Columnas
Que nos sirva para no morir solos
Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
Subía en un 36, o quizá un 65, rumbo a Alto de Extremadura. A la altura del puente de Segovia me fijé a través del reflejo de los cristales, justo delante de mí, en un chaval, tendría la edad de mi hermana, que chateaba con alguien por su teléfono móvil. El chico llamó mi atención porque su interlocutor respondía rapidísimo, casi inmediatamente, con textos demasiado largos para ser escritos por una persona con solo dos pulgares: obviamente, estaba hablando con una inteligencia artificial.
Al principio, lo confieso en esta columna íntima y pública, el nene me cayó mal; al principio, lo confieso de nuevo, pensé que era un pibe ridículo que había caído en la dinámica todavía más ridícula de preguntarle estupideces a un algoritmo hípercontaminante para matar el tiempo en un viaje de pocos minutos, sin embargo, cuando afilé mi mirada cotilla con acreditación de prensa me di cuenta de algo que encendió, lo juro, una trituradora con motor de gasolina en mi estómago: el chaval estaba pidiendo ayuda.
El chaval, en un autobús con casi cincuenta viajeros y un conductor con pinta de prejubilado, había decidido que la mejor opción para desahogarse era un robot; el chaval, mientras el resto de los pasajeros mirábamos aquel cielo morado que anticipaba la Navidad, había decidido que quien mejor podía entender lo que sentía no era ni su madre, ni sus amigos ni cualquier otro trozo de carne al que presuponerle alma. “Nadie me entiende”, “necesito ayuda”, “estoy solo”, eran los mensajes que le mandaba a aquel servicio por suscripción mensual que le respondía con textos huecos robados de algún blog SEO de psicología. La vida, pese a aquel cielo morado que pronosticaba la Navidad, me pareció entonces un poco más gris.
Me pregunto muchas veces, ahora que habéis decidido matar a Dios, cuál debe ser la espada moral sobre nuestros cuellos que nos obligue a ser buenas personas; me pregunto muchas veces, más todavía cuando veo a niños pedir explicaciones existenciales a un experimento orwelliano de Silicon Valley, cuál debe ser ese principio indiscutible, ese acantilado oscuro al que llamar infierno, que nos obligue a hacer las cosas bien. A cuidarnos. A no ser unos desgraciados.
Creo que todavía no hemos entendido muy bien lo que se nos viene encima: los orcos turbocapitalistas avanzan pisando las flores y destruyendo todo lo que no se puede mercantilizar; los orcos turbocapitalistas nos dejan sin casa, sin proyectos y sin placer porque no podemos pagar más dinero. Y ahora, también quieren dejarnos solos.
Aunque pueda sonar neoludita – me la pela una barbaridad –, creo que esta movida de las inteligencias artificiales puede ayudarnos a comprender lo que vale una vida. Podemos aprender, aunque esas máquinas horribles se metan cada vez más en nuestros círculos e incluso nos quiten los trabajos, que jamás podrán acompañarnos, ni darnos amor ni tampoco placer. De hecho, creo que su imparable avance puede ayudarnos a entender que el día de nuestra muerte, cuando la única música que escuchemos sea la del gotero incesante placando con morfina nuestras venas, ningún algoritmo, por muy inteligente o útil que sea, nos dará consuelo alguno. Quizá la inteligencia artificial nos sirva para admitir de una vez que no queremos morir solos.
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