Opinión
El voto de hacerse grande
Por Marta Nebot
Periodista
-Actualizado a
Y, de repente, el votante progresista español se tuvo que hacer mayor, tuvo que madurar de golpe, por encima de sus líderes, más allá de promesas y discursos, de politiqueos y de climas más o menos artificiales. Tuvo que pasar por alto los errores, los fracasos mediáticos, las faltas de convicción, las batallas internas y hasta personales, los populismos y el agotamiento de sus dirigentes, de los analistas y de los simpatizantes tras una legislatura que se ha hecho larguísima peleando sin tregua contra elementos impensables (una pandemia, un volcán y una guerra) y otros más predecibles (una oposición desleal, incluso en los momentos más difíciles).
Se hizo adulto de la noche a la mañana, en una campaña electoral inesperada. Apagó sus oídos y sus ojos, como quien apaga el sonotone para oírse a sí mismo, como si se pudiera bajar del mundo, como quería Mafalda, aunque sea por un momento. Ante el miedo a confundirse y a lo que podría avecinarse, dejó de escuchar y de mirar al Averno, donde no se ha hecho más que proclamar la llegada de apocalipsis tras apocalipsis, todos ficticios, hasta que estuvo a punto de llegar el más real de todos.
Ante el apogeo de la la Era de la vileza, como ya la ha bautizado para siempre Antonio Muñoz Molina y ha quedado retratada en los hitos de esta campaña de cuestionamiento del sistema más que de propuestas, el votante que se considera al menos socialista hizo de tripas corazón y fue a votar contento o no tanto a pesar de los pesares, con la nariz tapada, con los ojos cerrados, a la pata coja o con una mano atada a la espalda.
Y lo hizo porque en el ejercicio de meditación mínimo que exige el voto cabal, al apagar todo el ruido, consiguió aislar las mejoras sociales incuestionables. En el silencio concluyó que eso debe ser lo único que decida su elección responsable, que ya vale de spin doctors, de asesores de imagen, de generadores de simpatías o antipatías y de relatos mejores o peores que se travisten sin descanso para manipular voluntades al son que toque la demoscopia a cada paso. Así jamás se construirán liderazgos, concluyó; solo marionetas movidas por los hilos de los sondeos tan cambiantes como engañosos.
En ese limbo, apagado el estruendo en el que habitamos, brillaba por encima de todo un dato, refulgía como luciérnaga en noche sin luna. 800.000 personas menos en pobreza o peligro de exclusión en España, según el informe de la Red de Lucha contra La Pobreza y la Exclusión Social (EAPN–European Antipoverty Network) publicado en mayo. Esta red agrupa a las oenegés que la miden en todo el territorio según los estándares de la Unión Europea y recopilan para ella estos datos.
“Es insuficiente”, por supuesto, como señalaba este estudio. Pero, con la que había caído, resultaba suficiente para que los que se decían progresistas decantaran su voto. Eso sumado a la seria bajada del IRPF para todos los que ganan menos de 21.000 euros al año, casi la mitad de los trabajadores, pagando casi la mitad de lo que estaban pagando, fue definitorio.
Y votaran lo que votaran los beneficiados, los que en cinco años han visto cómo el salario mínimo subía un 48% hasta los 1.080 euros sin que el paro se haya incrementado, sin que la economía se haya hundido como la derecha vaticinaba, los que nos decimos progresistas teníamos el voto marcado y obligado. Así la decisión era muy sencilla: había que defender lo avanzado y seguir avanzando.
Al fin y al cabo ser de izquierdas iba de eso y de aumentar derechos, ¿no? El resto solo era politiqueo y mercadotecnia y capitalismo mediático, venta de líderes y de partidos políticos como si fueran coches, hechizos para vender más a cualquier precio.
El votante adulto terminó así de una vez por todas con la nueva amenaza ultra y por fin ganó la cordura política, la que separa el trigo de la paja, que se extendió al resto de las democracias. Entonces me desperté y seguía sin saber cuál de las dos papeletas meter en el sobre.
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