Opinión
Cuándo sucedió lo imaginado
Por David Torres
Escritor
Les tengo dicho a mis amigos poetas que no se empeñen en escribir libros, que se limiten a escribir poemas, que lo de articular textos y ensamblarlos en una estructura es una tarea de novelistas que va contra la esencia misma de la poesía. A fin de cuentas, todos hemos descubierto a los grandes poetas en antologías, en manuales de literatura, en un verso suelto oído en una canción, en una cita, en una película vista a cualquier edad, en el lugar más inesperado. Como tantos otros, descubrí a Salinas, a Cernuda y a Aleixandre en el libro de Lengua de 2º de BUP, gracias al buen gusto de Lázaro Carreter, y muchos años después tropecé por primera vez con e. e. cummings en la voz de Michael Caine, en un diálogo de Hannah y sus hermanas, de Woody Allen: “Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”.
A menudo los grandes poemas caen del cielo, a veces literalmente, como le sucedió a Rilke con el primer verso de las Elegías de Duino, que llegó envuelto en el fragor del vendaval mientras paseaba por un acantilado: “¿Quién, si yo gritara, me oiría entre los coros de los ángeles?” Por su propia naturaleza, los poemas se resisten a ensamblarse, a organizarse en un todo coherente, una sinfonía de palabras que aúne música y significado, aunque a lo largo de la historia de la literatura pervivan monumentos tan grandiosos como La tierra baldía, de Eliot; las Soledades, de Góngora; la Divina Comedia, de Dante; o la Eneida, de Virgilio.
El último libro de Álvaro Muñoz Robledano, La noche en que me deshice de todas las fotografías, es una especie de epopeya a pequeña escala donde cada fragmento cobra sentido en relación con los demás fragmentos y cada palabra guarda el eco de otras palabras. Antes he citado a uno de los poetas esenciales del pasado siglo sin caer en la cuenta (o quizá atendiendo un reclamo inconsciente) de que el primer verso de Álvaro invoca sin nombrarlo esos ángeles de Rilke que repiten las trompetas del Apocalipsis: “abre el ángel sus alas y rasga el sello comienza la mañana sin luz ni sal en los rostros”. Pero, como casi siempre en Robledano, las pistas están borradas y las referencias culturales son únicamente huellas de una vida que de alguna manera todos compartimos.
Porque, más allá de la emoción o la belleza, lo que pretende Robledano en este libro es darnos un pasado que quizá no existió, reconocernos en un espejo roto mucho tiempo atrás, abrir esas puertas por las que no nos atrevimos a entrar. Por eso uno de los versos dice: “una película no es sino el compendio de todo cuanto nunca habría sucedido”. No es difícil descubrir en el tercer fragmento la alusión al lienzo de Antonio Gisbert Pérez, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, aunque el auténtico reconocimiento se produce al evocar el miedo del niño de diez años que lo vio por primera vez en una reproducción “en su libro de lecturas escolares”.
Aparte de la dificultad, la falta de interés o de costumbre, sospecho que una de las razones por las que la gente no lee poesía es precisamente el temor a verse reflejado en unos versos, recobrar los recuerdos fósiles de la infancia. Yo me he visto a mí mismo caminando por la lonja de Motril al leer “nunca se llega a un puerto por primera vez redes tendidas en los secaderos, olor de pescado y aceite de motor los rostros de quienes no tienen salario el rumor impostado del rompeolas páginas de Tolstoi leídas al sol de agosto”. Hay un momento en el que Robledano nos avisa que “un geógrafo, inevitablemente, se investiga a sí mismo”, y otro en el que “Paris y Helena mojan porras en el café sin que nadie advierta el leve temblor en la dentadura de ella tantos años no han borrado su belleza”. Ese niño que “salvaba cada tramo de escaleras de un salto once escalones de madera desgastada y agrietada” está intentando conjurar el pánico, el vértigo del tiempo transfigurado en espacio: en ese salto estamos todos, yo soy ese niño, tú eres ese niño. Nel mezzo del cammin di nostra vita, dice Dante al comienzo del poema más grande de la literatura, un endecasílabo prácticamente intraducible: “En medio del camino de nuestra vida”. Desde ese abismo del nosotros está escribiendo Álvaro la noche en que se deshizo de todas las fotografías.
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