Este artículo se publicó hace 3 años.
Dictadura argentinaMatar al padre: cuando eres hijo de un genocida de la dictadura argentina
En 1976, un golpe de Estado cívico-militar-eclesiástico en la Argentina se convirtió en una dictadura atroz; produjo un genocidio, la desaparición de 30.000 personas y el exilio de miles de hombres y mujeres que defendían la libertad.
Luz Darriba / Luzes-Público
Lugo-Actualizado a
«Ellas y ellos me ayudaron. ¿Viste? Vos que despreciabas tanto a todos,
esos todos fueron en mí y te volvimos pañuelo».
('Odio, ahora sos pañuelo blanco', texto de Lorna Milena escrito a su padre genocida).
El 24 de marzo de 1976 fue el día más atroz de la historia de la Argentina. Para miles de personas, el comienzo de un fin que se eternizó siete años. El llamado por los perpetradores Proceso de Reorganización Nacional prometía combatir la corrupción, la demagogia, la subversión y situar a la Argentina en el mundo
"occidental y cristiano".
La consecuencia fue un genocidio, la desaparición de 30.000 personas y el exilio de miles de hombres y mujeres comprometidos con la libertad; el endeudamiento absoluto del país y la dependencia más indigna con las potencias extranjeras; el empobrecimiento de las capas medias y populares; el retroceso de la cultura y la educación; el desprecio por la vida.
Esta "empresa", de alcance continental a través del Plan Cóndor, sólo pudo ser llevada adelante con muchas complicidades: unas fuerzas armadas acostumbradas a interrumpir las democracias, la oligarquía orgullosa de sus privilegios de casta y la Iglesia católica, que eliminó a sus propios disidentes: curas populares como el padre Mugica o el obispo Angelelli.
Al abrirse las fosas sépticas del horror, de lo innombrable, los indiferentes entendieron que aquello también iba con ellos. La Argentina, con la fuerza de los movimientos de derechos humanos, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo y muchos otros, comenzó la lucha por Memoria, Verdad y Justicia –aún no finalizada–, que colocó a esta sociedad a la vanguardia del mundo en "ajustar cuentas" con un pasado execrable.
[Puedes seguir leyendo el artículo en gallego aquí]
Los juicios a los genocidas comenzaron con Alfonsín, en 1985. Se juzgó a las Juntas Militares en un proceso histórico de la trascendencia del de Núremberg. Antes, en 1984, se había creado la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, integrada por notables como Sabato, Favaloro, el rabino Meyer o el obispo De Nevares, cuyas conclusiones sirvieron de apoyo en los juicios a los genocidas y popularizaron la expresión universal "Nunca más", que el rabino Meyer recogió de los supervivientes del gueto de Varsovia. Hasta hoy fueron juzgados y condenados por delitos de lesa humanidad –el 40% a la pena máxima– unos 900 genocidas, y sigue la búsqueda de responsables de asesinatos, torturas, violaciones, apropiación de bebés, saqueos, vuelos de la muerte… Más de 4000 víctimas arrojadas vivas al mar y horrores cuya descripción no cabría en estas líneas.
En el marco de esas luchas, en 2017, nace Historias Desobedientes, el eslabón que faltaba de una cadena sólida y atemporal. Conformada por más de 50 miembros en constante aumento, fueron, al inicio, cinco mujeres y un hombre buscándose con la desesperación de quien precisa encontrar lo antes posible a sus iguales.
Liliana Furió (Mendoza, 1963), documentalista, activista lesbofeminista, hija de Paulino Furió –jefe del G2, División de Inteligencia del Ejército–, una de las fundadoras de Historias Desobedientes: "En 2016, en el libro Hijos de los 70, leo el testimonio de Analía Kalinec y la busco desesperadamente en las redes hasta que nos encontramos; vivíamos en barrios pegados: yo en Almagro, ella en Flores. Ahí empezamos a hablar del tema, a transitarlo juntas y, al año de conocernos, la impunidad que pretendía imponer Macri con la infamia del 2×1, desencadenó una entrevista a Mariana Dopazo en una revista de mucha tirada. Con Ani siempre pensamos que había más hijos e hijas, más gente como nosotros. Yo le decía que no me quería ilusionar, que me había llevado 50 y tantos años encontrarla, que hiciéramos lo que pudiéramos sin la expectativa de ver aparecer más hijas e hijos, y justo se da esto".
Liliana se refiere al fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (2017), el 2×1, que habilitaba a los condenados por crímenes de lesa humanidad a computar doble las detenciones antes de la sentencia firme, a partir de los 2 años de prisión preventiva. La ley beneficiaba a los peores genocidas por lo que, de inmediato, los organismos de DD. HH. con las Madres y Abuelas a la cabeza y la toda sociedad ante el riesgo de que esos criminales reingresaran al cuerpo social, organizan lo que se conoce como la Plaza de los Pañuelos.
Mariana Dopazo, mencionada por Furió, es hija de Miguel Etchecolatz, genocida condenado, director de Investigaciones de la Policía Bonaerense. Ella se cambió el apellido y le negó la paternidad, repudiando desde el círculo más íntimo de los represores el terrorismo de Estado. "No le permito más ser mi padre". Eligió ser exhija, una categoría política, una forma de llamarse a sí misma.
Y eran más
Dice Furió: "En las redes empieza a escribir gente que nos da la pauta que tiene algo a ver con nuestra historia. La contactamos y, a nada de la entrevista a Mariana, nos reunimos en la casa 6 personas, el 25 de mayo de 2017. El Día del padre, a menos de un mes de la primera reunión, hicimos la segunda en un centro cultural: éramos más de 30. Así surge Historias Desobedientes, hijas, hijos y familiares de genocidas".
La Analía que menciona Furió es Analía Kalinec. Nacida en 1979, en plena dictadura, psicóloga y profesora, de sonrisa y mirada vivaz. Su padre, Eduardo Kalinec, el temible Dr. K, fue condenado a perpetua por crímenes de lesa humanidad en lo que se conoce como Circuito Atlético-Banco-Olimpo, en el marco de la causa 1.er Cuerpo de Ejército.
"Mi padre es condenado en 2010. Yo tengo la necesidad sintomática de expresarme y justificar mi condición de hija de genocida. No sé si lo estoy diciendo bien –dice emocionada–, yo quería explicar que mi papá estaba preso, pero que yo no tenía nada que ver con lo que él había hecho. Mi declaración toma estado público, sale en algunos medios, y ahí contacto con Liliana Furió, con la que compartimos la triste condición de ser hijas de genocidas. Ella me busca en las redes y comenzamos un vínculo de afecto a partir del estado de desolación que compartíamos: nuestros padres estaban condenados por crímenes de lesa humanidad".
Erika Lederer (Salta, 1976), abogada y mediadora prejudicial. Hija de Ricardo Lederer, partero, capitán del Ejército Argentino, segundo jefe de la maternidad clandestina de Campo de Mayo, sindicado en el Nunca Más como "El Loco" que quería depurar la raza.
Aunque ya no forme parte del colectivo, Erika fue de las primeras en alzar una pancarta que rezaba: "Hijas e hijos de genocidas, por Memoria, Verdad y Justicia: 30.000 motivos".
"Me llamo Erika, con k. Mi viejo, ante la negativa a aceptarlo, se presentó de uniforme y armado en el juzgado. Ganó mi nombre a punta de fusil. Cuando denuncié a mi viejo con el 2×1, sabía que iba a tener consecuencias. Tengo dos hijos que se quedaron sin familia: sin primos, sin tíos, sin abuela. Para un niño es duro. Los aniversarios en los que no están, qué pasa si mamá se enferma… El padre está preso por violencia de género, yo pasé a ser la traidora. Y cuando estuve muy mal nadie me vino a ver".
Laura Delgadillo (La Plata, 1959), funcionaria, hija de Jorge Luis Delgadillo, comisario inspector de la Policía Bonaerense. Laura tiene una hija y un entusiasmo desbordante en la defensa de las luchas. Su tía, Ilda Delgadillo, hermana de su padre, está desaparecida.
"Yo fui de las primeras, en la reunión donde prendió el colectivo, más allá de que hubo una prehistoria de Historias Desobedientes: el encuentro de Analía y Liliana".
Sonríe e irradia una luminosidad que la aleja de los horrores: «El punto de inflexión fue la desaparición de mi tía. La secuestraron en la casa, la llevaron a rastras, le destrozaron y le robaron todo… Ella había vendido el coche, pensaba irse del país, sabía que la irían a buscar. Mi tía no era militante, era partera, trabajaba en la Unidad Penitenciaria de Mujeres de La Plata. Los mataron, a ella y su pareja César San Emeterio. Lo sé por la entrada en el cementerio. Había tantos restos en un solo día, que confirmaba que fuesen desaparecidos. Habían tirado unos 300 cuerpos al osario, tuvimos la suerte de encontrar los de ellos. Mi tía había asistido al parto de gemelos de María Rosa Tolosa. La abordaron las Abuelas y les contó lo que había visto.
La desaparecieron. Mi viejo y la familia San Emeterio presentaron un hábeas corpus. Lo renunciaron de la Policía Bonaerense. Con todo lo que yo hice, se lamentaba.
Mi madre sufría, se alcoholizaba. Entró de noche en un cuartel. El soldado de guardia, cagado de miedo, en vez de disparar le dio la voz de alto y un culatazo que le partió la clavícula. Estuvo desaparecida una noche. Al día siguiente llamaron a mi viejo y fue buscarla. Quiso devolverle parte del horror que él había generado».
Pablo Verna (Buenos Aires, 1973), abogado, padre de dos jóvenes y una niña, de 23, 19 y 10 años, hijo de Julio Alejandro Verna, médico militar del Hospital de Campo de Mayo. Posee una mirada clara y dulce, es un melómano (su compañera, Mariela Milstein, es música) y un apasionado de Historias Desobedientes.En el camino, que él llama "sinuoso", denunció a su padre por delitos de lesa humanidad.
"En 2013 confirmé la intervención de mi padre en el genocidio ocurrido en la Argentina. Él participó en el secuestro de militantes llevados a los campos de concentración y en los vuelos de la muerte. Me lo confirmó en una charla que tuvimos. Después de eso hice la denuncia al abogado querellante Pablo Llonto, defensor de víctimas del terrorismo de Estado, y a la Secretaría de DD. HH. de la Nación. La Secretaría introdujo la denuncia en la causa de instrucción de la Megacausa de Campo de Mayo. Yo había ideado un Proyecto de Ley para reformar los impedimentos del código procesal penitenciario, que impide a los familiares declarar o denunciar en casos de crímenes de lesa humanidad. El proyecto lo llevamos adelante con el colectivo, fue una de nuestras primeras acciones importantes. En 2019, el 2 de julio, declaré en el juicio Contraofensiva Montonera (nombre que le dio la propia organización). En ese juicio, a pesar de los impedimentos, el Tribunal admitió mi declaración porque mi padre no estaba imputado. Un gran avance: no soy el primer hijo/hija de genocida que declara en un caso de lesa humanidad, pero sí en un juicio oral. En lo que conforma el derecho internacional en relación a los derechos humanos, estas prohibiciones acotan los deberes impuestos a los Estados, nulifican, prohíben o restringen fuentes de prueba. Es una de las batallas que venimos dando".
Obediencia debida, desobediencia de vida
Dice Furió: "Crecí padeciendo el brutal machismo de mi padre. El tipo era un violento. Logré, con esfuerzo, perdonarle esa brutalidad y ese machismo extremo; lo que no le voy a perdonar nunca es que haya participado en un genocidio. Mi padre nos pegaba mucho, sobre todo a mí, la mayor de cinco hermanos, la única mujer, la disidente. En un momento me harté y le hice frente, le dije que a mí no me iba a pegar más. Casi me mata. Me salvó mi madre, que generalmente lloraba por los rincones, se dio cuenta de que, si no intervenía, mi vida corría peligro".
Liliana transmite templanza, la idea de que a pesar de los senderos abruptos hizo elecciones idóneas: "Durante años no pude indagar. En el 83, con la democracia, repudié el horror que salía a la luz. Festejé la democracia. Sin embargo, pasé muchos años sin ‘ver’ la participación de mi padre en delitos de lesa humanidad, contada por algunas personas, leída en algunos medios. Cuando lo llevaron a juicio en 2008, un domingo que comíamos en familia, sentí que al fin se hacía justicia".
Dice Kalinec: "Mi padre trabajaba mucho, apenas lo veíamos, excepto en las vacaciones. Mi madre, la típica ama de casa, se ocupó siempre de nosotros, de las compras, de la limpieza, de las cosas de la escuela… En ese contexto crecí. Una infancia feliz, un padre afectuoso y presente al que le teníamos un profundo respeto, así como mucho miedo a defraudarlo.
Yo tenía un vínculo muy afectuoso con él, era la que más lo acompañaba de las cuatro hijas. Finalicé la primaria, la secundaria, estudié Magisterio en un instituto religioso. Luego ingresé en Psicología en la UBA y salí al ámbito público. Conocí a mi compañero, Luis, con el que llevo 20 años. Estudié en la universidad pública, dejé las clases en escuelas privadas y pasé a las públicas.
Concebí los espacios, el conocimiento, las lógicas vinculares, de manera diferente. Me enamoré de la universidad y de la escuela públicas, me casé, fui madre de mi primer hijo. Gino, de 16 años, tenía año y medio cuando mi papá fue condenado. Hasta entonces yo no lo había vinculado con la dictadura. Fue un impacto fuerte. Mi padre estaba preso y yo no entendía los motivos, el discurso familiar minimizaba los hechos: ‘una confusión, mentiras, venganzas, papá saldría enseguida…
Pasaron los meses, los años y mi padre no salía. Me hice más permeable respeto de lo que había pasado en la dictadura; tenía que ver con la Presidencia de Néstor Kirchner (2003), que empezó derogando las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Ahí se comenzó a juzgar a los responsables de los crímenes de lesa humanidad, entre ellos a mi padre".
En el gobierno de Alfonsín, en 1987, se decidió que los delitos cometidos por los subalternos en la dictadura no eran punibles: cumplían órdenes superiores. Menem (1990), indultó a los genocidas, que luego fueron nuevamente juzgados.
A Lederer, de niña, la marcó la soledad, la vergüenza, la ausencia de voz, la violencia. "Vergüenza hasta que mi viejo se retiró; iba con su traje verde a todas partes. Era ridículo, los milicos estaban muy mal vistos. En la democracia yo era parte de una minoría vergonzosa. Me avergonzaba de su violencia. Bofetadas, desvalorizaciones, humillaciones. No se podía pensar distinto y yo era la zurdita, la loca. El método de resolución de los conflictos era siempre la paliza".
Delgadillo vive en un barrio autogestionado, cerca de la Plata, construido por Procrear, un programa de Cristina (Fernández) al que pudieron acceder personas como ella, "que gano bastante poco". Lamenta que Macri y la pandemia hayan perjudicado a tanta gente. Dice que organizan canastas para llevarles comida: «quien vive de la venta ambulante no puede salir. La asistencia funciona, pero está todo dañado y somos muchos". "Vi El silencio de los otros, me conmoví con el dolor de esos ancianos buscando a sus familiares en las cunetas. Mi abuelo gallego vino muy joven, de polizón, buscando a su padre que había formado otra familia. Contaba cosas terribles. Cuando construyeron el barrio, yo tuve pánico de encontrar fosas. Funcionaba muy cerca El Pozo de Arana, un centro clandestino de detención".
A pesar de su verborrea, duda en entrar en las historias difíciles: "De niña me sentía muy vulnerable, luego me rebelé. Me costaba relacionarme; mis cinco hermanos y yo nos repartíamos el amor de mi madre, la única que nos lo daba. No recuerdo que mi padre me haya abrazado ni besado jamás. Solamente una vez que fuimos de vacaciones al mar y estábamos juntando caracoles. Yo encontré una piedra turquesa increíble y se la di a mi padre. Le encantó, me dijo: gracias, hija, ¡qué linda!. Fue la primera y única vez que sentí que le gustaba algo que yo hubiera hecho…".
Pablo pide que hagamos público el enlace: juiciocontraofensiva.blogspot.com. Nos dice: "la realidad y nuestras historias, particularmente la mía, se cruzan con las de los querellantes de esa causa, que recibieron de manera amorosa lo que les pude acercar, y eso es de gran valor para mí. Es importante que se conozcan las historias que se reconstruyen en ese juicio: no sólo el genocidio, también el valor de la resistencia que hubo. Parte del objetivo de los genocidas fue –es– acallar las verdades históricas".
Él indaga sobre su propio acceso a la verdad al que llamamos "encontrar miguitas de pan": "Desde finales del 83 la sociedad supo lo que habían hecho los militares. No se hablaba aún de genocidio. Yo preguntaba y obtenía respuestas en sí mismas acusadoras. ¿Cómo se aplicaba la picana eléctrica?, ¿en qué partes del cuerpo?, ¿se ponía música a alto volumen para tapar los gritos?, ¿cómo sabía él esas cosas?
Nunca creí en él, pero no era capaz de tomar conciencia del horror. Confirmar su implicación me liberó. Una gran decepción, claro. Preferiría un padre del que estar orgulloso. Es lo que me tocó, y elijo la verdad. En un tiempo di por válidas las justificaciones. Los subversivos se entrenaban en el Líbano, volvían con armamento y documentación falsa… Me llevó bastante entender que esos fueron verdaderos actos revolucionarios frente a una opresión que hoy cuesta dimensionar. Una heroica resistencia que –para quien lo entienda de otro modo― jamás justificará el exterminio, las desapariciones, las torturas, el robo de bebés–. Había que hacerlo. No había otra forma de pararlo, decía mi padre.
Hace poco estuve pensando que nunca habrá forma de parar a un pueblo en lucha por su libertad".
Las historias de estos desobedientes revelan que a los milicos les salió el tiro por la culata: su propia sangre los rechaza, les echa en cara el genocidio, los cuestiona.
Furió: «Tenía 14 causas. Desaparición forzada, desaparición de bebés, torturas… No se privó de nada, dice con tristeza. Lo veía por mi madre, a la que durante años tuve como víctima –en algún punto lo es–. Ella presenció los alegatos en los juicios y dijo que era todo mentira, que había sido una guerra. Me interpeló: ¿por qué me cambiaba yo de bando? Fue una discusión horrible, le dije de todo. No podía creer que la juzgada fuese yo. Mi padre con arresto domiciliario, por temas de salud, y la familia como si nada.
Él falleció en 2019, los juicios siguen. Mis hijas tenían una relación estrecha con la abuela, que persistía en la sumisión al discurso del abuelo. Mis hermanos apoyan los juicios, excepto uno ya fallecido. Sin embargo, mientras vivió, no pudieron confrontarlo. El patriarcado funciona. Por algo la mayoría de las desobedientes somos mujeres".
Dice Kalinec: "Me enteré de la gravedad de la situación, entendí la legitimidad de los reclamos de los organismos de derechos humanos y de las víctimas sobrevivientes, pero me costaba ver que mi padre participara de eso. Creía en Memoria, Verdad y Justicia, pero no podía incluir a mi padre entre los genocidas. En el discurso familiar ‘él no había hecho nada de lo cual arrepentirse".
Furió: «Tenía 14 causas. Desaparición forzada, desaparición de bebés, torturas… No se privó de nada, dice con tristeza. Lo veía por mi madre, a la que durante años tuve como víctima –en algún punto lo es–. Ella presenció los alegatos en los juicios y dijo que era todo mentira, que había sido una guerra. Me interpeló: ¿por qué me cambiaba yo de bando? Fue una discusión horrible, le dije de todo. No podía creer que la juzgada fuese yo. Mi padre con arresto domiciliario, por temas de salud, y la familia como si nada.
Él falleció en 2019, los juicios siguen. Mis hijas tenían una relación estrecha con la abuela, que persistía en la sumisión al discurso del abuelo. Mis hermanos apoyan los juicios, excepto uno ya fallecido. Sin embargo, mientras vivió, no pudieron confrontarlo. El patriarcado funciona. Por algo la mayoría de las desobedientes somos mujeres».
Dice Kalinec: "Me enteré de la gravedad de la situación, entendí la legitimidad de los reclamos de los organismos de derechos humanos y de las víctimas sobrevivientes, pero me costaba ver que mi padre participara de eso. Creía en Memoria, Verdad y Justicia, pero no podía incluir a mi padre entre los genocidas. En el discurso familiar ‘él no había hecho nada de lo cual arrepentirse".
El padre maltrataba tanto a Erika que se hizo la prueba en el Banco Nacional de Datos Genéticos para saber si había sido apropiada. "Deseando una familia que abrazara resulté ser hija de este tipo que no perdono. Si a mí, que decía amarme, me maltrataba, que no haría con los que odiaba. Se pegó un tiro en 2012; lo iban a detener por la aparición de Pablo Gaona Miranda, nieto 106, a quién tuve la alegría de abrazar hace poco. No fue un abrazo de reconciliación, yo no perdono ni olvido. Fue un abrazo para decir que estamos en la misma lucha".
"Apuntamos a los familiares directos para que repudien la conducta de los padres y que ese peso llegue a los genocidas», dice Delgadillo. «Que el ‘no matarás’ suba de rango. Honrarás a tu padre y a tu madre, si no tienen conductas vergonzosas. Uno de mis hermanos, forzado por mi padre, fue a la guerra de Malvinas. No volvió a ser el mismo. La historia de la Argentina ocurrió en el living de mi casa: un genocida, una desaparecida, un excombatente. La mierda de la dictadura toda junta".
"Un día, mi viejo trajo un montón de cosas: ropa, un reloj de pared, una cajita de música, un cuadro, un microscopio que logré salvar y dárselo a Chicha Mariani. Se encerraron y empezaron los gritos. Mi madre nos prohibió tocar ‘el botín’ y lo quemó todo. Mi viejo murió en el 99, enfermo y solo, tras 10 años postrado. Dependió de los que había maltratado toda la vida".
Verna: "El vínculo venía dañado y se quebró en 2013 cuando me admitió que secuestró gente y anestesió a víctimas de los vuelos de la muerte en los que viajaba. Le contó a un pariente que había aplicado anestesias en el asesinato de Alfredo Berliner, Susana Solimano, Julio Suárez y Diana Schatz.
Me distancié de los familiares que no quieren hablar o dicen que es un problema entre mi padre y yo: el problema es entre él y la humanidad. No tengo nada que hablar con alguien que esconde el horror debajo de la alfombra. Tengo miedo, eso sí, a tocar fibras sensibles si hablo con sobrevivientes, con militantes de los 70, con familiares. No me gusta el ustedes y el nosotros: yo estoy con la justicia, donde tengo que estar".
Lederer: "Volví de vacaciones, de joven, y encontré mi habitación destrozada. La había registrado, había encontrado un diario de izquierdas. Me mató. Me dio tantas patadas que hasta me dejó de doler. Me fui para siempre. Nadie me había defendido nunca; ese día mi hermano lo paró: nunca más la vuelvas a tocar!.
Un padre malo, que incumplía –yo iba a misa con la abuela– los mandamientos. Era médico, ¿y el juramento hipocrático?, ¿alguien que estudia para sanar, mata? Un padre que mata provoca una grieta que no puede sino crecer.
Le puso una pistola a mi madre en cabeza, yo no quería ir al instituto, tenía miedo de no encontrarla al volver. Me sentía a la intemperie".
Kalinec: "No solo somos hijas e hijos; hay nietos, sobrinos, hermanos de genocidas con la inquietud de hacer pública nuestra voz colectiva". Tres años después, Historias Desobedientes tiene personalidad jurídica y una organización hermana: Historias Desobedientes Chile. No es casual que un colectivo de esta naturaleza surja en la Argentina, que logró revisar los crímenes cometidos en la dictadura.
Para Furió, Historias Desobedientes es un antes y un después en su vida. «Y en la de mi esposa alemana, que indaga en el rol de su padre, médico del ejército nazi en la II Guerra Mundial. Julie, integra conmigo el colectivo. Contactamos con descendientes de nazis que repudian a sus padres, ya hay un par con nosotros: Alexandra Senfft, nieta –escritora y periodista– y Barbara Brix, que junto a Ulrich Gantz –hijos de miembros de las SS–, Jean-Michel Gaussot e Yvonne Cossu-Alba –descendientes de miembros de la resistencia enviados a los campos– hacen Memoria a cuatro voces. Con Jordi Palou-Loverdos trabajan sobre la Memoria española.
Tenemos desobedientes del Brasil, del Uruguay y, próximamente, del Paraguay. La hija de un falangista se acercó al colectivo, nos ilusionaba mucho, luego no se animó. En un futuro ocurrirá. Es nuestro sueño".
Los genocidas se consideran patriotas, dice Verna. "No defendían la patria: defendían la opresión, la desigualdad, el egoísmo. ¡Para conseguirlo exterminaron a tanta gente! ¡Que a un niño de siete años le digas que unos tipos le van a sacar la Navidad, que nos encantaba! Manipulando desde la infancia hacia posturas políticas asquerosas. Nadie nos quería robar la Navidad, ya no soy un niño, saqué mis conclusiones. Al conocer la historia de los movimientos revolucionarios, de las resistencias, supe que aquella era una lucha noble. No pasamos página. Ni con el último genocida juzgado y condenado".
El dolor que generó la dictadura es insoportable y vitalicio. Las respuestas de estos desobedientes redimensionan el concepto Memoria, Verdad y Justicia, para que Nunca Más la democracia, con todos sus defectos, sea arrasada por la bestialidad genocida.
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista.
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