Abogados, trabajadores sociales, licenciados en Políticas pero también filólogos, empleados en logística, nutricionistas, fotógrafos, periodistas, cineastas, algunos de ellos miembros de ONGs, otros a título individual, participan esta semana en un encuentro en la ruta de los Balcanes entre Serbia y Croacia de la iniciativa The Route of Solidarity (TROS), promovida por la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, la ONG italiana Un Ponte Per, la griega Antigone y la croata Udruga PANK con financiación del programa de la UE La Europa de los ciudadanos. Justo esta semana de bombardeos de EEUU con el apoyo de Francia y Reino Unido sobre la ya devastada Siria en su octavo año de guerra, cuando, si algo en común tienen estos activistas, entre sí y con quienes se reunieron en Roma (24-30 enero) y Sevilla-Ceuta (12-18 marzo) es el punto de inflexión en sus vidas que ha supuesto, tras el 2015 de la llamada “crisis de los refugiados”, toparse con el dolor de los huidos de la guerra, el DAESH, el terror. “Una vez que miramos a los ojos a esas personas, migrantes, demandantes de asilo y nos abrazamos, supimos que teníamos que implicarnos”, recuerda el abogado Riccardo Bucci de Alterego Fabbricca dei Diritti.
“Yo aquel septiembre de 2015 en que Aylan Kurdi se ahogó aún seguía siendo una inconsciente”, evoca la navarra Leire Itoiz en el coche donde guía a la delegación de cinco de los veinte participantes de este TROS Zagreb-Belgrado al pueblo serbio de Sid. Un municipio de 15.000 habitantes, cerca de la frontera con Croacia, donde el asturiano Bruno Álvarez fundó en febrero de 2017 No Name Kitchen. Esta ONG provee de dos comidas diarias, asistencia higiénico-sanitaria básica, duchas portátiles, y ropa a entre 150 y 50 migrantes, que llegan, intentan cruzar la cerrada frontera con Croacia hasta que les devuelven y vuelta a intentarlo. Viven escondidos en la maleza junto a una fábrica destruida, lo que en el argot se designa con el anglicismo squad. Jóvenes, solos, en su mayoría afganos y paquistaníes, aunque también hay argelinos y marroquíes.
“Yo quiero llegar a Cartagena”, explica uno. “He volado de Marruecos a Estambul sin necesitar visado. Crucé el Egeo, de Grecia a FYRUM y Serbia. Y seguiré porque en Cartagena trabajé y es mi segunda casa”. Los jóvenes ahora en Sid, huían junto a sirios e iraquíes, en aquel inicio de 2016, donde aún estaba activa la suspensión de septiembre de 2015 por la canciller Angela Merkel de la convención de Dublín -que obliga a pedir asilo en el primer país que se pisa-. Pero en marzo de 2016 quedaron bloqueados por el cierre de fronteras y el anuncio del pacto para deportar a Turquía. Hace dos años. Con sus dos inviernos nevados. Se les ha hecho largo.
“Los ciudadanos europeos no tienen culpa”, sacude la cabeza un afgano que acaba de haber ser devuelto de Eslovenia, en su enésimo intento de avanzar. “Nos ayudan. Mira Leire, vive aquí desde noviembre, es nuestra hermana”, dice de la pamplonica, Máster en industria agroalimentaria que tras años de voluntariado con discapacitados fue a Grecia en febrero de 2017. “Quise conocer qué pasaba en Lesbos y ahí comprendí que quería hacer algo a largo plazo”. “No he tenido ningún miedo al venir”, responde rotunda. “Ni de la policía serbia, porque soy europea, ni de los chavales. Por frustrados que estén, aunque algunos beban y, por la tensión, hayan tenido alguna pelea, a mí me aprecian y protegen”. Llega la furgoneta con la comida, por sus altavoces suena la versión protesta-contemporánea del grupo Las amigas de Yoli de la canción antifranquista Que Volent aquesta gent de María del Mar Bonet. Empiezan a aparecer jóvenes hasta sumar medio centenar. Y mientras hacen fila y les dan el pan, huevo duro, manzanas, canturrean el inserto de Al Alba de Aute.
Lesbos fue el principio. No sólo para Leire Itoiz, también para la fotógrafa italiana Francesca Maceroni de Baobab experience, el griego Thanasis Vulgarakis o la belga Carmen Dupont de Lesvos Solidarity ONG radicada en la isla del Egeo. Otros activistas vivieron la vergüenza reveladora en la frontera entre Grecia y FYROM (Idomeni), como Ilaria Zambelli de Un ponte per, el límite entre Hungría y Serbia, como Iva Brajkovic de Udruga PANK, o muchos años atrás ya, en la Ceuta fronteriza con Marruecos el fotoperiodista Antonio Sempere. Pero Lesbos fue la cuna de esta Ruta de la solidaridad, en sí. Así lo explica su primera impulsora, la italiana radicada desde 2013 en Sevilla Caterina Amiccuci. Aquel verano de 2015 en que todo pareció empezar –aunque el éxodo estuviera documentado por investigadores europeos desde el 2011 en que Bashar Al Assad reprimió la primavera siria- Amicucci estaba en Grecia en protestas contra la mina de oro en la península de Calcídica, cerca de Tesaónica. “Algunos activistas venía de Lesbos y me hablaron de lo que pasaba y los medios aún casi no contaban”.
Al arrancar septiembre la imagen del niño Aylan Kurdi conmocionó a la opinión publica al punto de forzar un pacto largamente postergado de los estados para acoger 160.000 refugiados en dos años (17.680 en España). Habría sido un 0’2 por ciento de los 500 millones de habitantes de la UE (frente a Jordania o Líbano que tienen un 10 y 20, respectivamente). Pero ni eso se cumplió en el plazo acordado de dos años que expiró en septiembre de 2017. “El otoño de 2015 fui a Lesbos y aunque ayudé cuanto pude, mi objetivo central fue aprender de la insólita experiencia de una atención humanitaria, eficaz para las 5.000 personas diarias que llegaban, hecha casi sólo por cooperantes y activistas”.
“Frente a la Europa oficial insolidaria”, continúa Amicucci, “hay una de ciudadanos no racista, inclusiva y comprometida"
“Frente a la Europa oficial insolidaria”, continúa Amicucci, “hay una de ciudadanos no racista, inclusiva, comprometida y quisimos que tras ese 2015-2016 el impulso no se perdiera sino se articulara”. Esa es la idea que late en TROS. Por la que ya se organizan cinco encuentros más: Lesbos (23-29 mayo), Sicilia (17-23 septiembre), Tesalónica (3-9 octubre), Pula (noviembre) y Sevilla (febrero 2019). Y por la que sus participantes no son sólo miembros de las cuatro ONGs organizadoras, sino invitados del tejido social. ¿No es contradictorio que la UE que cierra fronteras financie iniciativas así? “Trabajando en activismo hace veinte años estoy acostumbrada”, responde Amicucci. “Ellos quizá limpian su conciencia. Pero el presupuesto es nuestro, lo pagamos con impuestos, es justo que construya la Europa solidaria que los ciudadanos queremos y necesitamos”.
“Aquí en Croacia”, testimonia Iva Bravjcovic, anfitriona de PANK, Zagreb “del 16 al 18 de septiembre de 2015, vimos pasar a 2.000 personas hacia Austria o Alemania. Y desde los vecinos a la Policía nos volcamos: yendo a la frontera con agua, comida, ropa y organizando traslados en bus. Fue emocionante pero los medios no enseñaron esa parte. Todo parecía un desastre”.
El encuentro TROS empezó con visitas al centro de recepción de Porin –el mayor de Croacia con 300 internos- y Kutina, el más antiguo–ahora sólo con diez familias, cincuenta personas-, siguió cruzando a Serbia, a Info Park, ONG situada entre los rebautizados Parque afgano y Parque kurdo de Belgrado. Y Sid, el alojamiento extraoficial cuyos habitantes pidieron una visita restringida para pasar lo más inadvertidos posible a la Policía. Si bien el coche patrulla con dos agentes apostado en la senda probaba que saben de su presencia.
“Todo va a ir a peor”, manifestó un paquistaní que, como todos, quiso preservar su identidad. “Muchos han venido, activistas y periodistas. Entendemos la buena voluntad. Pero nada mejora, la sociedad no hace que los gobiernos reaccionen”, proseguía. “Al revés, mientras más oyen de nosotros, más nos temen y agrandan las vallas”.
La frustración es patrimonio común no sólo en Sid, sino en quienes vagan por Belgrado e incluso viven atrapados en centros como el de Adasevci en cuyo bosque cercano se adentró un grupo con los catalanes Oriol Andrés y Oriol López de Chapter2, iniciativa de emprendimiento para que las personas ya refugiadas en España pongan sus empresas en marcha y los griegos Nikos Goutas de ONG Antigone e Ero Koulakidou de OMNES. “Sin problema, venid”, aceptó el contacto la quincena de hombres en el bosque. “Dentro no nos dejan cocinar nuestras comidas”, explicaron junto a restos de hogueras mientras apuntaban al centro donde sus mujeres y niños pequeños aguardaban. “Decidnos, contaros nuestra historia, ¿nos va a ayudar a cruzar?”, preguntaron. Y agradecieron la sinceridad de una negativa que de antemano conocían. Que todos conocen. A pesar de lo cual, fuera ya del bosque, en la puerta del centro, una joven afgana, junto al marido, preguntó: “¿Sería muy peligroso para vosotros intentar cruzarnos a Croacia en el coche, verdad?”. Peligroso e imposible pues al regreso, en la frontera, el coche fue registrado. “Nos quedaremos entonces”, había dicho ella, “pero no tendremos hijos. No hay medicinas ni comida, no es lugar”, explicó rodeada de los niños de las demás.
Serbia y Croacia son países de tránsito en que los migrantes no pretenden quedarse
El contingente de refugiados en esta ruta de los Balcanes es pequeño comparado con Italia, Grecia o España. Serbia y Croacia son países de tránsito en que los migrantes no pretenden quedarse. Prefieren ir a Alemania, Francia, Reino Unido a donde los propios croatas y serbios, españoles y griegos emigran desde 2008. “En Serbia, como la frontera está cerrada, se habla de cero llegadas”, explicó Stevan Taialovic de Info Park. Si bien ellos manejan la cifra de 15.000 personas atravesando el país en 2017. “En los últimos diez años hemos tenido 16.000 peticionarios de asilo y 98 concedidos”, precisa tras informar de su lucha contra celdas de aislamiento en los centros o fallos en la guarda y custodia de menores por el miedo de los tutores a perder su sueldo del Estado si critican el trato de la Policía a sus tutelados. Las cifras en Croacia tampoco son inasumibles. En 2017, 1.887 personas pidieron asilo, sólo 211 lo obtuvieron. Vía Mediterráneo, en cambio, según datos de la Organización Internacional de Migraciones, las llegadas en 2017 fueron 119.369 por Italia, 35.052 en Grecia y 22.419 a España. Donde la demanda de asilo se ha duplicado respecto a 2016: 30.445 peticiones, de las que 13.345 otorgadas, sobre todo a venezolanos. Muy lejos de las solicitudes a Alemania, Italia, Francia o Grecia, de 200.000 a 50.000.
“En Croacia, el 80 por ciento se va a otro país, aunque les hayan tomado las huellas y obligado a empezar los trámites por el acuerdo de Dublín. Del 20 por ciento que dice querer quedarse, el 90 es rechazado y sólo el 10 logra el asilo”, explicó el responsable de los centros croatas, Filip Stipic. “La paradoja”, completó Drazen Klaric, del Servicio Jesuita a Refugiados en el centro de Porin, “es que Croacia necesita tantos trabajadores que el Gobierno sacó, en 2017, 30.000 permisos de trabajo para extranjeros. Sólo unos 5.000 los pidieron. bosnios y serbios. Los 25.000 restantes se buscaron con un acuerdo bilateral con Ucrania. “Nosotros no queremos quedarnos aquí”, susurra un interno de Kutina. “Nos tienen jugando al fútbol, pero sin trabajo, esperando, días y días. Nos dan clases de croata pero queremos inglés para continuar a donde podamos trabajar”, dice ante su hija de dos años, con los dientes dañados.
Rashed Gholami de Afganistán, 17 años, encarna el caso contrario. Lleva en Croacia dos años y cuatro meses, ha conseguido el tipo de asilo por protección subsidiaria y está feliz de desarrollar su vida en la ciudad croata de Pula, con una red casi familiar con voluntarios de PANK. “Quiero ser informático. La primera razón para huir de Afganistán fue el terror a los talibanes. Pero educarme fue otro motivo clave. Fui huérfano desde los 3 años. A mi hermano, ahora en Alemania, y a mí nos criaron mis tíos en una granja. Jamás fui a la escuela, lo que allí es muy general. Ha sido aquí, en Kutina, donde he aprendido no sólo croata ¡sino a escribir en mi idioma, farsi!
Sweta Pudasaini, nepalí, de 23 años y Sadou Diagne, senegalés, de 27 también se abren camino gracias a la cooperativa de catering de cocina Taste of home. “Construir mi vida aquí fue muy duro al principio”, recuerda ella. “Todo es tan distinto: de la comida al modo de relacionarse. Pero hace año y medio estoy implicada en este proyecto, ya tengo mi permiso de residencia y trabajo, compañeros y amigos. Avanzo”. ¿Se ve viviendo en Croacia? “De momento”, matiza con nostalgia. “Pese a todo, mi país, amigos y familia son mi paraíso. Para todo migrante su origen es irremplazable. Menos mal que con Internet veo cada día a mi madre”. “Para ayudar a migrantes y refugiados”, tercia Diagne, “lo mejor son cosas concretas, enfocarlo a cómo ganar aquí la vida”. “Pero también procurar que consigan pronto los papeles”, añade el afgano Rashed Gholami.
El pragmatismo, al final del encuentro, se concreta también en acciones de condena de la criminalización de migrantes y rescatadores que intentan ayudarles. Por un lado, apoyando a “Los 35 de Moria”, internos del campo de refugiados de Lesbos que, tras unas protestas contra las condiciones de vida, este julio, fueron gaseados y golpeados por la Policía y, horas más tarde, detenidos entre los miles de internos, acusados de violencia. Para, más tarde, trasladados a la isla de Quíos donde el viernes 20 de abril serán juzgados. Y por otra parte, respaldando la campaña de solidaridad #SalvarVidasNoEsDelito en apoyo a los tres bomberos españoles de Proem-Aid acusados, con dos activistas daneses de Team Humanity, de tentativa de introducir en Grecia a migrantes no autorizados. Una acusación por la que afrontan penas de más de diez años, en un juicio previsto en Mitilene, capital de Lesbos, para el próximo 7 de mayo.
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