Opinión
Ante la ley 'trans': una celebración desinteresada
Por Elizabeth Duval
-Actualizado a
Hoy se aprueba algo así como la ley 'trans', en su versión fusionada con la ley LGTBI; lo celebraremos. Pero quizá no todo el mundo entienda esta celebración. La pantomima a la cual entre todas hemos decidido llamar debate podría hacernos creer que esta ley, una vez aprobada como proyecto por el Consejo de Ministros, enmendada, debatida, deliberada, tramitada en el Senado, sancionada y promulgada por el Rey, modificará los fundamentos metafísicos de la realidad, de la percepción, de los universales e incluso de la existencia, haciendo desaparecer —ahora me ves, ahora no me ves— a las mujeres, en sus cimientos tambaleadas por tinta y jurisdicción, sometidas a los designios de la Ley mayúscula. ¿Reinterpretamos a Kafka? Ante la Ley hay un guardián. Una persona trans se enfrenta a este guardián, y solicita que se le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarla entrar. La persona trans reflexiona y pregunta si más tarde la dejarán entrar. Tal vez, dice el guardián, pero no ahora; y recuerda que soy poderoso y sólo soy el último de los guardianes.
A quienes hemos defendido la ley 'trans' no nos ha movido nunca nuestro propio interés. Es algo de lo que me he ido dando cuenta a lo largo de estos últimos meses: los periodistas con frecuencia nos hablaban de nuestras conquistas, de lo bien que habríamos de sentirnos viendo al fin nuestras identidades reconocidas, y yo pensaba en que cualquier avance por el que estuviéramos luchando a mí no me afectaría en absoluto, menos aún a otras defensoras —más mayores— de la reforma. No es la primera vez que lo vivo. El proceso de elaboración de la ley 'trans' madrileña, que no ha podido aplicarse sino relativamente —por falta de partidas presupuestarias específicas, que tendrían que haber sido organizadas, pero que el Partido Popular escogió ignorar una y otra vez—, me pilló muy cerca, cuando yo tenía dieciséis años. Y pensé, con un poquito de tristeza y algo más de compasión, que era doloroso haberme quedado en ese límite entre lo legislado y lo no legislado, pues quienes hubieran nacido apenas un año o dos después del año de mi nacimiento ya vivirían bajo los términos de esa nueva jurisdicción, pero mi quinta marcaba exactamente la fina línea de a quienes la ley ya no podría cambiar la vida.
Cuando empecé mi tránsito, a los 13 años, tuve que cambiarme de instituto a mitad de curso, porque el lugar en el que estaba me dijo abiertamente que no pondría en práctica ningún tipo de medida para acomodar a una alumna trans, y me señaló sutilmente la puerta. Fue el Colegio San Pedro Apóstol de Barajas. Pasé por la Unidad de Trastornos de la Identidad de Género —y prometo que incluso presionar para que cambiaran ese nombre, hace unos cuantos años, era una batalla muy ardua— y la gestora de pacientes me comunicó que, si me equivocaba y dentro de unos años me arrepentía de haber empezado el tránsito, la única opción que tendría delante sería la de tirarme por un puente, llegando a facilitarme indicaciones.
Acudí a dos o tres psiquiatras para obtener informes en los cuales estuviera escrito, negro sobre blanco, que yo tenía un problema mental llamado trastorno o situación de transexualidad —después, disforia de género— estable. Me habría gustado hablar con esos psicólogos rutinarios de otras preocupaciones, preocupaciones más típicamente adolescentes, pero ante ellos tenía que saltar por varios aros: primero, cumplir con todos los roles y estereotipos típicos de las mujeres, dejándome el cabello largo, pintándome las uñas, llevando a cada visita falda o vestido —¡no vaya a ser que tengas una apariencia demasiado masculina como para ser considerada una verdadera transexual!—; segundo, ocultando cualquier posible miedo en la cabeza o dolor en el corazón, pintando una felicidad exacerbada, falsa, postiza, porque todo lo que no fuera estar perfectamente —o todo lo que incluyera dudas, ideas, pensamientos— podría impedir que mi identidad fuera reconocida: tenía miedo de ser trans y tener otros problemas, porque para ser trans había que ser perfecta y estable, un maniquí.
Empecé mi tránsito a los trece años. No pude cambiar mi documento nacional de identidad hasta los diecinueve, un año después de haber comenzado mi carrera universitaria en Francia. En cada carta que mandaba a las universidades para que aceptaran tenía que exponerme como persona trans, explicar mi vida —porque había datos entre distintos sitios que no concordaban—, revelar mi intimidad y hacer trámites burocráticos eternos para poder estar tranquila. Recuerdo que, en mi primer año, durante unas semanas, el sistema tuvo un fallo, y el nombre que figuraba en el campus virtual de la universidad quedó restablecido al que tenía antes de transitar. Recuerdo el miedo a ser expuesta así, como si te desnudaran en medio del público y se pusieran a contar todas tus intimidades sin haber pedido permiso. El miedo a no poder hacer un trámite necesario: «porque quien figura en este documento no es usted, sino su hermano». La obligación de desnudarse todos los días: de no poder olvidar. Insisto: pasaron seis años, es decir, toda mi adolescencia, desde que empecé el tránsito y hasta que pude ver mi identidad reconocida. La burocracia fue infernal. Y mi identidad la vi oficialmente reconocida hace dos años, dos.
Aún hay gente que piensa que todo por lo que yo debí pasar debería constituir el trayecto obligatorio y legítimamente señalado para todas las personas trans. Hay quienes no tienen ningún problema con que estas se vean expulsadas de su centro educativo en medio del curso. También les parece bien que se invite a menores a considerar el suicidio como alternativa a su tránsito. No creen que haya nada malo en formularios sexistas y monstruosos, que preguntan para dirimir identidades sobre con qué jugaba cada uno en su infancia, siempre que estos formularios ahuyenten al fantasma de la autodeterminación de género. Prefieren que las personas trans sufran en silencio a que digan la verdad, y que atraviesen buena parte de los primeros años de su vida siendo reconocidas entre sus pares y cercanos y siendo violentadas de forma constante por las instituciones. Hay quienes preferirían incluso que el reconocimiento que teníamos hasta hoy, fruto de la Ley 3/2007, no existiera: que no pudiera cambiarse mención de sexo o nombre alguno, que la sombra de la sospecha estuviera siempre bien colocada sobre nosotras para darnos cobijo, que la exposición y el desnudo se convirtieran en constante; preferirían declararnos anatema a aceptar que existimos.
Hoy, que se aprueba la ley trans, es un día importante; sin embargo, después de meses de discusión embarrada, nadie sabría muy bien decir por qué. Hay colectivos legítimamente decepcionados con lo que consideran un abandono hacia las personas trans migrantes o no binarias dentro del texto final, y a su decepción nos sumamos. Pero lo que ha sucedido estos últimos tiempos no ha sido un debate sobre el contenido real de estos decretos. Hemos asistido a cómo se hacía de todas las personas trans, y particularmente de las mujeres, potenciales agresoras violentas, espectros de hombres entrando en cuartos de baño para violentar a otras mujeres, como si la entrada a los lavabos hubiera estado alguna vez regulada por lo que ponga en el documento nacional de identidad de cada uno; hay quien ha querido instalar un clima de tensión, miedo, confrontación y odio constante hacia las personas trans, y hay quienes, cómplices, les han dado pábulo hasta decir basta; se ha pretendido que esta ley iba a administrar hormonas sin límites a menores, como si no hubiera siempre seguimientos médicos y como si las competencias sanitarias no estuvieran reguladas según las autonomías; se ha dicho que se iba a mutilar con cirugías a niños como si esto alguna vez fuera legal o imaginable. Se ha culpado a las personas trans de abrir la caja queer de Pandora y desatar todos los males sobre la faz de la Tierra. Se nos ha convertido en monstruos públicos, en líderes de las tinieblas, participantes de conspiraciones y contubernios judeomasónicos. No guardo rencor a quienes lo han hecho.
Hay personas trans que a partir de hoy saldrán del armario y tendrán un camino administrativamente más fácil. Seguramente no se vean sometidas a tantas violencias burocráticas como las que yo tuve que vivir: esto es lo que más celebro. Pero también sé que hay adolescentes que hoy se enfrentan a padres envenenados por un discurso que han escuchado en las televisiones, en la radio, que han leído en los periódicos: un discurso que hace de las personas trans un síntoma de degeneración, un colectivo caprichoso, una horda militante que quiere doblegar a todos con sus exigencias. Yo ni quiero doblegar a nadie ni peleo ni siquiera por mí misma, porque todas estas leyes para mí llegan tarde: quisiera que nadie más tenga que vivir todo aquello por lo que yo sí pasé. Pero hoy habrá personas que, por culpa de un debate público envenenado, quizá tengan más miedo que nunca a salir del armario con sus padres. A los responsables de esto podremos perdonarles, y será incluso nuestro deber, pero dudo que algo así se pueda olvidar.
Ojalá pudiéramos, no obstante, olvidar todo esto. Ojalá, dentro de unos años, nos parezca inimaginable todo el odio que se vertió cuando unas personas reclamaron el derecho a no ser consideradas víctimas de una enajenación mental, a no estar siempre bajo la tutela de la medicina y del Estado. Espero que el júbilo por los derechos de algunas —que nunca serán los derechos suficientes— deshaga la bruma, que pasemos página, que celebremos la prohibición de las terapias de conversión, la extensión del derecho a la reproducción asistida para mujeres lesbianas y bisexuales, el derecho a la integridad física de las personas intersexuales, la autonomía por fin real de las afortunadas personas trans que no han tenido que vivir lo que gente tan joven —y eso que yo escribo desde el privilegio— como la veinteañera que firma este texto sí. Hoy se aprueba algo así como la ley trans, en su versión fusionada con la ley LGTBI; lo celebraremos por todas aquellas personas trans para las cuales esto no llega demasiado tarde, o llega lo suficiente. Sé que el movimiento LGTBI y el movimiento feminista empujarán para que los avances que hoy se consiguen sean dentro de un tiempo más grandes, más fuertes, mejor asentados. Sé que no nos quedaremos en la celebración, pero hoy, que ya no tenemos casi ni energías para responder al infierno en el que las redes sociales se han convertido para las personas trans, celebro por todas aquellas que no tendrán que bajar a los abismos para conquistar dos o tres derechos; deseo, ante el futuro, ante la ley trans, que el tiempo lo ponga todo en su sitio.
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