Este artículo se publicó hace 8 años.
Juan Peña El Lebrijano, el cantaor que nunca fue a El Pardo
Juan José Téllez
La muerte lo encontró en casa de Sevilla, pocas horas después de que se hubiera templado con unos cantes junto a su hermano Pedro. Juan Peña El Lebrijano (1941-2016) ha sido enterrado hoy en Lebrija, su ciudad natal, la patria de una larga dinastía que también hunde sus raíces en Utrera, en una Andalucía rural a la que él no dejó de rendir tributo a través de los estilos propios de ese rincón: ‘En mi familia hemos sido siempre conscientes de que teníamos un compromiso con la seriedad del cante y, además, un compromiso social que se tenía que reflejar a través de nuestro cante. Hemos procurado ser fieles a nosotros mismos’, aseguró en 2009 cuando le nombraron Hijo Predilecto de Lebrija.
Sobrino de El Perrate, hijo de María la Perrata, Juan le confesó en público a su hermana, la comunicadora Tere Peña, que su madre "siempre decía que yo había llorado en su vientre y que los niños que lloraban traían un don". Su padre –que era tratante de ganado-- le presentó a Antonio Mairena, con quien mantuvo amistad y ley durante buena parte de su vida, aunque también viajara a bordo del Festival Flamenco Gitano en el que encontraron su rumbo definitivo, a mediados de los años 60, Camarón de la Isla y Paco de Lucía. Guardaba –como ha recordado María Angeles Carrasco, directora del Instituto Andaluz de Flamenco-- un pañuelo de lunares que le regaló la Niña de los Peines.
Respetuoso con la tradición flamenca, no tuvo miedo alguno a la hora de innovar, como demuestra su exploración del diálogo con la música arabigo-andalusí. Tampoco rehuyó el cuerpo a cuerpo con el compromiso político, como compañero de viaje del PSOE, o con la causa andalucista o la del pueblo gitano, como demostraban las dos banderas colocadas sobre el féretro que se honraba en el teatro de Lebrija desde la tarde del miércoles, pocas después de que un golpe de tos y una hemorragia le invitaran a hacer mutis de la vida.
Solía enorgullecerse de que era uno de los pocos artistas de su época que no habían recalado en el Palacio de El Pardo, cuando Francisco Franco los congregaba. Cada vez que era invitado, solía justificar su ausencia con un certificado médico que anunciaba gripes y otras indisposiciones de diverso rango: “Qué mala salud tiene este muchacho”, llegaba a ironizar el dictador, como el propio Lebrijano se encargaba de difundir.
En las últimas semanas, Juan Peña había sufrido nuevos reveses de salud que le impidieron desplazarse al festival flamenco de Mont de Marsán, en Francia, donde tenía previsto actuar junto con otros “giraldillos” de la anterior Bienal de Flamenco de Sevilla: la edición del próximo septiembre, como ya ha anunciado su director Cristobal Ortega, también le tributará un reconocimiento.
Entre sus proyectos pendientes, como confirmó el periodista Jesús Vigorra, director del programa “El Público”, de Canal Sur Radio con el que Lebrijano colaboraba habitualmente, quedará un homenaje a los gitanos muertos bajo el holocausto nazi, del que ya anticipó una estremecedora versión del “Gelem Gelem”, que identifica a dicha etnia. Un tributo a los cantes de Lebrija y a la poesía de Rabidranat Tagore quedarán también entre sus eternas asignaturas pendientes. Fue precisamente la poesía del gitano hindú la que le hizo intimar con Gabriel García Márquez en un encuentro informal en la casa sevillana de Lola González, la hermana de Felipe, en el que el autor de “Cien años de soledad” se emocionó tanto con su cante que le tendió un papel en donde había escrito y firmado una frase misteriosa: “Cuando Lebrijano canta se moja el agua”.
“Yo, en principio, no entendí bien qué quería decir –me confesó cuando sacó un disco basado en las ficciones de Gabo-- . ¡Si el agua ya está mojada de por sí!”.
El contenido del disco, preparado por Casto Márquez, fue refrendado por el propio autor, a través de su agente Carmen Barcells. Entre la amplia obra de El Lebrijano, destacan otras colaboraciones con escritores de su tiempo. Con Félix Grande pudo en pie “Persecución” una estremecedora cantata sobre la persecución de los gitanos en España. Y con José Manuel Caballero Bonald, con quien suscribió “Tierra”, un homenaje ultramarino, pero también un single contra Augusto Pinochet que llegó a editar el PSOE.
Ahora apenas se recuerda pero Lebrijano se subió por primera vez a un tablao, armado con una guitarra. De hecho, su carrera artística comenzó como tocaor de La Paquera de Jerez, con tan sólo 16 años. También figuró en la compañíade Juanito Valderrama, cuyo centenario se celebra este mismo año. A partir de que en 1964 Juan Peña ganara el concurso de Mairena del Alcor, fue cuando se dedicó por entero al cante, aunque fuera de atrás, como tuvo ocasión de formarse en la compañía de Antonio Gades, mucho antes de que debutara en las casas de discos en 1968 o que, dos años más tarde, apareciera otro LP suyo en solitario escoltado a la guitarra por Paco de Lucía.
A lo largo de su trayectoria artística, persiste El Lebrijano en una pesquisa intelectual que le ha llevado a menudo hacia la senda de la innovación, por más que sus inicios estuvieran estrictamente vinculados al canon de Antonio Mairena. Dominando de sobra los estilos primitivos –tonás, seguiriyas, soleares-- , Juan Peña buscó con el tiempo innovaciones que no rechinaran a los oídos puristas. Pero incluso se atrevió a inventar un palo de nuevo cuño, el cante por galeras, que se incorpora al célebre disco “Persecución”, sobre una idea y libreto original de Félix Grande.
En su perfil, aunque desde diferentes posiciones estéticas, pueden distinguirse sonadas coincidencias con el genio cantaor del último tercio del siglo XX, José Monge, El Camarón de la Isla, de cuya temprana muerte se cumplieron veinticuatro años semanas atrás. Camarón, que también tocaba la guitarra, hasta el punto de llegar a acompañarse a sí mismo en diversas ocasiones. Que navegó por la heterodoxia, apartándose mucho menos del dogma que el llorado Caracol. Y que también patentó una nueva rama para el árbol genealógico del cante: la canastera, con la rubrica de Paco de Lucía y la presencia –rememora él mismo—de Paco Cepero.
El mismo Paco Cepero, por cierto, que militaba como guitarrista de La Paquera cuando Lebrijano se incorporó al elenco. Y el mismo músico que acompañaría al hijo de La Perrata en aquella aventura suya llamada “Reencuentro”, donde congeniaría el flamenco con la música de Al Andalus, que ya había empezado a explorar con José Heredia Maya, poco antes de “Macama jonda”. El Lebrijano fue constante en dicho empeño, con las orquestas andalusíes del norte de Marruecos –cuyos directores Tensamani o Chekara adquirieron dimensiones legendarias-- o con el laudista Amín Chachoo.
Pero, con independencia de renovar la caja de resonancia de los ritmos cantaores, El Lebrijano ha buscado siempre un equilibrio entre la estética y la ética, lo que según algunos filósofos resulta indisoluble en toda obra humana. Quizá el guitarrista intelectual que escondía dentro fue el que le llevó a dotar de contenido a sus letras, desde un primer instante, no más grabar su celebrado disco de 1968, “De Sevilla a Cádiz”: también por primera vez, aseguraba El Lebrijano al periodista Manuel Curao, se le ponía titulo a un disco de flamenco que, hasta entonces, tan sólo se identificaba con el nombre del artista. También fue pionero a la hora de incorporar una orquesta sinfónica a su repertorio cantaor, como ocurriese en su disco “La palabra de Dios a un gitano”, en 1972.
Sus letras nunca rozaron, desde luego, la audacia de aquellas que el malogrado Francisco Moreno Galván escribiera para José Menese, pero llegó a mojarse en tiempos difíciles, a implicarse en un ángulo muy concreto de la sociedad andaluza, que quería alejarse de la charanga y panderetas machadianas. Sin partidismos explícitos más allá de la militancia personal con los sociliastas, hay un compromiso con los desheredados, desde sus primeros pasos como cantaor profesional: en 1971, tanto él como su familia protagonizan, por ejemplo, un recital a favor de la Misión Kinshasa, y en plena transición, editará “La palabra de Dios a un gitano”, aquel disco que se posiciona junto a un segmento aperturista de la Iglesia Católica, en una batalla para acabar con la discriminación de su raza en la que la historia dará la razón a la gitanería y en la que el Vaticano perdería una baza importante, a favor de la Iglesia de Filadelfia: ese pueblo noble que sigue siendo devoto de cachorros y greñúos, a pesar de que la curia le haya vuelto la espalda con frecuencia. Es el mismo brindis al sol, emotivo pero tal vez inútil, que El Lebrijano protagonizaría en la década siguiente, junto a Rocío Jurado y Manolo Sanlúcar, en un espectáculo creado por este último, bajo el título de “Ven y sígueme”, del que también existe una versión discográfica.
En “Persecución”, abunda en esta misma línea. Y en dicho sentido, cabe reseñar que el posicionamiento de El Lebrijano corre parejo al de otro intelectual gitano fuertemente comprometido, José Heredia Maya, autor del libreto de “Camelamos naquerar” (“Queremos hablar”), que por aquellas mismas fechas llevará a la escena Mario Maya. Quizá ambos alegatos lograron concienciar, al menos, a las cortes constituyentes de 1978 para erradicar toda discriminación anti-gitana, no sólo de la Carta Magna promulgada en ese año, sino del Código Penal y de las ordenanzas de la Guardia Civil que, hasta entonces, obligaban a todo gitano canastero a personarse en el cuartelillo a su partida o entrada de cualquier población.
Con el mismo ámbito creativo y testimonial de Heredia Maya, volverá a coincidir años más tarde, cuando este fleta “Macama jonda”, una propuesta teatral que abundaba en el mestizaje entre el mundo flamenco gitano-andaluz y la música andalusí que conservan orquestas como la de Chekara y Tensamani, en Tánger y en Tetuán. Con la Orquesta Andalusí de Tánger, precisamente, abordará El Lebrijano un proyecto similar, titulado “Reencuentro” y que conocerá una revisión posterior, bajo el título de “Casablanca”.
Ni que decir tiene que Lebrijano apostaba, en estas entregas discográficas, por los naipes más débiles de la baraja del Nuevo Orden Mundial. El mismo antirracismo que llevaba a defender a los suyos con letra de Félix Grande, le llevará luego a enarbolar la bandera del mestizaje contra los paladines de la xenofobia y del imposible pero frecuente albur de la pureza aria.
Forma y fondo, insisto, constituyen una suma en Juan Peña. Su compromiso político va parejo a su profunda inquietud social, que no le encoge de hombros ante la injusticia. Así lo describe José Manuel Caballero Bonald: “Conocedor como pocos de los recónditos manantiales gitanos del cante y dueño de un eco antiguo y turbador, como quebrado a oscuros golpes de furia y de mansedumbre, El Lebrijano incorpora siempre a su integridad flamenca toda la patética memoria de su raza; cuando canta es como si se estuviera acordando de lo que ha vivido, y por eso también su voz atenaza siempre con el mismo poderío comunicativo y la misma humana verdad”.
En su código genético, más allá de los carnets y de su relación con Felipe González, que lo llevaría a la Bodeguilla de La Moncloa, en la actitud de Juan Peña alienta la de un rebelde con causa. Mucho antes de que se le reconociera con el Premio Nacional de Cante en 1979, por la cátedra de Jerez. Y mucho antes de que el paso del tiempo quebrara ocasionalmente su voz.
Antes y después de sus mayores triunfos, en él, siempre alumbró el alma del individuo que se alza contra los campeones del totalitarismo. La presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, y la consejera de Cultura, Rosa Aguilar, acudieron el miércoles a brindarle su último adiós a Juan Peña. Pero también lo hicieron aficionados, amigos y familiares, en una estirpe a la que pertenece, entre otros artistas, su sobrino David Peña “Dorantes”, que le acompañaría ocasionalmente como también lo hiciera Pedro María Peña, o una larga gama de tocaores de leyenda como Niño Ricardo, Sabicas, Manolo Sanlúcar o Habichuela.
‘El lío del flamenco está entre Jerez y Lebrija, pero no comparto la creencia de que hay diferencia entre los cantes de payos y gitanos. Todos tienen derecho a cantar y yo respeto al que se sube a un escenario y canta, porque subir a un escenario es de valientes. Pero en el cante no vale la raza, vale la capacidad que el cantaor tenga. El flamenco se está fundiendo ya en todo el mundo y yo no me he equivocado cuando preconicé que el flamenco está a la altura de la música clásica’, aseveró cuando le dedicaron la cuadragésimo cuarta edición de La Caracolá de Lebrija. A dicho homenaje, acudieron artistas de la talla de Diego Carrasco, Miguel Poveda o Malena, pero con la presencia especial de su amigo Enrique Morente, con quien también compartió compromiso y heterodoxia: . ‘Me emociona mucho su gesto de estar presente en mi homenaje porque él no suele acudir a festivales. Su línea de creación es paralela a la mía, él también ha querido sacar más de su cante”. Afirmó El Lebrijano. El rastro de su escuela –en la que el aprendizaje del pasado se mezcla con la personalidad propia-- sigue vivo en el rastro que lleva hacia otros cantaores paisanos como José Valencia, sin ir más lejos.
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