Opinión
La transición energética como coartada para explotar el Ártico
Por David Bollero
Periodista
El Consejo Económico del Ártico (AEC, por su acrónimo en inglés) acaba de publicar su último Informe sobre Minería en el Ártico 2024 y deja un sabor agridulce. La buena noticia es que, según expone el estudio, la región alberga 31 de los 34 materiales identificados como esenciales para acometer la transición energética. La mala, que para extraerlos se pone en peligro uno de los escasos ecosistemas que todavía se conservaban medianamente inexplotados. ¿Tiene sentido esgrimir argumentos ecologistas desarrollando actividades extractivistas? Evidentemente no.
Aunque es cierto que la actividad minera lleva desarrollándose en el Ártico desde hace tiempo, no ha sido hasta hace relativamente poco tiempo cuando se ha comenzado a intensificar. El cambio climático y el deshielo que provoca han tenido mucho que ver. Ahora, este nuevo informe revela cómo Groenlandia tiene uno de los mayores depósitos de níquel y cobalto del mundo o Alaska cuenta con una de las mayores minas de zinc del mundo. Noruega y Suecia, por su parte, podría albergar algunos de los mayores depósitos de tierras raras del mundo, según AEC.
AEC tiene su antecedente en la llamada Declaración de Kiruna (2013), en Suecia, cuyo objetivo era reconocer “los esfuerzos económicos del Ártico como parte integral del desarrollo sostenible de los pueblos y comunidades de la región". A partir de ahí se conformó un año después AEC, compuesto por 42 miembros designados por cada uno de los ocho Estados árticos y cada una de las seis Organizaciones Permanentes Participantes. La idea era contar con un organismo independiente que promoviera el desarrollo sostenible en el Ártico, tanto desde la óptica económica, social y medio ambiental.
Sin embargo, la necesidad de minerales y tierras raras para acometer la transición energética podría estar convirtiéndose en la perfecta coartada para esquilmar el Ártico. A fin de cuentas, la transición energética no sólo debiera pasar por abandonar el uso de los combustibles fósiles, sino por reducir el consumo en general, haciendo caer la demanda energética. Pretender seguir disparando el consumo y el transporte y darle respuesta con electricidad nos llevará inevitablemente a potenciar la actividad extractivista en todo el planeta, incluido el ártico. La Agencia Internacional de la Energía (AIE) estima que la demanda de minerales críticos prácticamente se triplicará para 2030, creciendo más de 3,5 veces los niveles actuales para 2050. La necesidad de minerales para baterías como el litio se multiplicará por ocho.
En el escenario minero que dibuja el informe y que podría retrotraernos a la última temporada de la serie True Detective, los países con presencia en el Ártico están moviendo sus fichas. EEUU (Alaska), Canadá, Dinamarca (Groenlandia), Noruega, Suecia, Finlandia, Islandia y Rusia quieren su pedazo de pastel. Si en algo está empeñado el informe es en destacar por un lado, el respaldo de las comunidades indígenas a los proyectos mineros, siempre y cuando se respeten sus derechos y tradiciones; y por otro, la protección del medio ambiente.
En algunos casos, como sucede en Groenlandia, la élite millonaria -Bill Gates (Microsoft), Michael Bloomberg y Jeff Bezos (Amazon)- no han tardado en invertir a través de la empresa KoBold Metals. En otros casos, como el canadiense, se colabora para ello con las comunidades inuit, buscando así el aval de que su explotación también beneficia a la población local. Así, el informe afirma que la empresa canadiense Agnico Eagle Mines Limited, dedicada a la extracción de oro, da empleo a 400 personas inuit (de más de 3.500 trabajadores) y sus dos minas activas representan el 22% del PIB de la región de Nunavut. Algo parecido sucede en Alaska, donde EEUU explota la mina de zinc Red Dog en la región de Kotzebue a través de una sociedad compuesta entre la minera canadiense Teck Resources y NANA, una corporación nativa iñupiaq cuyos accionistas pertenecen hasta a once comunidades diferentes.
Aunque AEC se presenta como sensible a la protección del medio ambiente y entre sus miembros cuenta con colectivos indígenas –que no tienen por qué saber equilibrar desarrollo y medio ambiente-, la amenaza de la industria minera es una realidad. En la memoria todavía permanece fresco el vertido en 2020 de un tanque de combustible en una planta de energía de la compañía rusa Nornickel, dedicada a la extracción de paladio, níquel, platino y cobre en las penínsulas de Taimyr y Kola. La fuga 21.000 toneladas de diésel en los ríos Ambarnaya y Daldykan, así como en los cursos de agua y el suelo circundantes provocó graves daños medio ambientales que tardaron cerca de dos años en repararse.
No es el único riesgo medio ambiental provocado por Nornickel, pues a pesar del programa puesto en marcha para reducir las emisiones, la ciudad de Norilsk, situada al norte del Círculo Polar Ártico (península de Taimyr) ha tenido el dudoso honor de encontrarse entre las diez ciudades más contaminadas debido a su gran complejo de fundición de metales, que libera anualmente aproximadamente 1,8 millones de toneladas de dióxido de azufre (SO2).
De nada sirve que el director ejecutivo de AEC, Mads Qvist Frederiksen, sostenga que “la región del Ártico tiene regulaciones ambientales y éticas estables y sólidas” si al mismo tiempo se producen actuaciones como las que este mismo año hemos visto por parte de países como Noruega, que pretende explotar 281.200 kilómetros cuadrados de fondos marinos, un área equivalente a la superficie de Italia, en busca de yacimientos de zinc y cobalto.
A través de la empresa minera Rana Gruber, Noruega lleva cerca de 60 años explotando minas de hierro al noreste de Mo I Rana (norte de Noruega), habiendo alcanzado el año pasado un récord de 1,8 millones de toneladas de concentrados de hierro, con 7,17 kg de CO2 emitido por tonelada de hierro producido. Ahora y pese a contar con el rechazo frontal tanto de grupos ecologistas como del mismo Parlamento Europeo, el gobierno noruego ya ha iniciado la licitación 386 parcelas con una superficie de 106.400 kilómetros cuadrados, es decir, alrededor de un 38% del total de su objetivo.
Organizaciones como Greenpeace o Ecologistas en Acción ya han alertado de los riesgos de eliminación de organismos del fondo marino, la alteración del sustrato, la modificación de las cadenas alimentarias, la liberación de sedimentos en suspensión y de toxinas, la contaminación acústica y lumínica y potenciales fugas químicas, entre otros.
En este sentido, el Informe sobre Minería en el Ártico 2024 expone una serie de recomendaciones, pero lejos de tranquilar desde la óptica conservacionista, inquietan. De hecho, entre las sugerencias destaca el empuje a los gobiernos para que aceleren los procesos de aprobaciones regulatorias, así como la inversión en infraestructuras como carreteras, puertos, líneas eléctricas y redes ferroviarias. Afirmaciones como que ofrecer “plazos claros y razonables son la base para cualquier inversión en nuevos desarrollos mineros” o que “las inversiones en proyectos de infraestructura de mayor envergadura fortalecerán la justificación comercial de las empresas mineras” no parecen el mejor modo de apagar los temores de amenazas al ecosistema.
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