Opinión
El viaje de Alí Napoleón
Por Pilar Lucía López
Pilar Lucía López (@PilarLucia7)
Mi nombre es Alí Napoleón. Lo digo con orgullo y algunos sonríen sorprendidos porque nunca han oído el doble nombre que me puso mi padre. Alí por musulmán y Napoleón por un emperador francés. Francia es mi destino. Algún adivino debió aconsejarle cuando nací.
Salí de Camerún con dieciséis años. Ahora miro la foto que acabo de pegar en esta hoja para matricularme y me siento un hombre. Tengo los hombros anchos como mi padre y unos enormes pies. Estoy contento con ellos porque me han traído hasta aquí, después de atravesar medio continente africano. Tuve muchas heridas porque no llevaba un calzado muy adecuado para ese viaje tan largo y tan difícil.
Mi padre guardó silencio cuando le dije cuál era mi proyecto y mis hermanos me animaron para que les abriera camino. Mi madre no lo tenía tan claro. Se oían demasiadas historias en la aldea de los que habían emigrado. Algunas tardes, en la playa de Buea me quedaba mirando la bola roja y aquella línea que parecía quebrarse sobre el agua en infinitos cristales. Realidad y espejismo estaban delante de mí igual que la meta que me había propuesto. Salir de aquí, llegar a la otra parte del mundo me obsesionaba. Sabía que allí no estaba el paraíso como otros creían, pero sí que esperaba por lo menos encontrar trabajo en Francia y poder enviar algún dinero a mi familia.
Me lo juré a mí mismo la última vez que vi llorar a mi madre. Sus manos arrugadas abrazaban sus piernas. De vez en cuando iniciaba un vaivén como si estuviese en una mecedora. Esperaba la llegada del camión que se llevaría a mi hermano al hospital. Nada fue igual desde que los yihadistas de Boko Haram entraron como un incendio, destruyéndolo todo. Me acerqué descalzo y le abracé los hombros despacio sin apretarla. Me decidí esa noche, tumbado sobre la tierra a cielo abierto. No había luna y los destellos de las estrellas me herían las pupilas.
No me gusta contar las penas que sufrí en el camino. Odio dar lástima, no quiero que vean como una víctima. No me gustan esas fotos de los que se ahogan en las barcas o tiemblan envueltos en las mantas. Me da rabia que exhiban la miseria, el dolor de los que tenemos que salir por el hambre o la guerra. Me da vergüenza, aunque no tenga ninguna culpa de haber nacido en un país sin futuro. Por eso hice este viaje tan largo que a nadie le he contado.
Ahora estoy en España, en Madrid, que fue donde me detuvieron. Como era menor me llevaron a un centro de acogida. Luego a este instituto que es grande y tiene un patio con muchas canchas de deporte. El profe de Educación Física me ha fichado para el equipo nada más verme porque dice que soy buen deportista.
Todo iba bien, hasta que me llevaron a un centro de salud para medir mi edad. Alguien dijo que yo podía tener dieciocho años. Me hicieron radiografías de las muñecas, los pies y los dientes. Lo peor fue cuando aquel doctor me hizo bajarme los calzoncillos y enseñarles mis partes delante de una enfermera. Fue muy humillante.
A partir de aquello todo empeoró mucho. Hablaron de deportarme y la trabajadora social, que me tenía cariño, me dijo que no me preocupara. Pero yo sé lo que es eso. No es volver a tu país, a tu casa, no. Es que te abandonen en cualquier lugar y yo no tengo medios para el regreso.
Aquellos días no podía dormir ni concentrarme en nada. Ni siquiera jugar al futbol. Tenía pesadillas de encontrarme solo en el desierto, o secuestrado por las tropas yihadistas. Me despertaba sudando y gritando un '¡nooo...!' que alarmaba a todos mis compañeros.
Marta, mi trabajadora social, es un ángel. Está haciendo los papeles para mi acogimiento y me va a llevar a su casa para vivir con ella y con su novio. Nunca podré agradecerle lo que está haciendo por mí. De momento estudiaré mucho y la cuidaré como si fuera mi madre de verdad.
Algunos chicos me miran como a un extraño. Será porque soy negro y extranjero. Piensan que los inmigrantes deberíamos volver a nuestros países. Escuchan en sus casas que somos una amenaza, que les vamos a quitar los puestos de trabajo. No se cómo decirles que están equivocados. Yo pienso que todos tenemos derecho a mejorar de vida. Por eso hice este viaje tan largo, aunque sigo teniendo nostalgia de los míos. Echo de menos el horizonte limpio y oler el salitre del mar y de las barcas.
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