Opinión
Las “monjitas” violentas que obligaban a hablar a las personas sordas
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
Dice el periodista, Francisco Ferrari Billoch, que Luisito Estrada habla como si fuera “un niño normal”. Sor Clara, religiosa Concepcionista, le ha elegido a él para que el redactor pueda comprobar la labor que hacen en su centro con los niñas y las niñas como él. Ferrari los describe como “seres con los que la Naturaleza se ha mostrado avara y dura”. La “monjita”, término que elige para describir a la religiosa, añade que son “francos, bondadosos, y pocos llegan a la picardía”. Fausto, otro de los elegidos para el show, conjuga los verbos que le piden conjugar y responde a todas las preguntas que le hacen.
El centro en el que están matriculados, el Hogar del Sordomudo, en el número 17 de la calle Almirante, de Madrid, depende de Acción Católica de Sordomudos. La formación que ofrecen a las criaturas está dividida en ocho cursos: “Enseñanza elemental, claro”, matizan. Y siguen: “Alguno ha llegado a resolver problemas de Álgebra. Y como en los normales, unos son más inteligentes que otros”. El reportaje ‘Cómo aprenden a hablar los sordomudos’, que el destacado periodista antimarxista publicó en 1941 en una revista editada por la Sección Femenina, recoge en un par de páginas muchas de las violencias que históricamente han vivido las personas sordas.
Estanislao Martin Pascual, responsable del centro, aseguraba que, a pesar de que antes existían en el Estado español asociaciones para personas sordas, “en muchos casos”, habían entrado en ellas “ideas marxistas” y “conceptos antirreligiosos hasta convertirse en centros de inmoralidad y de vicio”. Hasta que llegó él: “Sentí la necesidad de crear para los sordomudos esta organización para atender todas sus necesidades y aspiraciones, guiado por el supremo ideal de Dios y España”.
Para eso, para promover un “ambiente especial cristiano” acorde a la “revolución nacionalsindicalista”, se esforzó el hombre en organizar visitas a “lugares históricos”, especialmente a aquellos en los que “los soldados del Caudillo sellaron con su sangre la gesta más gloriosa”. Mientras, a golpe de imposición, obligaban a las personas sordas a hablar: “El método de enseñanza es el lenguaje oral puro”. “Nada de mímica. Esto de hablar con las manos es un procedimiento que aquí está desterrado por completo”, declaraba Sor Clara.
El periodista se muestra impresionado con el “hermoso jardín poblado de retozones parvulillos. En sus juegos saltan y brincan alegremente, pero en silencio. ¡Y qué silencio, Dios mío!”. Describe el centro como un lugar “sin algarabía, sin las risas y las expresiones joviales propias de un enjambre de chiquillos que juegan”. Mónica Rodríguez Varela, especialista en lengua de signos y activista, aclara que “el silencio es una invención de las personas oyentes, la comunidad sorda puede ser muy ruidosa, intencionadamente o no”. Aquel silencio, probablemente, tenía más que ver con la férrea disciplina impuesta a las criaturas. Además, “la mudez no es una característica intrínseca a la sordera, pero al no hablar o ejecutar sonidos de forma normoyente, se solía calificar a las personas de sordomudas, aunque llegaran a encajar con la norma tras métodos 'rehabilitadores' invasivos, con mucha violencia”.
A Pilar Lima, trabajadora social, le provoca nauseas leer el texto: “Falta resignificar lo que hemos vivido en un mundo oyente, que nos obligaba y forzaba a la asimilación”. Recuerda que, en la actualidad, se mantienen dos perspectivas muy distintas sobre la sordera: “La perspectiva patológica y médica de la sordera, que pone énfasis en normalizar a la persona sorda mediante la oralización y el uso de tecnología; y la perspectiva sociocultural, que entiende a las personas sordas que se comunican en lengua de signos como una «minoría lingüística»”.
La cultura sorda es patrimonio inmaterial de la humanidad, pero Mónica Rodríguez Varela recuerda que “Europa tiene una larga tradición oralista, audiológica y fonocéntrica, consecuencias catastróficas acentuadas desde el Congreso de Milán, en 1880”. En este congreso, el II Congreso Internacional de Maestros de Sordomudos, se decidió excluir la lengua de signos de la enseñanza de las personas sordas. Hasta hace poco, cuenta Rodríguez, la escolarización de personas sordas era “en régimen interno y no mixta” y, en muchos casos, “a cargo de órdenes religiosas”. Durante la dictadura, muchas órdenes religiosas, que siguen en la actualidad trabajando en el ámbito social, hicieron y deshicieron a su antojo.
El audismo –término que se utiliza para denunciar la discriminación contra las personas sordas en torno al privilegio audiocéntrico– y la privación lingüística –la violencia que supone privar a una persona sorda de una lengua natural y accesible– es evidente. Las técnicas que esta organización utilizó para imponer la oralidad son violentas: “Al principio, a veces, hay que presionar sobre la lengua con un depresor para mantenerla sujeta y lograr el sonido apropiado. ¡Así una, diez y cien veces!”, declaraba, bien ufana, Sor Clara. No solo eso: “Luego aprenden a formar sílabas, después oraciones, hasta llegar a completar las frases. Pero paralelos a esos ejercicios, hay que enseñarles el significado de las palabras. Cuando, por ejemplo, saben pronunciar mesa hay que decirles lo que es: «Esto es una mesa»”.
Quizá, a las niñas, les ponían otros ejemplos. Puede que, tal vez, ellas aprendieran palabras como “trapo” o “aguja”. El responsable del centro, Estanislao Martin Pascual, aseguraba que ellas tenían “clases y conferencias especiales” para que fueran mujeres “íntegras, cristianas y españolas”; para que “en cuyas manos se deposite con confianza la formación de los hijos que la Religión y la Patria necesitan”. En el colegio madrileño, según parece por las fotos, también había muchas niñas, pero nadie les preguntó aquel día nada a ellas.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.