Opinión
Pedir perdón, España
Por Sato Díaz
Coordinador de Política.
-Actualizado a
“Qué mayor estoy”, rumorea un hombre de 56 años, que ya acumula más de diez de reinado a sus espaldas y que examina en profundidad su rostro en el espejo. Frente amplia, como las llanuras de cereales de La Mancha; las entradas cada vez ganan más terreno en las sienes, síntoma de la sequía y desertificación de la parte sur de la Península; una nariz puntiaguda que se quiere ir hacia fuera, como Catalunya; una sonrisa enigmática, que pretende ser afable pero no consigue borrar un punto de mala hostia, como Madrid; las cejas y la barba, tan blancas como las cimas de los Pirineos, los ojos azules enterrados en sus cuencas, como el mar allá abajo, en las Rías Altas…
El personal trainer le aconseja: “Pedir perdón, España, no es tan complicado, pero debe poner algo de su parte, majestad, y dejar atrás ciertos vicios adquiridos con el tiempo, con los siglos: un orgullo en ocasiones histriónico, pues se percibe como consecuencia de debilidad; una masculinidad herida que busca reafirmarse a golpe de orden y exabrupto; un pasado personal, familiar, nacional al que es difícil revisitar, pues está repleto de luces y sombras, como las pinturas del Barroco español, tan bien conservadas en nuestro Museo del Prado”.
Continúa, cada vez más lleno de confianza, se nota que le gusta su trabajo: “Por último, majestad, pedir perdón tiene que ser un acto honesto, no solo pronunciar unas palabras aprendidas, memorizadas y expulsadas como si nada. Para pedir perdón, unas disculpas sinceras, respire, respire hondo, escuche su respiración. Espire, inspire, espire, inspire, otra vez, y concéntrese únicamente en su respiración, el resto no existe”.
Felipe VI permanece a un metro y medio del espejo, atento a los cambios, pequeñas revoluciones que la respiración consciente va produciendo en su rostro. Espira e inspira profundamente, concentrado en ello y nada más. La tensión va desapareciendo del rostro, de cada uno de sus músculos, uno a uno: las arrugas del frontal tienen a desaparecer, el orbicular de los párpados se tranquiliza y los ojos se entrecierran por momentos, el orbicular de los labios le imita y se borra la mueca de mala hostia, cigomático mayor, menor… Inspira, respira. “Ya estoy preparado para pedir perdón”, decreta el monarca.
“Todavía no, majestad, ahora tenemos que conectar con una emoción para hacer veraz que le conmueve el hecho por el que va a disculparse, para ello vamos a requerir del método Stanislavsky”, explica el entrenador personal. “No me jodas, Gustavito, que suena a ruso, y en esta casa somos muy de la OTAN”, razona Felipe VI. “Ruso es, pero también el mayor maestro de actores y actrices de la historia, porque fue quien llevó la verdad a los escenarios, donde se interpretan a personajes en la mayoría de los casos alejados de las vidas de quienes les representan. ¿Cómo puede un muchacho de Albacete interpretar hoy a Hamlet, otro chaval de una época y lugar tan alejados? Gracias a este método de acercamiento y análisis. El actor manchego tendrá que analizar los motivos por los que Hamlet actúa como actúa y las emociones que esto le produce y buscar paralelismos con su vida pasada personal para que le alcancen las mismas emociones. ¿Entiende majestad?”. “¡Entiendo!”. “Entonces, ¿ser o no ser, majestad?”. “Sin que sirva de precedente… Elijo ser, Gustavito”.
“Veamos, majestad, es imposible que pueda emocionarse usted hoy en día para pedir perdón, España, por la invasión del continente Americano, por el genocidio perpetrado contra las poblaciones indígenas durante tantísimo tiempo, por las enfermedades transportadas, por el saqueo de los recursos naturales, por las violaciones a mujeres perpetradas por funcionarios de la monarquía española, por el borrado y destrucción de lenguas, culturas, expresiones artísticas y creencias religiosas y morales… Es imposible, majestad, pero si usted busca un hecho concreto que le transporte a algo parecido en su vida personal, puede, desde el distanciamiento actoral, acercarse a ello”.
“Entiendo. A mí lo que me da pena es que no me dejen ir a México, con lo que me apasiona esa tierra. Me da mucha pena, porque yo querría volver a subir a la Torre Latinoamericana y contemplar desde allí todo el DF, fijarme al fondo e imaginar ver el volcán o a la Virgen de Guadalupe, observar desde arriba las arrugas del Palacio Bellas Artes y tener esa sensación de mareo, de vértigo, como si temblara la torre por la fuerza del viento”, explica el monarca. “Majestad, mírese en el espejo, está usted emocionado. Hemos encontrado algo que a usted le emociona y, ante el público, usted puede pronunciar unas disculpas sonando veraz. Es el momento, salga ante las cámaras y emita su discurso. Concílienos con nuestro pasado, asumamos nuestra historia, hermanémonos con los pueblos americanos, hagamos más estrecho el Atlántico”.
El rey sale. Mantiene unos segundos de silencio. Observa a las cámaras fijamente. Espira e inspira, espira e inspira. Cierra los ojos y visualiza el DF desde lo alto de la Torre Latinoamericana. Y habla.
-“Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”.
Pedir perdón, España. Y termina este relato de ficción. Otro año más, nada que celebrar.
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