Columnas
Ser o no ser (joven y delgada), esa ya no es la cuestión
Periodista
-Actualizado a
Cuando empecé la dieta que derivaría en una anorexia nerviosa de la que me estuve tratando durante cinco años en una unidad especializada en trastornos alimentarios, pesaba 40 kilos exactos. Dos meses más tarde, cuando llegué al hospital, no llegaba ni a los 34. Tenía 14 años, ni siquiera me había venido la regla y, como la niña que era y me sentía, jamás me había preocupado por mi peso en toda mi etapa escolar. Todo cambió en cuanto puse un pie en el instituto y un compañero se fijó en mi barriga el día que aparecí con un top corto en clase de Educación Física para lucir el nuevo piercing en el ombligo que me había hecho y me soltó, a bocajarro, que aquel pendiente no me quedaba bien porque tenía la barriga fofa. Ese día, todo cambió para mí. La alegría propia de la edad se empezó a mezclar con una inseguridad patológica que arrastro desde entonces. Supongo que ahí descubrí, de golpe, lo que significaba ser mujer, y si algo me quedó claro es que estar gorda era uno de los principales tiques para el acoso y la desaparición social. Claro que no sería justo culpar únicamente a algunos compañeros del ambiente proanorexia que se respiraba a principios de los 2000, en donde las revistas para adolescentes, las series, los programas de televisión y, muy especialmente, el mundo de la moda, fueron catalizadores para una cultura de la dieta salvaje que nos engulló de alguna manera a todas las que fuimos adolescentes en los años inmediatamente posteriores al cambio de milenio. En aquella época, el culto a la delgadez extrema alcanzó cotas de epidemia, tal y como señalaba el pediatra José Luis Iglesias Diz, uno de los pioneros en tratar estas patologías en Galicia: entre los 90 y los 2000, se triplicaron los casos de anorexia en todo el Estado.
No se había vuelto a producir un incremento tan acusado de los Trastornos de la Conducta Alimentaria hasta el confinamiento del COVID, cuando las cifras volvieron a multiplicarse, pasando del 5 al 10% de la población afectada, siendo la inmensa mayoría mujeres cada vez más jóvenes, también niñas de Primaria. Las nuevas víctimas ya no necesitan revistas ni compañeros necios, porque tienen a millones de modelos al alcance de la palma de su mano dando consejos sobre un “estilo de vida saludable” que pasa por matarse a hambre y hacer ejercicio físico hasta la extenuación, mientras presumen de rellenarse la cara con sustancias que algún día, no muy lejano, les causarán problemas de salud física y mental. Sin embargo, algo sí ha cambiado drásticamente en estas dos décadas, ahora las gordas existen en los medios de comunicación y, además, son poderosas. Que haya influencers, presentadoras, actrices o activistas con cuerpos diversos y pesos rotundos que se pasan las burlas y las críticas por el forro del papo no es ninguna minucia: supone una confrontación brutal con uno de los pilares básicos sobre los que se sustenta el patriarcado capitalista, ese que asegura que los cuerpos de las mujeres, para ser públicos, deben de estar aprobados por la mirada masculina. Por eso, de todo lo que se dijo esta semana sobre Lalachus lo más importante lo dijo ella misma en su monólogo en La Revuelta: “nadie me va a quitar la ilusión de presentar las campanadas”, porque es precisamente esa ilusión la que nos roban para siempre el día en que con 12, 13 ó 14 años, nos dicen que nuestro cuerpo no es válido para presumir, para disfrutar o para amar.
Esta misma semana, aparecía en la revista Lecturas una portada con un titular que me revolvió las tripas “Carmen Borrego estrena cara y brazos tras una operación de 7 horas”, resaltando unas declaraciones de la interesada no menos lamentables: “hice testamento antes de entrar en quirófano”. Resulta patético comprobar cómo la publicación se esfuerza en dejar claro a todas sus lectoras que una señora famosa y adinerada, de 58 años, estaría dispuesta a dejarse morir antes que seguir con una cara y unos brazos propios de una mujer de su edad al tiempo que publicitan al cirujano de turno y su técnica “revolucionaria”. La desvergüenza de la revista no acaba ahí porque en la misma portada aparecen dos mujeres más: una de ellas es la Reina Letizia (52) y la otra Ainhoa Armentia (45), la actual pareja de Iñaki Urdangarín (56), acompañada por el propio Urdangarín. De las cuatro personas que aparecen en la portada el de él es el único rostro que conserva arrugas bien visibles y profundas. Está claro que el mandato neoliberal de mantenernos jóvenes y delgadas llega a todos los rincones y extractos sociales, intentando convencer a las mujeres de cualquier edad de que si consumimos (dietas, cirugías, rellenos o revistas) podremos por fin estar bien y ser merecedoras de atención. Supongo que dentro de la misma revista habría algún espacio dedicado a hablar de la importancia de cuidar la salud mental.
Cuando llegué a la universidad y me dieron el alta durante ese primer curso de Periodismo no dije a nadie que había tenido anorexia. Sin embargo, cuando comencé a hablar de mi enfermedad entre amigos chicos, noté algunas reacciones comunes. Una de ellas era “¿pero ya estás bien no?” y la otra, eternamente repetida “tú lo que necesitas es una buena chuleta/cocido/derivados”. Me sigue pasando cuando me encuentran por ahí y hacen alusión a mi peso, sin que nadie lo pida. Aun sabiendo que son comentarios bienintencionados que a mí no me afectan, me da lástima pensar que tanta gente sigue sin entender que lo peor de la dismorfia corporal no se libra en la piel y en la grasa que nos envuelve, sino en nuestras cabezas, y que da igual lo gorda o lo delgada que estés para sufrirlo. Padecer un TCA significa estar en una batalla constante contra ti misma, castigándote por existir. Así que si algo he aprendido en estos últimos veinte años desde mi alta y ya cada vez más cerca de los 40, es que comentar el peso de la gente, especialmente el de las niñas y adolescentes, es de las cosas más patanas, cutres, frívolas y tóxicas que podemos hacer.
Gracias a Lalachus y a otras mujeres del mundo del espectáculo y del entretenimiento mi hija crecerá viendo a referentes de éxito diversas y yo ya no tendré que fingir que lo más importante es quererse a una misma porque todas merecemos que nos quieran, independientemente del cuerpo que tengamos. Con esta elección, no solo se cumple la ilusión de Lalachus y la de muchas otras que verán esperanza y tiempos de cambio para todas, también se está haciendo justicia y se está cumpliendo con una de las principales funciones sociales de Televisión Española, que debe velar por visibilizar y representar al conjunto de toda la sociedad. La revuelta que han empezado muchas mujeres contra los mandatos de sometimiento que suponen los estándares de belleza impuestos desde los cánones patriarcales es imparable y esa, sí es la cuestión.
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