Opinión
Deberíamos llorar más de lo que lloramos
Por Marta Nebot
Periodista
Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Pero, sin poder evitarlo, de golpe me había puesto a llorar en el metro, entre miradas que hacían como que no me veían.
No les acuso de nada. Madrid es así. Lo sé desde hace ya más de treinta años cuando, como adolescente de provincias sureñas recién llegada, descubrí la intimidad en mitad del bullicio, esa particular soledad acompañada. Ésa que a veces reconforta y otras es completamente desoladora.
Cada vez que me encuentro con alguien en ese trance trato de mirar o no, en función de lo que veo que necesita. Casi siempre es que los testigos nos hagamos los ciegos. Una mirada compasiva puede ser muy inoportuna y convertir el dolor en ira, tras atentar contra esa ley no escrita que contiene el derecho a llorar acompañado en soledad, abrazado etéreamente por los presentes, que pueden hacerlo sin saber, sin querer o sabiendo bien lo que hacen.
A mí me gusta saberlo y tener una mirada disponible para decirle al que sufre que lo sé, por si se presenta esa pequeña rendija que en ocasiones se abre y conecta los habitáculos en que vivimos y nos movemos y en los que, por más que tengamos, cada vez cabe menos.
Pero volviendo al episodio concreto que me lleva a contar esto, esta vez lo distinto era que no lloraba por algo mío, por algo personal e intransferible. Lloraba por algo colectivo que podría afectar a cualquiera. Lloraba por un niño que estaba temblando y no era de frío. Me había asomado a la ventana de mi teléfono, a la que vamos asomados en esos trayectos, y lo que vi me sacó de repente de todos los compartimentos en los que andamos metidos, como en matrioskas interminables que nos cuidan y nos domestican. Salí de la mía, de la de mi familia, de la de mi círculo, de la de mi ciudad, de la de mi país, de la de la Unión Europea, de la de Occidente y volví a ser solo una persona que llora porque un niño llora y no puede hacer nada para evitar su sufrimiento.
En el vídeo, que dura poco más de un minuto y en el que se habla un idioma que no entiendo, se ve a un niño que no tiene más de cuatro años, cubierto de polvo y de miedo. Un médico intenta comprobar si está herido. Tiene los ojos muy abiertos, contesta más con gestos grandes que con palabras. Dice que está bien con la cabeza pero tiene tal expresión de alerta, de tensión, que casi resulta cómico si no fuera porque su cuerpo entero tiembla. No puede parar de hacerlo ni cuando el médico le dice que ya todo pasó, que está a salvo, que está en el hospital –uno de esos que tampoco se están salvando de ser bombardeados en Gaza–.
Entonces el doctor se da cuenta de que no es su medicina lo que precisa y se lo acerca al pecho y lo arropa con su brazo, le acaricia con su mano cubierta de guante de plástico y lo arrulla con unas palabras suaves a las que el pequeño reacciona llorando desconsolado. Lo que necesitaba era la medicina de llorar abrazado a otro, desprenderse de todo ese miedo sintiéndose acompañado.
No sé por qué esta vez me dio tanto pudor que me vieran llorar. Me levanté como si el asiento tuviera un resorte. Me fui a la puerta aunque faltaba mucho para mi parada y me puse a mirar la oscuridad a quince centímetros del cristal, donde no dejaba hueco para ninguna mirada. No quería verme llorar pero me vi reflejada. Estaba avergonzada. Quería tapar que soy un ser humano y que la admisión de las guerras que hacemos, o dejamos que hagan, nos aleja de ser lo que somos.
Una vez fuera del vagón, rehecha, caminando por nuestro hormiguero subterráneo, de vuelta a las cápsulas que me contienen y me forman y deforman pensé en si soy antisemita por querer proteger a los niños palestinos que están viviendo el infierno en estos momentos, ejercido por un presunto país demócrata y civilizado, apoyado por las instituciones que defienden la legalidad en el mundo, pues sea, aunque sentiría y pensaría lo mismo si el niño fuera judío.
Además, pensé que si quienes están dando los carnets de antisemita –González Pons, Ayuso y otros del PP– son los defensores y descendientes de Isabel la Católica, que echó de España a todos los judíos, es que esos carnets son de coña.
Realmente, concluí: dentro o fuera de nuestros cubículos deberíamos llorar más de lo que lloramos, ya sea de pena, de impotencia o de risa sarcástica.
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