiento antes de ofrecer un contrato" y rechazan a las personas que no disponen de alternativa habitacional. Las mafias crecen al calor de las desigualdades y subastan camas calientes por días, semanas o incluso meses. Lleida recibe cada vendimia a cerca de 35.000 trabajadores, pese a la "inestabilidad" de las campañas.
Los asentamientos entienden de género
La presencia de mujeres en los asentamientos de chabolas es un fenómeno relativamente reciente, según un estudio de Andalucía Acoge. Su situación, en cambio, todavía es más "grave" que la de sus compañeros varones. "Los empresarios han llegado a pedirles sexo [a las trabajadoras] a cambio de un contrato. Es profundamente asqueroso, una vergüenza", denuncian desde Jornaleras de Huelva en Lucha.
La ONGD Mujeres en Zona de Conflicto reconoce que la situación de los asentamientos está marcada por una "falta absoluta de habitabilidad" y por la violación de los derechos fundamentales, con un claro sesgo de género. Las bidonvilles se sustentan en "relaciones de poder" con un claro dominio de los hombres. "La vulnerabilidad que enfrentan las mujeres por su situación de irregularidad administrativa durante su ruta por las campañas agrícolas las convierte en víctimas de extorsión y explotación, tanto laboral como sexual", sostiene Ana Martín, coordinadora del área de acción social de la plataforma.
La salud mental de las trabajadoras extranjeras que llegan a los invernaderos del litoral mediterráneo también suele acabar deteriorada, muchas veces por las dificultades para acceder a recursos básicos para la vida, pero también por las barreras lingüísticas o el duelo migratorio. "Tampoco podemos olvidar la violencia institucional, ni la violación de sus derechos sexuales y reproductivos, porque las relaciones íntimas muchas veces no son consensuadas", sentencian desde Mujeres en Zona de Conflicto.
La "inacción" de las instituciones públicas
La Asociación Nuevos Ciudadanos por la Interculturalidad (ASNUCI) ha sido pionera al inaugurar en Lepe (Huelva) el primer albergue colectivo para temporeros en situación de vulnerabilidad social. La iniciativa pretende dotar de una solución habitacional a los trabajadores que recogen las fresas y los frutos rojos que llenan nuestras neveras. El local tiene capacidad para 38 personas y salió adelante gracias a un crowdfunding sin precedentes. "Esta es una forma de responder a la inacción de administraciones, para demostrarles que si quieren, pueden", sugieren fuentes de la plataforma.
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