Opinión
Podemos, IV temporada
Por Daniel Bernabé
-Actualizado a
Finales de 2018, comienza la sexta y última temporada de House of cards, una de las series más exitosas de la pasada década, aquella que mantuvo cinco años al público en vilo siguiendo el ascenso al poder del despiadado y magnético matrimonio Underwood. Sin embargo, en esta última edición el personaje del presidente Frank, interpretado por Kevin Spacey, señalado por una sórdida historia sexual inquietantemente similar a la que su personaje ha mantenido en pantalla, ya no está presente en el libreto. La serie mantiene todos los ingredientes que la hicieron imprescindible en la parrilla, dando un merecido protagonismo al personaje de Claire, encarnado por Robin Wright, pero todo el mundo sabe que, a pesar de mantener la línea que la hizo merecedora de premios y audiencias, la historia debe llegar a su fin al carecer del hombre que golpeaba dos veces su anillo antes de las grandes decisiones.
En el final de la primavera de 2021, Podemos, ese partido, también objeto de deseo para los que escribimos, agitador del tablero conocido como bipartidismo, torre magnética para los odios reaccionarios, ha celebrado su cuarto congreso sin la presencia de su centro de gravedad, Pablo Iglesias, eligiendo como secretaria general a Ione Belarra (Pamplona, 1987), que ya relevó también al antiguo líder en el ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 tras su retirada a principios de mayo después de las elecciones madrileñas. Asimismo, el consejo ciudadano ha sido renovado, con gran número de caras conocidas, como Irene Montero, Rafa Mayoral o Pablo Echenique, pero dando visibilidad a nombres como Jesús Santos, Serigne Mbaye y Lilith Verstrynge. La participación de un 38,5%, de un censo de simpatizantes que convendría actualizar desde los tiempos de fascinación popular tras la aparición de la organización, ha sido ligeramente menor que en la anterior asamblea, pero ha mantenido el tipo, a pesar de la ausencia de Iglesias, con 53.500 votos.
De las fiestas conviene saber irse, como Iglesias, sobre todo cuando estas decaen en una liturgia en la que todo el mundo se conoce y el fin del festejo ya no ilusiona ni entristece, una situación en la que la izquierda más allá del PSOE está inmersa esperando contestar a una pregunta tan emocional como factual: ¿y ahora qué? Si atendemos a la capacidad de influencia real mediante lo institucional, la izquierda nunca ha estado mejor desde 1978, contando con un número de diputados decisivos, una vicepresidencia y cinco ministerios. Sin embargo la movilización social está bajo mínimos, los liderazgos por reconstruirse y la conexión con su electorado siendo presa de una depresión donde pesan más las continuas cesiones, como la subida de la factura eléctrica, que los avances, por ejemplo en el ministerio de Trabajo. Esta, y no otra, es la pregunta que ha sobrevolado la cuarta asamblea de Podemos, más allá incluso del relevo en su dirección.
Si Podemos fuera una serie televisiva y midieramos sus temporadas a través de sus congresos, el primer Vistalegre, octubre de 2014, fue el momento de auge donde todo estaba por descubrir y la pasión por la posibilidad movía a una organización que tenía más de objetivo común a la contra que de proyecto político con raíces y trayectoria. En febrero de 2017, cuando los morados ya habían enfrentado las elecciones europeas, autonómicas, municipales, dos elecciones generales y habían constituido el espacio Unidos Podemos, cuando contaban con un número ostensible de diputados, en torno a los setenta con las confluencias autonómicas, llegaron a la segunda parte de Vistalegre, esa donde la ruptura con el errejonismo se hizo patente, acabando con un destierro en la Elba madrileña que no resolvió unas fricciones internas dignas de tragedia de Puccini. Para marzo de 2020, entrando en las semanas más duras de la pandemia, después de formar ya parte del Gobierno, tocó una tercera parte que no fue más que una continuación de urgencia telemática. En esta cuarta asamblea, ya sin Vistalegre, ni Iglesias, después del año y medio que nos ha dado la vuelta a la vida, ha tenido lugar esta nueva cita.
Podemos ha hecho algo bien en esta cuarta temporada, no abrirse las carnes en público, algo por lo que tuvo, más que afición, devoción en episodios anteriores. Parece lógico pensar que el congreso de un partido, más uno del que fue el abanderado de la nueva política, debería haber sido un debate diáfano en torno a cuestiones de urgencia sobre la implantación territorial, la afiliación declinante, los nuevos liderazgos pero, sobre todo, el programa político, el deseado pero sobre todo el posible, o ese paso irresuelto que tantas frustraciones está creando de asaltar los cielos a gestionar lo terreno. La cuestión es que lo lógico no encaja siempre de forma exacta con lo funcional y para Podemos este congreso necesitaba ser más una representación de una transición ordenada que un ejercicio de política dura. Las cuestiones quedan pendientes, mal haría su renovada dirección en no enfrentarlas, pero peor hubiera hecho si ante una ausencia de oposición real interna, hubieran dejado entrever sus conflictos e incógnitas con tantas escopetas apuntándoles.
Entre otras cosas porque, como ya le pasó a Izquierda Unida en su reciente XII Asamblea Federal de marzo de este año, la gran incógnita es cómo trasladar ese espacio llamado Unidas Podemos del Congreso de los Diputados a esa España que trasciende las fronteras que van de Neptuno a Sol. Ambas organizaciones, Podemos e IU, más la nueva vertiente ecologista de López de Uralde, saben algo que les cuesta comunicar más que a sus votantes a su militancia: su futuro, salvo catástrofe desesperada, pasa por no presentarse a ninguna otra elección por separados, pero además realizar un verdadero trabajo conjunto como organización federal que vaya más allá de organizar los mítines juntos: parte del retroceso electoral en lo territorial es consecuencia directa de esta imbricación postergada tras demasiadas citas electorales, asuntos inaplazables de Gobierno e imprevistos inconmensurables víricos. Los mapas del futuro inmediato deben pasar por algo más que la construcción de un personaje público en torno a Yolanda Díaz.
No son pocos los análisis sobre el último congreso de Podemos que han resaltado todo lo que ha faltado antes que lo que ha sucedido, entre otras cosas porque existe una urgencia, en la derecha pero también en el progresismo, de acabar definitivamente con una izquierda que no sabe o no puede decantar el Gobierno hacia un cambio con lo esperable mayor, pero que por otro lado recuerda que en este país se obró un cambio social en la pasada década que sólo se reconocerá con el transcurrir del tiempo. Por ahora ese cambio es minusvalorado entre la inercia del desapego, la ciclotimia del espectáculo y la ansiedad de enemigos y adversarios, los antiguos compañeros de viaje que aspiran, lícitamente, a ser ellos el sustento de una segunda legislatura de Sánchez.
Podemos nació hijo de un momento tan duro como espectacular, en el amplio significado del término. Uno donde el país no sólo enfrentaba la salida a la mayor crisis económica de los últimos ochenta años, sino un grave problema territorial y una notable crisis de legitimidad institucional. Hoy, siete años después, muchos de esos problemas permanecen, algunos de ellos en mayor magnitud, otros esperando un camino para su atenuación. Una de las organizaciones clave para entender nuestra historia reciente permanece, ya en su forma adulta, esa donde todo brilla menos pero los resultados de su acción política son algo más que una chispeante narrativa de horizonte. Ese y no otro debe ser el contrato con el que Podemos encare su cuarta temporada: no pidiendo perdón por las expectativas inconclusas, sino reclamando su trayectoria presente. Nadie había llegado tan lejos en tan poco tiempo, el problema es que la distancia se queda corta de la marcada en sus inicios y los límites de lo posible demasiado estrechos para alguien que tuvo esa inexactitud llamada cambio como apellido. Toca situar lo posible sobre lo deseado, pero también lo deseado sobre lo que se permite hacer. Y ahí está la llave para, a diferencia de House of Cards, sobrevivir a tu protagonista.
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