Opinión
Tener o no tener
Escritor. Autor de 'Querqus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
"Mi bisabuela tuvo diez hijos. Mi abuela tuvo seis. Mi madre tuvo cuatro. Yo tuve dos. Mi hijo no tiene ninguno. Aunque tiene un perro. Pero el pobre perro está castrado".
Tomar la decisión no les llevó semanas ni meses. Les llevó años. Normal, porque, según ellos, era la decisión más importante que tomaban desde que estaban casados. Se llaman Gabriel y Ángela. Son licenciados, él en Geografía y ella en Historia, Historia del Arte, y ya tienen treinta y seis años. Cinco como pareja y tres de casados. Con papeles. Casamiento de ley, como el oro de sus alianzas. Por dar, tal y como ellos decían, una última satisfacción a sus padres que se lo pedían insistentemente. — ¡Qué pesados! ¡La última que les concedemos! Siempre con los papeles, los papeles. Los papeles… por si un día pasa algo. ¿Algo peor, querrán decir?
Por eso, estos análisis y reflexiones, discusiones a veces, con los pros y los contras colocados en los platillos de la balanza, los llevaban en secreto. Horas y más horas de largas y sesudas deliberaciones, de dudas y razonamientos, de extensas listas de gastos. Porque la de ingresos era tan raquítica que se completaba con un par de cifras. Siempre todo condicionado al dinero. Más que nunca, poderoso caballero.
Es verdad que las circunstancias en las que vivían en estos tiempos convulsos de la sociedad del progreso, no ayudaban mucho a tomar la decisión de multiplicar la familia: sus trabajos precarios, la inseguridad ante el futuro, la educación y los cuidados, más todos los nuevos gastos de alimentación y salud: ¿quién cuidaría de él, quién lo sacaría a pasear al parque, mientras ellos estuvieran trabajando? Y, ante todo, el precio del alquiler de la vivienda que los tenía arruinados. Abrasados. Quemados. Un verdadero atraco. Un robo legal.
Aunque llamarla vivienda era ser demasiado “idealista”. Incluso calificarla de apartamento ya era generoso. Pongamos un estudio. Un estudio de 850 euros al mes. Que, al abrir la puerta, te situaba directamente en el salón, con su cocina americana, tal y como la llamaba la joven de la agencia inmobiliaria, con su sonrisa ciruplástica, cuando se lo enseñaba:
– Está todo muy recogidito, pero es muy coqueto, muy mono. El salón con la cocina incorporada, americana, para no tener que desplazarse con los platos. Más cómodo así ¿verdad? Esta ventana que, aunque dé al patio interior, por ser un quinto, da mucha luz. El baño, no se asusten si suenan las bajantes, en esa esquina, lo justo y necesario, pues para qué vamos a estar desperdiciando espacio, y esa puerta corredera que da al dormitorio. Al dormitorio principal, aunque sea el único, jejeje. Sin ventana, es verdad. Pero observen que si dejan la puerta del salón abierta, casi una pared completa, entra la luz desde ese ventanal. El ventanal principal del salón, y único, jejeje.
Piso “recogidito, mono y coqueto” significaban treinta y cinco metros. No más. Ni menos. Por lo que era absolutamente lógico que Gabriel y Ángela se devanaran los sesos pensando en las dificultades de multiplicar la familia en ese… cuchitril. – El espacio, el disponer de espacio es algo muy importante para tomar nuestra decisión.
Si aguantaban, a regañadientes y porque no había nada mejor, era por la cercanía al trabajo de Gabriel. A un paso. ¡Qué suerte! A un paso del Mercadona donde nuestro geógrafo trabajaba de reponedor en la frutería. Llámalo responsable frutero, por subir la autoestima y la categoría, aunque no el sueldo. Cuentan que en la última etapa del franquismo, para apaciguar las demandas salariales de diversos colectivos sin subirles ni un duro, les cambiaban el nombre, con un toque clasista y moderno. A los maestros comenzaron a llamarlos profesores de EGB, a los aparejadores arquitectos técnicos y a los peritos ingenieros.
No estaba mal, según Gabriel, siempre positivo y risueño como antídoto contra la depresión, el trabajo de frutero. Pues podía aplicar sus conocimientos de geógrafo para explicar a los clientes el origen de esas frutas. Sobre todo, porque en los últimos tiempos los estantes se iban llenando de productos exóticos de los que nadie conocía, salvo él, su exacta procedencia: los caquis, originarios de China y Japón, pero que ya se cultivaban en España; las pitahayas de escamas rosas con su interior blanco moteado de pintas negras, que venían de Centroamérica, de Haití, y últimamente de Catar y Arabia Saudí; los lichis, las papayas, las guayabas con su aire, su fonética, de música tropical. Gabriel las ofrecía con tal cariño y con explicaciones tan precisas y motivadoras, que todos los clientes acababan comprando:
– No se asusten. No les tengan miedo a esos colores y sabores nuevos. Hasta hace poco el kiwi, el mango y el aguacate eran para nosotros unos desconocidos.
Por ese trabajo tan eficiente y persuasivo, que incluía sábados y algún domingo, Gabriel se llevaba a casa 1.300 euros.
Eran la garantía para pagar el alquiler, que una vez descontado, dejaba su cuenta tiritando con un saldo de 450. – La vivienda nos come el sueldo, Gabriel. Paga luz, paga agua, paga los móviles e internet, el Netflix con sus series, convertido en el nuevo opio del pueblo, transporte, gas… y te has quedado en los huesos –, refunfuñaba Ángela. Literalmente en los huesos, pues ese exiguo resto era para comer. Para vestirse. Para comprar un libro y los polvos de la lavadora. Para ir al cine. Para cortarse el pelo. Para divertirse. Para… ¡Basta ya, que hace días que se acabó el dinero!
Contagiados del optimismo del frutero para no verlo todo tan negro y sin futuro, como si los jóvenes españoles fueran los expulsados, los desahuciados, de esta sociedad mercantil, a su salario había que añadir el de Ángela. Aunque era bastante escaso, intermitente y variable – ¿quién dijo explotación? –, pues, a diferencia de Gabriel, ella no tenía un trabajo fijo. Alternancia laboral, decía entre carcajadas. Reír por no llorar. – Somos los nuevos pobres del sistema, trabajes o no trabajes, estés cualificada o no… siempre pobres. Pero dime, Gabriel: ¿El problema dónde está? ¿En los bajos salarios o en el alto precio del alquiler? ¿O en los dos a la vez? ¿Explícame por qué son tan insaciables los que manejan el cotarro? ¿Y por qué los gobiernos no les ponen freno? ¿Para cuándo nuestra revolución?
Ángela sorteaba la precariedad con un tesón admirable: la contrataban en una juguetería para las campañas de Navidad y para las comuniones en primavera. El mes de mayo completo y de mediados de noviembre al 6 de enero, pues pasado el día de Reyes, era despedida sin remedio. En una ocasión que para reivindicar su dignidad y su titulación universitaria le propuso al jefe hacer una exposición en la tienda sobre la historia del juguete, éste le dijo: – ¡Pues estamos nosotros para exposiciones! Mejor una exposición de nuestra ruina, con la competencia del Amazon ese que nos está devorando las tripas. Las entrañas del negocio.
Cuando era despedida, se buscaba la vida sin que se le cayeran los anillos (el anillo de boda, el único, jejeje): dependienta en el Bershka, en una zapatería, en un bar de copas, encuestando en la calle, buscando socios de Unicef y de Médicos Sin Frontera, y en varias compañías de telefonía. Acumulando contratos y contratos, en tres ocasiones tuvo derecho a cobrar el paro y, también, a ser llamada para un plan de empleo de seis meses en una caseta de información turística. ¡Para algo era historiadora!
Empleo que la reafirmó ante su madre, que, desde el pueblo, sin mala intención – como si las palabras con buena intención no fueran igual de dañinas – le decía: – ¡Ay, hija, con lo que nos costó darte estudios para acabar en una juguetería! Casi mejor haberte quedado en casa con nosotros hasta cumplir los cuarenta… en vez de con el frutero.
Para cortarse las venas. En vertical. Pero las cuentas, suma que te suma y resta que te resta, les cuadraban. Las cuentas salían y la decisión estaba tomada. ¡Adelante! Con riesgo, pero sin “marcha atrás”. ¿Acaso su vida no era un permanente riesgo, siempre al borde del precipicio, siempre colgados del alambre de un horizonte incierto? ¿Acaso la vida no era para los valientes, para los utópicos y soñadores? ¿O es que iban a renunciar a todos sus deseos, tras haber aceptado ya que vivirían peor que sus padres porque el sistema nunca contaba con ellos? ¡Maldita evolución de las especies! ¡Maldito y mentiroso Darwin con sus puñeteras Galápagos! Aceptar que jamás tendrían una casa en propiedad, ni un diminuto jardín, mucho menos un huerto, que jamás lograrían trabajar en lo suyo tras tantos años de estudio, que jamás harían ese viaje, que jamás llegarían a cobrar una pensión, que jamás podrían comprar un coche nuevo.
Nuevo no, pero quizás sí uno viejo. Aunque fuera un trasto, un cacharro viejo: su seguro, su impuesto de circulación, su ITV. Todo legal. Para poder irse los tres un domingo al campo. A corretear, a dar brincos y a respirar aire puro en el espacio abierto. A oxigenarse, huyendo de ese infierno. Ángela, Gabriel y su pequeño. Sí, sí, sí, se repetían, la decisión estaba tomada. Se acabó la incertidumbre, se acabaron las dudas y los miedos. ¡Vaaaaamos a por ello! Podrán destrozarnos las vidas, amputar nuestro futuro, pero no van a matar todos nuestros sueños. Nuestro único y último sueño.
Por eso, el día que les llamaron por teléfono, estando casualmente juntos, de la perrera municipal para comunicarles que ya había llegado su cachorro, su perrillo de adopción, Gabriel y Ángela se abrazaron fuerte, llorando inconteniblemente de emoción. Lágrimas en un mar insondable de delirio y exaltación. Apretándose fuerte, muy fuerte, para que no quedara un hueco entre sus cuerpos. Ni siquiera un resquicio por donde se les escapara el gozo y el anhelo.
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